Bellezas del diablo
El arte est¨¢ lleno de malditos, pero muchos tienen remedio. A condici¨®n de que sean pacientes, ellos o, m¨¢s desgraciadamente, sus familiares, a menudo agraciados con la herencia de un artista muerto de hambre. La historia es cruel pero es larga, y al final de los tiempos, de cada tiempo hist¨®rico, siempre llega, como un regalo estropeado, la justicia po¨¦tica. Lo deseable es vivir para gozarla, pero eso los avanzados medios de difusi¨®n lo hacen cada d¨ªa m¨¢s posible.Cada generaci¨®n arrastra sus malditos en el coraz¨®n m¨¢s lastimado de su cuerpo art¨ªstico, y naturalmente el maldito de ayer es hoy el santo de los altares. Cuando Paul Verlaine escribi¨® en 1884 su ensayo Les po¨¦tes maudits hizo esfuerzos de persuasi¨®n literaria que hoy nos suenan alambicados. Rimbaud, Villiers de L'Isle-Adam, Mallarm¨¦: ?qu¨¦ colegio de Francia no los ense?a desde el primer curso? O, parafraseando a Cernuda, nuestro voluntarioso maldito de posguerra (a prop¨®sito precisamente de Rimbaud y Verlaine): "Poetas j¨®venes, por todos los pa¨ªses, hablan mucho de ellos en sus provincias".
Pero tambi¨¦n en el malditismo se dan gradaciones, y as¨ª como los nombres citados y alg¨²n otro son hoy sagrados, hay, m¨¢s de 100 a?os despu¨¦s, dos poetas del libro de Verlaine que siguen siendo malditos -o al menos subterr¨¢neos: Desbordes-Valmore y el ya fat¨ªdicamente llamado Pobre Lelian. Toda generaci¨®n dispone de malditos presentables y malditos irredim¨ªbles, as¨ª como hay un arte que conecta de inmediato con el gran p¨²blico a fuerza de ser afirmativo de las certezas y expectativas comunes y otro sesgado, oscuro, desestabilizador (y por eso m¨¢s impopular) que desconcierta o atemoriza.
Si yo hablase de mi generaci¨®n tres nombres me vendr¨ªan a la cabeza de golpe, pero es casi seguro que s¨®lo uno de ellos les diga algo a ustedes, lectores cultos del peri¨®dico: Leopoldo Mar¨ªa Panero. Dos pel¨ªculas notorias, y excelentes ambas, han puesto en el mapa de las desdichas la voz quejumbrosa de este hombre de mi edad que en otro tiempo m¨¢s dulce trat¨¦ a diario y quise. Pero el malditismo de Panero es, por as¨ª decirlo, curable. Desolada y dif¨ªcil como parece ser su vida en los sanatorios psiqui¨¢tricos del pa¨ªs, Leopoldo Mar¨ªa pide poco de ella (algo de dinero, la libertad de irse) y obtiene mucho del absoluto que eligi¨® como fin hace 24 a?os: escribe sin cesar, es le¨ªdo y admirado -yo le tengo por el mayor poeta viviente de los Nov¨ªsimos, y crea adicci¨®n en mucha gente; cuando yo era profesor en la universidad del Pa¨ªs Vasco mis mejores alumnos le reverenciaban, sac¨¢ndole a menudo del manicomio para invitarle a cerveza y o¨ªrle hablar como quien escucha un saber venido del otro lado.
Pero hab¨ªa otros poetas absolutos, absolutos en la imaginaci¨®n, a los que la maldici¨®n suprema, una muerte temprana, impidi¨® alcanzar el absoluto, de la expresi¨®n. Me refiero al cineasta y novelista Antonio Maenza y al poeta Eduardo Herv¨¢s, quienes hasta hace poco ni siquiera contaron con la atenci¨®n que dio posteridad a otro querido maudit prematuramente muerto, Eduardo Haro Ibars. A Maenza se le empieza a rescatar en su tierra aragonesa, y no creo equivocarme afirmando que en el momento en que sus tres recuperadas pel¨ªculas de finales de los a?os sesenta se den a conocer (al lado de sus magn¨ªficos y torrenciales textos narrativos), se producir¨¢ una sorprendida reevaluaci¨®n de nuestra vanguardia.
Por medio de Maenza conoc¨ª yo a su ¨ªntimo amigo Herv¨¢s, a quien llam¨¢bamos "la Bola", muerto como Maenza pero mucho antes, a los 22 a?os, en lo que parecen accidentes suicidas. Releyendo estos d¨ªas el volumen de su obra po¨¦tica que el a?o pasado se public¨® institucionalmente en Valencia le re cordaba yo con el deseo de record¨¢rselo a otros, pues hay en esos versos una genuina belleza del diablo que brilla, como de c¨ªa,Verlaine de Rimbaud, sin necesidad del in¨²til aseo. Me parece que la verdad negativa del maldito sin queja la expresa mejor que nadie Herv¨¢s en un texto recopilado en el libro: "lo que yo deseaba ser para otros exclu¨ªa el serlo para m¨ª y era natural que el uso que yo quer¨ªa que se hiciera de m¨ª -y sin el cual mi presencia en medio de los otros equival¨ªa a una ausencia- exige que yo muera". En las largas ausencias los mortales olvidan al invisible, pero hay por fortuna un progreso in temo del arte que sin esas presencias absolutas tardar¨ªa mucho m¨¢s o no llegar¨ªa nunca.
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