Chinches, mosquitos y otros
Cuando Madrid era un poblach¨®n mesetario, polvoriento, alegre y confiado, ten¨ªan carta de naturaleza varias especies de insectos, que viv¨ªan a costa de la sangre de los contribuyentes, y no me refiero a quienes ustedes piensan. Eran una gabela inc¨®moda -todas lo son- que se intentaba combatir por medios violentos singulares y de escasa eficacia. Los m¨¢s ancianos de la localidad recordamos la maldici¨®n de las chinches, hoy pr¨¢cticamente extinguidas. Es un despreciable hem¨ªptero, maloliente, de cuerpo el¨ªptico -casi de dise?o- que nos chupaba el jugo de las venas, taladrando la piel en la que dejaban ronchas irritantes. Como muchos de estos indeseables individuos, act¨²a con nocturnidad. Quiz¨¢s el luego denostado DDT acabara con ellas, y a punto estuvo de hacerlo con la humanidad.Un recuerdo infantil me transporta a cierto agobiante verano en el que, por causas familiares ya olvidadas, permanec¨ª en nuestra ciudad. La lucha entre el hombre y la chinche era total, sin alivio ni merced, con clara ventaja a favor de ellas. Suponiendo que acced¨ªan a las camas para sorprendernos, impunes, en el sue?o, se retiraba el mueble de la pared y, bajo cada una de las patas, se colocaba un plato de aluminio, lleno de agua. Nuestros ingenuos antecesores cre¨ªan que con tan anticuado procedimiento -similar al del foso y el puente levadizo- alzaban un espacio protector. Esperanza vana, porque las maldecidas descubrieron ¨¦l paracaidismo y el radar casi simult¨¢neamente. Al no disponer de pontoneros para salvar la superficie l¨ªquida, caminaban por paredes y techo y se dejaban caer, precisamente, encima del lecho y la v¨ªctima yacente. T¨¦cnica empleada en las playas de Normand¨ªa, el D¨ªa D.
Hoy parecen extinguidas. Les han sobrevivido, como parientes dom¨¦sticos, las cucarachas, ort¨¢pteros de una rama o variedad en evoluci¨®n, pues no son -al menos referidos a Madrid- aquellos repulsivos caparazones negros, tambi¨¦n noct¨ªvagos- Las modernas son rubias, igualmente voraces, y su llegada al hogar constituye, por ahora, un misterio. La opini¨®n general -anta?o- era que utilizaban, como medio de transporte en la invasi¨®n, el carb¨®n de las cocinas y la calefacci¨®n, hoy sustituidos por el gas o la electricidad. Seguimos encontrando sus deslizantes siluetas en las m¨¢s altas horas. Vivo en un piso alto, del que me ausento a menudo, lo que significa escasez de vituallas -o nutrientes, como dicen, con singular cursiler¨ªa, algunos divulgadores diet¨¦ticos- con que alimentarse. Al regreso, vuelvo a encontrarlas -quiz¨¢ m¨¢s delgadas, aunque es mera impresi¨®n personal- dispuestas a compartir el alojamiento y la asc¨¦tica despensa.
Llegan, como los turistas n¨®rdicos, otros allegados m¨¢s peligrosos: los mosquitos, d¨ªpteros insidiosos, cuya trompa armada de un operativo aguij¨®n, agrede cualquier parte de nuestra anatom¨ªa al descubierto. Habr¨ªa que decir "mosquitas", en femenino, no en diminutivo, pues s¨®lo la hembra ataca, desazona y jeringa, dicho, con la mayor propiedad. La inflamaci¨®n es inmediata y el picor, duradero.
Si alguna justificaci¨®n tiene, el chovinismo y la patrioter¨ªa es en los agravios comparativos, pues, entre nuestros perniciosos y lastimadores mosquitos estivales y los insectos de las zonas subtropicales del mundo, hay diferencias: ¨¦stos son mucho peores. En Caracas, por ejemplo, yo no podr¨ªa vivir sin contar con el inc¨®modo y protocolario traje del cosmonauta, ¨²nica defensa contra el delet¨¦reo y maligno zancudo, animal de evidente y enconada xenofobia, pues parece ensa?arse con singular ferocidad contra el sistema venoso perif¨¦rico del forastero. Deplorable conclusi¨®n que extraje, tras una larga estancia, de la que regres¨¦ cubierto de ampollas y escoceduras. No todos los humanos sufrimos el ataque de estos par¨¢sitos, cuya utilidad y beneficio s¨®lo alcanzan a los p¨¢jaros, que tienen el buen sentido de com¨¦rselos. Dado que ni est¨¢ permitido ni bien visto degustar los riqu¨ªsimos pajaritos fritos, ignoro por d¨®nde se cierra el ciclo armonioso que, seg¨²n dicen, gobierna el universo. Los abor¨ªgenes o aut¨®ctonos parecen libres de esas acometidas, de lo que se deduce el desd¨¦n y desinter¨¦s con que los no afectados contemplan el padecimientode los extra?os. ?Con qu¨¦ entereza y flema escuchan las lamentaciones que no les ata?en!
La tira pringosa atrapamoscas que pend¨ªa de techos y l¨¢mparas era, evidentemente, antiest¨¦tica y alternaba con el ma?oso palmetazo o el improvisado golpe con el peri¨®dico enrollado. Hoy existen en el mercado artilugios, que, seg¨²n la propaganda, emiten imperceptibles ultrasonidos y vibraciones muy desagradables para eL mosquito -de lo que nos felicitamos- cuya eficacia puede ser art¨ªculo de fe. Tambi¨¦n hay unas a modo de l¨¢mparas de minero de azulado resplandor que los atrae y en las vengadoras resistencias perecen electrocutados. Propuse la adquisici¨®n de uno de estos ingenios exterminadores y la oposici¨®n encontrada me dej¨® estupefacto: "?Qu¨¦ horror! De ninguna manera. Causar¨ªa traumas en la sensibilidad de los ni?os". Por lo visto, soportaban perfectamente los da?os en la sensibilidad de mi desdichada epidermis.
La estimada amiga, y sus reto?os, eran invulnerables a la trompa perforante y su veneno, gracias a lo cual se permit¨ªan el lujo de una escandalizada compasi¨®n hacia estos intocables seres vivos. No voy a privarme de una relaci¨®n extremadamente grata, pero nuestro trato queda, desde entonces, confinado a la temporada invernal, cuando la plaga regresa a sus cuarteles.
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