Nacionalismo y democracia
El nacionalismo debe conducir a la discordia civil en una naci¨®n en la que, por heterog¨¦nea y plural, una amplia franja de sus habitantes no es nacionalista. Tal ocurre en la sociedad vasca, y ello explica sus vanas fronteras interiores.1. La primera l¨ªnea que hoy separa a los vascos nos divide entre violentos y pac¨ªficos. Es la raya m¨¢s visible e inmediata, la que marca el umbral m¨ªnimo de nuestra convivencia. S¨®lo el mero hecho de tener que trazarla revela nuestro penoso descenso colectivo al grado cero de la pol¨ªtica. Estamos en el nivel en el que, sumidos casi todos en el miedo a unos pocos, lo puesto en juego es nada menos que la vida o la muerte. A un lado del corte quedan, pues, la brutalidad y la fuerza; al otro, la humanidad y la ley... Pero, siendo desde luego la primera, esa separaci¨®n no es la ¨²nica; por perentorio que sea borrarla para ingresar en el estado civil, esa tarea resulta todav¨ªa insuficiente.
2. Pues, ya en pol¨ªtica, la gran l¨ªnea divisoria entre los vas cos es la que distingue a los nacionalistas de los no nacionalistas. Si la primera es para los individuos con mucho la m¨¢s grave, en calidad de ciudadanos ¨¦sta se nos revela la principal. Mientras la anterior agrupaba a unos pocos frente a los m¨¢s, esta otra barrera distribuye a la poblaci¨®n en dos mitades casi iguales. Nada, tiene que ver, pues, con el pregonado contraste entre abertzales y espa?olistas, entre nacionalistas vas cos y nacionalistas espa?oles; y es que, de haberlos, los vascos espa?olistas no profesan por lo general un nacionalismo de car¨¢cter ¨¦tnico. ?sa es m¨¢s bien una construcci¨®n artificiosa, una insidia por la que el (etno)nacionalismo vasco procura crear su enemigo necesario. ?Habr¨¢ de suponerse, entonces, que el ajeno al ideario nacionalista carece del natural amor a su tierra? Ni mucho menos; simplemente se niega a hacer de ese sentimiento un criterio pol¨ªtico.
Se dir¨¢ que hay que discernir en el seno de los nacionalistas vascos entre los llamados radicales y los moderados, la sedicente izquierda de su correspondiente derecha. Claro est¨¢, pero conc¨¦dase enseguida que es su afinidad sustancial- como nacionalistas lo -que a ellos les une y a los dem¨¢s nos aleja de ellos. En punto a nacionalismo, se distinguen sin duda por sus medios (terror en diversos grados frente a voluntad de la mayor¨ªa) y tambi¨¦n por sus ¨²ltimos fines (una Euskadi socialista o una Euskadi a secas). Sus fines pr¨®ximos (autodeterminaci¨®n, independencia, construcci¨®n nacional), en cambio, les emparentan. Y, lo que resulta a¨²n m¨¢s revelador, se vuelven del todo indistintos en los apoyos argumentales con los que ambos pretenden avalar estos objetivos inmediatos: el mismo pensamiento primitivo y excluyente, la misma invocaci¨®n a los mitos fundadores, el mismo antiespa?olismo... Para verificarlo, basta repasar los cimientos en los que unos y otros sustentan la pol¨ªtica de normalizaci¨®n ling¨¹¨ªstica.
Pendientes de estos prop¨®sitos, el maximalismo o el posibilismo en su conquista les enfrenta, la, franca barbarie de los unos choca con la retorcida ambig¨¹edad de los otros... pero coinciden en el lenguaje en el que se expresan, en las emociones que desatan y en bastantes de las aspiraciones que proclaman. Por mucho que les irrite a los nacionalistas moderados, por tanto, ?c¨®mo extra?arse de que los no nacionalistas acaben achac¨¢ndoles en parte -injustamente, pero con alg¨²n fundamento- las responsabilidades contra¨ªdas por el nacionalismo violento? ?Acaso no se creer¨¢ autorizado este violento a actuar, si no en nombre de todos los vascos, s¨ª al menos en el de quienes postulan a corto plazo exigencias similares y desde parecidos presupuestos? Es verdad que los moderados reniegan abiertamente del recurso a la Fuerza; pero ?y si esos presupuestos fueran ya de tal naturaleza que apuntaran sin remedio hacia aquel recurso?
