La piedra del esc¨¢ndalo
Aunque tengo la impresi¨®n de que la clase pol¨ªtica brit¨¢nica es m¨¢s honesta que la media europea -nada que se compare en el Reino Unido a los casos de un Craxi en Italia, un Rold¨¢n en Espa?a o a las piller¨ªas en Francia de los amigos del presidente Mitterrand-, los esc¨¢ndalos se suceden, tambi¨¦n aqu¨ª, con una regularidad deprimente.Algunas veces tienen que ver con asuntos de dinero, pero, si se miden con las marcas, alcanzadas por aquellos astros continentales, los desafueros pecuniarios de parlamentarios, funcionarios y ministros albi¨®nicos resultan liliputienses. Por ejemplo, hace algunos meses, un ministro de John Major debi¨® renunciar a su cargo y a su carrera pol¨ªtica pues se descubri¨® que, cinco a?os antes de ocupar el ministerio, hab¨ªa aceptado que el due?o, de Harrod's les costeara, a ¨¦l y a su esposa, un fin de semana en el Ritz de Par¨ªs. Y est¨¢ fresca en la memoria de todos la algarab¨ªa que caus¨® la revelaci¨®n de que un pu?ado de miembros del Parlamento hab¨ªan recibido, de aquel mismo hombre de negocios, propinas de quinientas y mil libras es terlinas para, desde sus esca?os, plantear determinadas preguntas a los ministros. El asunto no se ha aclarado del todo, pero, inocentes o culpables, los acusados han sido puestos en la picota p¨²blica y lo m¨¢s seguro es que, a partir de la pr¨®xima elecci¨®n, todos ellos deber¨¢n dedicarse a actividades menos expuestas (y mejor remuneradas) que la representaci¨®n popular.
En verdad, los esc¨¢ndalos que sobreexcitan a las masas brit¨¢nicas, a juzgar por la fren¨¦tica explotaci¨®n que de ellos hace la prensa amarilla -los espantosos tabloides vespertinos y gran parte de los diarios dominicales-, por los que ruedan cabezas, de manera inmisericorde, se hunden reputaciones y se mantiene en vilo eso que los cr¨ªticos taurinos llaman el respetable, no son cremat¨ªsticos, sino org¨¢smicos, y, conciernen, en vez de las billeteras, a las camas (o, como se ver¨¢, a escenarios dispares -sillones, suelos, alfombras- que hacen sus veces) de hombres y mujeres p¨²blicos.
Dir¨¦, de entrada, que a las se?oras espa?olas avecindadas en el Reino les cabe una considerable responsabilidad en estos alborotos imp¨²dicos. Dos de ellas, por lo menos, provocaron recientemente desaguisados formidables en el Consejo de Ministros y en el Estado Mayor. Como ambas so ya c¨¦lebres, puedo nombrarlas. Los encantos de Antonia de Sancho, actriz desocupada, precipitaron al ministro de Cultura, David Mellor, en un adulterio con disfraces deportivos, pues, seg¨²n testimonio de la seductora, para hacerle el amor aqu¨¦l se embut¨ªa el uniforme del Chelsea Football Club (incluidos medias y zapatos). Deb¨ªa de ser cierto, pues, en pleno esc¨¢ndalo, el defenestrado ministro, buen perdedor y hombre risue?o, se present¨®, as¨ª vestido, en las tribunas colmadas de su amado club (la ovaci¨®n que lo recibi¨® fue o¨ªda en todo Londres).
Menos humor¨ªstica es la pat¨¦tica aventura del general sir Peter Hardin, jefe del Estado Mayor, quien, loco enamorado de, la valenciana Bienvenida P¨¦rez (ahora condesa Solokov), pretend¨ªa rendirla revel¨¢ndole los secretos militares del Reino. Unido. Esta disparatada t¨¦cnica tuvo el fracaso que merec¨ªa -Bienvenida la publicit¨® a los cuatro vientos- y llev¨® a muchos a preguntarse si no hab¨ªa sido temerario poner la seguridad del pa¨ªs en manos de semejante estratega. Total, sir Peter perdi¨® amante y puesto y la Royal Army vio convertida en motivo de chacota la buena imagen que cre¨ªa tener desde Waterloo.
