?Naci¨®n de naciones o de ciudadanos?
Desde estas mismas p¨¢ginas (Naci¨®n de naciones, EL PA?S, 1 de mayo de 1995) hac¨ªa Javier Tusell algunas sugerentes reflexiones acerca de la articulaci¨®n interna de Espa?a como naci¨®n (o, si se prefiere, como Estado a la vez nacional y plurinacional). Conviene, dec¨ªa, que todos admitamos de una vez "nuestra condici¨®n colectiva de naci¨®n de naciones ". En tal car¨¢cter residir¨ªa una de nuestras m¨¢s singulares mar cas diferenciales con respecto a otras realidades nacionales vecinas. Apoy¨¢ndose sobre una serie de argumentos hist¨®ricos, conclu¨ªa Tusell que las fuerzas pol¨ªticas de ¨¢mbito nacional debieran renunciar a toda veleidad de afirmaci¨®n parcial y exclusivista de lo espa?ol sobre la base de la negaci¨®n de lo catal¨¢n o de lo vasco. Las acotaciones que siguen giran en tomo a una cuesti¨®n que vuelve a ocupar un lugar de privilegio en el debate pol¨ªtico. Es evidente, por de pronto, que la diversidad idiom¨¢tica y la heterogeneidad territorial de Espa?a constituyen dos datos fundamentales de los cuales es obligado partir (lo que en absoluto quiere decir que tales hechos culturales predeterminen este o aquel tratamiento pol¨ªtico). Coincido asimismo en la percepci¨®n de que en los ¨²ltimos tiempos la ultraderecha period¨ªstica parece haberse embarcado en una perturbadora campa?a de espa?olismo excluyente y sectario. Sin embargo, a mi modo de ver, ser¨ªa un error que del planteamiento de Tusell alguien pudiera deducir que los dem¨®cratas no nacionalistas debieran mostrar una especial deferencia en lo ideol¨®gico hacia los nacionalismos perif¨¦ricos. Estimo, por el contrario, que la reprobaci¨®n de las desmesuras y las actitudes zafias de estos sectores constituye una necesidad no menos apremiante que la censura al espa?olismo rampante e incivil. Cuando en aras de una torpe pol¨ªtica de apaciguamiento se dejan pasar sin una respuesta adecuada las baladronadas de Arzalluz (que a menudo dejan entrever inquietantes tendencias antidemocr¨¢ticas de fondo), ese desistimiento, adem¨¢s de envilecer la democracia, aumenta la sensaci¨®n de inmunidad de un PNV que, en lugar de responder a las cr¨ªticas que recibe, se hurta sistem¨¢ticamente al debate con el pretexto de una supuesta "cruzada antinacionalista".El propio Tusell advierte, y no le falta raz¨®n, que "el ensimismamiento en el pasado propio (...) o la perduraci¨®n de la idea rom¨¢ntica de naci¨®n pueden convertirse en graves obst¨¢culos para el entendimiento". Ahora bien, o mucho me equivoco o ese ensimismamiento -que no s¨®lo se refleja en la ret¨®rica de los discursos, sino en la pol¨ªtica cultural, ling¨¹¨ªstica o universitaria- est¨¢ hoy d¨ªa bastante m¨¢s presente en la vida cotidiana de Catalu?a o de Euskadi que en el conjunto de Espa?a. Por desgracia, la satanizaci¨®n del otro-pr¨®ximo como enemigo no es un recurso privativo de la prensa cavernaria madrile?a: basta bucear un poco en las hemerotecas para encontrar a manos llenas el furibundo antiespa?olismo de quienes irresponsablemente, desde la otra caverna aldeana, se dedican a enardecer peri¨®dicamente a la parroquia.