Lo cierto es que, al final o en ocasiones sonadas, el secreto parece desvelarse: partidos y sindicatos nacionalistas forman un frente com¨²n; moderados y radicales reconocen en el nacionalismo su fraternidad original. Las convicciones civiles ceden paso a las nacionales. El nacionalista moderado, en su inconsciente, podr¨ªa estar m¨¢s dispuesto a disculpar al violento de su crimen que a ese otro adversario pol¨ªtico que ahonda en la precariedad de sus convicciones. Al fin y al cabo, por mucho que lo repudie de coraz¨®n (tanto m¨¢s si se comete contra un nacionalista), aquel crimen vendr¨ªa a probar con su horror lo fundado o extendido de su causa. As¨ª que el nacionalista radical ha podido hacer m¨¢s pac¨ªfico en sus formas al moderado, pero tal vez tambi¨¦n le ha impelido a extremar su nacionalismo a fin de no quedarse atr¨¢s en la competencia con los suyos. Y ¨¦sta ser¨ªa, parad¨®jicamente, la victoria del vencido.
3. Evitemos, sin embargo, la tentaci¨®n de sospechar siquiera que este reparto entre nacionalistas y no nacionalistas se corresponda en el Pa¨ªs Vasco con una fractura entre nacionalistas y dem¨®cratas. Ser¨ªa una hip¨®tesis demasiado simplona, porque estar libre de nacionalismo no otorga sin m¨¢s una credencial para el ejercicio democr¨¢tico irreprochable, y sobre todo injuriosa, porque la inmensa mayor¨ªa de los nacionalistas se tienen por dem¨®cratas convencidos... Lo que pasa es que tampoco el rechazo de la violencia como instrumento pol¨ªtico nos convierte s¨®lo por ello en dem¨®cratas sin tacha. Hagamos, as¨ª a un lado la autoconciencia de las gentes, para seguir la l¨®gica objetiva de sus ideolog¨ªas; y, m¨¢s all¨¢ de reducir la democracia a mera regla de procedimiento, atendamos a su esp¨ªritu profundo. Desde aquella l¨®gica y este esp¨ªritu cabr¨ªa mantener entonces que el conflicto entre nacionalismo y democracia, antes que enfrentar a dos comunidades, es una pugna que se libra en el interior de cada nacionalista. Y, a tenor del peso respectivo concedido a ambos principios, mientras el nacionalista radical resulta un antidem¨®crata rabioso, el nacionalista moderado no pasa de ser un moderado dem¨®crata. Si este ¨²ltimo parece hablar un doble lenguaje, ?no ser¨¢ porque alberga asimismo un alma doble? Radicalismo y moderaci¨®n, ?qu¨¦ son, en definitiva, sino otros tantos modos de vivir esa conciencia e¨¢cindida?
Porque es cosa sabida que ese impulso nacionalista y el democr¨¢tico oponen entre s¨ª como una actitud religiosa y otra profana y secular. Al igual que el creyente, pues, el nacionalista es miembro a la vez de dos comunidades: la que forma s¨®lo con sus correligionarios y la que comparte con los dem¨¢s ciudadanos. La primera es simb¨®lica y abstracta, preexistente a sus miembros, forzosa; la segunda, al contrario, real, inmanente y libre. El nacionalista como tal pertenece a una comunidad hist¨®rica y tradicional, en tanto que como dem¨®crata s¨®lo hace suya la presente, sin que deba atarle ni siquiera la tradici¨®n que ¨¦l mismo origina. Por eso, mientras en una arguye derechos colectivos e hist¨®ricos, en la otra no reconoce m¨¢s derechos que los individuales. Aquella patria es natural, propia de sujetos menores de edad que se ponen bajo la voluntad de los patres o antepasados; s¨®lo la otra, a la que se accede en la mayor¨ªa de edad civil, es estrictamente pol¨ªtica. El elemento nacional es el pueblo, el democr¨¢tico es la sociedad. Euskal Herria podr¨¢ ser por siempre la patria de los nacionalistas vascos, pero en Espa?a la organizaci¨®n pol¨ªtica de los vascos es hoy la Comunidad Aut¨®noma Vasca.