La mayor¨ªa de estos "esc¨¢ndalos sexuales" que peri¨®dicamente agitan el cotarro brit¨¢nico no lo ser¨ªan en la mayor parte del mundo que conozco -los pa¨ªses de origen latino, por ejemplo-, donde se suele establecer una l¨ªnea divisoria bastante n¨ªtida entre la vida privada y la p¨²blica de quienes ocupan cargos pol¨ªticos o administrativos y donde el escrutinio de ¨¦stos no suele llegar hasta las s¨¢banas y donde, en todo caso, la tolerancia para con los pecadillos amorosos de gobernantes y funcionarios suele ser mucho m¨¢s amplia que en el mundo anglosaj¨®n. ?Debemos deducir de ello que en Gran Breta?a se practica la fidelidad conyugal con m¨¢s convicci¨®n y ¨¦xito que, digamos, en Italia o Espa?a? Todo parece indicar que no es as¨ª y que, m¨¢s bien, ingleses, escoceses y galeses ceden a las tentaciones de la carne con la facilidad de un griego o un siciliano. ?Por qu¨¦, entonces, exigir de las personas p¨²blicas esa rectil¨ªnea moral que es flor ex¨®tica para gran parte de la sociedad? ?Por hipocres¨ªa puritana?
No exactamente. Se trata, m¨¢s bien, de un culto a las apariencias y las formas que, en el mundo ingl¨¦s, son inseparables del respeto de las instituciones y la ley. Quien ejerce un cargo p¨²blico protagoniza una representaci¨®n, de cuyo libreto no puede salirse sin poner en peligro el desarrollo de la obra, que es, nada menos, que la buena marcha de los asuntos p¨²blicos. Ministro, parlamentario, juez o gerente de una repartici¨®n oficial, la persona que encarna esa funci¨®n es y no es ella mientras la ejercita, ni m¨¢s ni menos que el actor y la actriz que interpretan a Hamlet y Ofelia sobre un escenario. Esa responsabilidad no los abandona un instante, lo que significa que, si se toman libertades con esa conducta virtuosa que exige su papel, lo hacen por su cuenta y riesgo: si son. descubiertos, deben pagar las consecuencias, renunciar y marcharse, de modo que el cargo que ocupaban no se manche y permanezca, ante la opini¨®n p¨²blica, tan impoluto como siempre. Todo esto es puro teatro, en efecto -una vez renunciado o destituido el hombre o la mujer de Estado cogido en falta, sobre quien hab¨ªa llovido una suerte de condenaci¨®n b¨ªblica, es amnistiado, pues la misma opini¨®n p¨²blica que exigi¨® su cabeza se olvida de ¨¦l o de ella o pasa a observarlo con una divertida simpat¨ªa-, pero, no lo olvidemos, la civilizaci¨®n es eso exactamente: rito, ceremonia, forma, espect¨¢culo.
Si esta vigilancia implacable a quien ocupa un cargo oficial tiene la virtud de mantener en un alto sitial ¨¦tico la funci¨®n p¨²blica, tambi¨¦n resultan de ella consecuencias muy negativas. La m¨¢s grave: ahuyentar de la pol¨ªtica y la Administraci¨®n a personas de alto nivel profesional e intelectual para quienes es intolerable que su vida privada sea objeto de una persecuci¨®n ent¨®mol¨®gica por los gacetilleros ¨¢vidos de truculencia. Esto viene a cuento con lo que acaba de ocurrir a Ruper Pennant-Rea, quien fue, entre 1986 y 1993, director de The Economist, acaso la m¨¢s sena y documentada revista del mundo, y que hab¨ªa pasado a ser subgobernador del Banco de Inglaterra. Seg¨²n criterio un¨¢nime, su gesti¨®n en esta respetable instituci¨®n, garante de la solvencia monetaria de Gran Breta?a, fue inmejorable -din¨¢mica, llena de, ideas nuevas y proyectos reformistas- hasta que estall¨® el esc¨¢ndalo.
?ste tom¨® cuerpo hace unas semanas en la pizpireta humanidad de una irlandesa, la periodista Mary Ellen Syon, amante despechada, que, en las p¨¢ginas de uno de los peri¨®dicos especializados en, la mugre, acus¨® a Pennant-Rea de haberle prometido matrimonio -es decir, divorciarse de su mujer para casarse con ella- y luego despacharla, despu¨¦s de haber vivido una pasi¨®n incandescente que llev¨® a los impetuosos amantes, incluso, a perpetrar irreverencias financieras como amarse en el suelo del despacho del subgobernador del Banco de Inglaterra. Preferir las heladas e inc¨®modas losetas de un ente p¨²blico a las mullidas camas de que Albi¨®n est¨¢ repleta es un derecho que nadie discutir¨ªa a un ciudadano cualquiera; para el funcionario Pennant-Rea fue el final de su promisora carrera p¨²blica. Fiel a los usos establecidos, renunci¨® y la se?ora Pennant-Rea apareci¨® a su lado, digna y severa, oficiando tambi¨¦n lo que la costumbre exige en estos casos de la esposa-v¨ªctima: comprensi¨®n y solidaridad para con su arrepentido esposo. Fin de la historia.