Cuando se cita un texto de Palafox y Mendoza en apoyo del entendimiento de la monarqu¨ªa espa?ola como naci¨®n de naciones conviene tener presente el trasfondo doctrinal de un alegato que publicado por primera vez en 1665- responde a una mentalidad teol¨®gico-naturalista, respetuosa con el privilegio y radicalmente incompatible con cualquier concepci¨®n pol¨ªtica moderna. No me parece que recuperar la visi¨®n barroca y rom¨¢ntica de una Espa?a concebida como un agregado de naciones naturalmente diversas y asim¨¦tricas que deben ser gobernadas de modo diferenciado ayude mucho a la hora de afrontar los problemas pol¨ªticos de este final de siglo y de milenio. En todo caso, ¨¦sa ser¨ªa la tradici¨®n intelectual de nuestros m¨¢s arcaicos etnonacionalismos, que abanderan una l¨®gica tribal claramente disonante con la l¨®gica democr¨¢tica (y para este punto remito al lector al reciente art¨ªculo de A. Arteta Nacionalismo y democracia, EL PA?S, 16 de mayo de 1995). Atribuir, pues, a una serie de entidades comunitarias menores -las llamadas nacionalidades hist¨®ricas- el car¨¢cter de elementos cardinales de la naci¨®n pol¨ªtica espa?ola en detrimento de sus componentes esenciales, los ciudadanos, supondr¨ªa destituir a ¨¦stos del protagonismo que en una sociedad democr¨¢tica, les corresponde por derecho propio. La concordia ciudadana precisa menos del encaje de unas naciones en otras -hoy sabemos que ese inocente juego de cajas chibas puede en determinadas circunstancias transformarse en una pesadilla de identidades / alteridades colectivas enfrentadas- que de un sistema escolar id¨®neo y de un marco jur¨ªdico-pol¨ªtico que garantice con claridad y eficacia a cada individuo un elenco suficiente de derechos y deberes compartidos (incluyendo los culturales).
Por mi parte prefiero acogerme a la tradici¨®n ilustrada de esos primeros liberales que, a la par que denunciaban el "provincialismo" de casticistas y serviles, plantearon por primera vez el concepto de naci¨®n como una asociaci¨®n de individuos libres e iguales en derechos. En C¨¢diz pareci¨® por un momento que, entre no pocas vacilaciones, la sociedad espa?ola comenzaba a sacudirse esa imagen rancia y corporativa de naci¨®n de naciones para edificar una moderna naci¨®n tout court. Es bien sabido que tal objetivo s¨®lo se cumpli¨® a medias, y en ese relativo fracaso sin duda tiene mucho que ver la debilidad de nuestra burgues¨ªa, la incuria de nuestra escuela p¨²blica y la pervivencia de una cultura pol¨ªtica que hunde sus ra¨ªces en la Contrarreforma (y de la que es buena muestra el texto del obispo Palafox citado por Tusell). Probablemente a estas alturas tiene poco sentido pretender una enmienda a la totalidad de ese largo recorrido hist¨®rico. Pero de ah¨ª a sacralizar retrospectivamente una historia, no precisamente ejemplar desde el punto de vista de la convergencia simb¨®lica de los ciudadanos, hay un largo trecho. No me parece, en cualquier caso, que cantar las excelencias de la monarqu¨ªa de agregaci¨®n o entonar todos los d¨ªas el elogio de los hechos diferenciales, dando retrospectivamente la raz¨®n a Palafox frente a Olivares o a Herder frente a Siey¨¨s, contribuya gran cosa a la superaci¨®n de las deficiencias de nuestra convivencia civil.
Lo que necesitamos, en suma, no es volver a esa "monarqu¨ªa federativa de las Espa?as" de raigambre austracista que algunos parecen a?orar, sino consolidar un aut¨¦ntico patriotismo constitucional -aplicable tanto a Espa?a como a Europa- que, desde la lealtad a las instituciones democr¨¢ticas, cierre la puerta a todo exclusivismo de campanario (ll¨¢mese espa?olismo, catalanismo o vasquismo). Naturalmente, la prudencia pol¨ªtica y el simple sentido com¨²n aconsejan tener siempre muy en cuenta la realidad insoslayable de los nacionalismos perif¨¦ricos; otra cosa es dejar de combatirlos ideol¨®gicamente. La modernizaci¨®n global de la sociedad espa?ola depender¨¢ en buena medida de nuestra capacidad para ir sustituyendo una cultura marcadamente particularista, populista y escasamente tolerante, por otra m¨¢s abierta a la responsabilidad individual y m¨¢s atenta a los intereses colectivos, capaz de combinar el protagonismo de una sociedad civil articulada con la existencia de un Estado firme y prestigiado. Claro que esa integraci¨®n de la ciudadan¨ªa en torno a un conjunto de valores postradicionales, sin renunciar a la pluralidad, ha de hacerse liquidando las hipotecas del pasado. La genuflexi¨®n ante algunos aspectos de la tradici¨®n pol¨ªtica hisp¨¢nica erigidos en modelo de futuro dificultar¨ªa cualquier expectativa de verdadera renovaci¨®n. Y en Espa?a hay mucho que renovar para ir creando una cultura c¨ªvica m¨¢s moderna" laica y respirable. Una nueva cultura pol¨ªtica basada en el com¨²n derecho de ciudad que permita ir erradicando conflictos entre identidades colectivas, discordancias interterritoriales y agravios comparativos.
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