Pues bien, el alma nacionalista del ciudadano -como la religiosa del creyente- debe lealtad ante todo a la comunidad sagrada, y a la profana s¨®lo en tanto en cuanto sirva o se subordine a aquella otra; exactamente lo contrario le pide su alma democr¨¢tica. Tal es el drama del nacionalista moderado. Es un desgarro del que est¨¢ libre el radical, que ya opt¨® en cuerpo y alma por su pueblo imaginario, y que tampoco sufre el resto de los ciudadanos, que s¨®lo viven en la sociedad real. Rechazado por los unos, tendr¨¢ que ser mirado con recelo por los otros. Y si ese nacionalista alcanza por v¨ªas democr¨¢ticas el Gobierno, ser¨¢ dif¨ªcil ue -en una sociedad de cultura tan plural y secular como la nuestra- lo ejerza democr¨¢ticamente como no se desprenda poco a poco de su nacionalismo.
As¨ª que, guste o disguste a sus adeptos menos exaltados, todo nacionalismo ¨¦tnico corre el riesgo de deslizar las mismas sospechas hacia el ideal democr¨¢tico que las vertidas por la doctrina pontificia de nuestros d¨ªas. Por descre¨ªda que sea la comunidad civil, en ella debe imperar la Verdad !agrada, sea religiosa o nacionalista. El democr¨¢tico no puede erigirse en principio fundante de la convivencia mientras el principio contrario -cristiano, nacional- se predique como anterior, superior y, por eso mismo, indiscutible. Una y otra fe demandan la soberan¨ªa, ya sea la de la Iglesia frente al Estado, ya sea la del pueblo frente a su sociedad entera. S¨®lo la democracia surge de la soberan¨ªa de la sociedad respecto de cualquier abstracci¨®n m¨ªstica y reclama la autonom¨ªa del individuo frente a todo ente supraindividual.
Dig¨¢moslo de una vez: tanto una doctrina como la otra son creencias y, como tales, opciones privadas, sustra¨ªdas por definici¨®n al debate p¨²blico que permitiera universalizarlas. Religi¨®n y nacionalismo, como tablas de salvaci¨®n individual o colectiva, y democracia, como principio de ordenaci¨®n civil, est¨¢n en distinto plano. La democracia carece de competencia alguna para juzgar del valor ¨²ltimo de aquellos credos. A cambio, s¨®lo ella puede impedir su imposici¨®n p¨²blica, porque s¨®lo ella, -desde la igual dignidad de todos- es capaz de frenar la propensi¨®n totalitaria de los credos a demandar privilegios sociales o a producir efectos civiles. Tolerante con las creencias mientras ¨¦stas contengan su natural intolerancia, la b¨²squeda del bien com¨²n no le permite al dem¨®crata renunciar a convertirlas alg¨²n d¨ªa a su ideal.
Nada m¨¢s absurdo, pues, que entablar la defensa -radical o moderada- de la religi¨®n nacionalista mediante la r¨¦plica de que tambi¨¦n la democr¨¢tica es una forma de fe; de que, como no hay sociedad que pueda prescindir de mitos, tan m¨ªtica es la conciencia nacionalista como su contraria. Pues no es un sentimiento particular el que consagra la supremac¨ªa de la democracia, sino la raz¨®n com¨²n; ni es un mito m¨¢s el democr¨¢tico, sino el principio que arrumba todos los mitos para hacer posible la convivencia civil. La democracia es el ideal racional de toda organizaci¨®n pol¨ªtica, el marco necesario de la verdad p¨²blica y la verdad p¨²blica misma frente a la cual las dem¨¢s ideolog¨ªas aparecen como opiniones. De modo que se puede ser creyente o ateo, as¨ª como nacionalista de aqu¨ª o de all¨¢, internacionalista o ap¨¢trida; pero, en pol¨ªtica, una por una se debe ser dem¨®crata.
4. Somos muchos los que aspiramos a que los vascos del futuro se clasifiquen en socialistas, liberales o, bajo otros r¨®tulos pol¨ªticos sustantivos; ser¨¢ lo de menos que algunos de ellos se adjetiven, adem¨¢s, como nacionalistas. Al paso que vamos, lo que no sabemos es cu¨¢ntas generaciones habr¨¢n de pasar todav¨ªa hasta lograrlo.
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