?Fin de la historia? Tal vez no. Pues, en este caso, ha habido una tempestad de protestas contra los diarios escandalosos, a los que, desde ministros de Estado hasta editorialistas y figuras prestigiosas, acusan de haber roto todos los l¨ªmites de la decencia y de haber establecido una hist¨¦rica cacer¨ªa de brujas contra las personas p¨²blicas en su af¨¢n innoble de vender m¨¢s ejemplares, explotando las bajas pasiones de su p¨²blico. Este g¨¦nero de acusaciones a m¨ª no me convencen, por m¨¢s que esa prensa amarilla me repugne tanto como a sus m¨¢s furibundos objetores. Yo no la compro jam¨¢s, desde luego. Pero no tengo manera de evitarla. Ella se cruza en mi camino, diez veces al d¨ªa, en el metro y en los ¨®mnibus, en los quioscos de la calle, en las colas de los cines y hasta en las sosegadas salas de la London Library. ?Por qu¨¦ confundir, el efecto con la causa? Si se publica tanto papel con tanta chismograf¨ªa malevolente, si prolifera de ese modo la infidencia, la insinuaci¨®n p¨¦rfida, los trapitos al aire, la mierda impresa ?no es porque hay un p¨²blico que necesita, que paga y exige ese alimento?
El problema no est¨¢ en los peri¨®dicos excrementales, sino en esa vasta masa de lectores de los que aqu¨¦llos viven y que premia sus excesos compr¨¢ndolos. Es verdad que en ciertos casos los tabloides se superan en la indecencia, como ocurri¨® cuando el novelista Jeffrey Archer era vicepresidente del Partido Conservador y fue v¨ªctima de una emboscada, tendida por uno de esos peri¨®dicos, que contrat¨® a una prostituta para que lo acosara de acuerdo a instrucciones de los "periodistas", hasta que, espantado con la perspectiva de un esc¨¢ndalo, Archer puso la cabeza en el pat¨ªbulo que le hab¨ªan construido: ofreci¨® dinero a la mujer a fin de que se alejara de Inglaterra. Cuando la justicia desenred¨® la intriga, exoner¨® a Jeffrey Archer y censur¨® y mult¨® al peri¨®dico de marras, la noticia fue apenas un suelto insignificante: hab¨ªan pasado a?os desde el incidente, la carrera pol¨ªtica de Archer estaba enterrada para siempre y otros esc¨¢ndalos entreten¨ªan al gran p¨²blico.
?Cu¨¢l es la soluci¨®n? Para algunos, ella deber¨ªa consistir en leyes o reglamentos que defendieran la vida privada de los. abusos period¨ªsticos e impusieran sever¨ªsimas sanciones a los infractores. Pero ¨¦ste es uno de esos remedios que puede matar al enfermo. Lo cierto es que existen c¨®digos y disposiciones legales que protegen a los ciudadanos contra el "libelo" -la denigraci¨®n- s¨®lo que su aplicaci¨®n es -como demostr¨® lo ocurrido con Jeffrey Archer- lenta, tard¨ªa y, por lo dem¨¢s, muy onerosa, y eso desanima a muchas personas agraviadas por el periodismo amarillo de recurrir a la justicia. De otro lado, una "acci¨®n expeditiva" puede conducir, pura y simplemente, a la desaparici¨®n de la libertad de prensa, de esa fiscalizaci¨®n cr¨ªtica sin la cual todo poder autom¨¢ticamerite crece y comienza a perpetrar abusos.
?No hay soluci¨®n entonces? S¨ª la hay, pero ella no es legal ni pol¨ªtica, sino cultural, es decir, a muy largo plazo. Es la cultura la que anda. averiada y empobrecida cuando, en una sociedad de elevada instrucci¨®n, una enorme cantidad de personas busca ¨¢vidamente ese g¨¦nero de espect¨¢culos que le suministra la prensa amarilla hurgando obscenamente en la intimidad de las personas y se siente excitada y aplaude cuando ve desmoronarse en el descr¨¦dito a quienes ejercen cargos p¨²blicos. En cierto sentido, no han cambiado mucho las cosas desde que, seg¨²n cuenta Koestler en sus Reflexiones al pie del pat¨ªbulo, la gente se daba de bofetadas para estar en la primera fila cuando se ahorcaba a un dignatario y rug¨ªa de entusiasmo cuando lo ve¨ªa bailotear al cabo de una cuerda.
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