Hipocres¨ªa y democracia
El art¨ªculo 18 de la Constituci¨®n garantiza el secreto de las comunicaciones salvo resoluci¨®n judicial. No se trata de un principio susceptible de ser interpretado de distintas formas, sino de una regla inequ¨ªvoca; por ello, con independencia de que la interceptaci¨®n de comunicaciones producidas "en el espacio radioel¨¦ctrico" fuera o no delito antes de 1994, que a mi juicio lo era, de lo que no cabe dudar es de que al hacerla se viola frontalmente la Constituci¨®n. Tampoco es dudoso que, fueran quienes fueren los que decidieron o perpetraron la interceptaci¨®n, la responsabilidad pol¨ªtica de esa violaci¨®n recae directamente sobre los titulares de los departamentos ministeriales que tienen el control directo de los servicios que la han efectuado y sobre el Gobierno del que forman parte. Todo esto es tan palmario que no valdr¨ªa la pena perder tiempo en repetirlo si no fuera necesario hacerlo para que no quedase oculto por el estr¨¦pito del debate sobre nuestro esc¨¢ndalo m¨¢s reciente, al que no podr¨ªamos llamar ¨²ltimo sin temeridad.El estr¨¦pito encubridor tiene diversos or¨ªgenes. El Gobierno y su partido est¨¢n sin duda interesados en introducir en ¨¦l, como tema central, el de la delictiva conducta de quienes filtraron la informaci¨®n y las siniestras intenciones de la prensa que la difundi¨®, como si la una o las otras, por reales que sean, pudieran disculpar su propia falta. La estratagema es burda y no hay que detenerse en ella.
Esa estratagema no es sin embargo la ¨²nica causa de una posible desviaci¨®n del debate hacia cuestiones secundarias. Los acusadores, empe?ados en demostrar que lo que ya parece malo es a¨²n peor, no cesan de subrayar la alta dignidad o la inocuidad de las personas escuchadas y los torpes motivos por los que se las escuch¨®. Una discusi¨®n en la que los acusados entran gustosos, pues su supuesto impl¨ªcito y su conclusi¨®n inevitable son los de que no es irremisiblemente malo lo -que adem¨¢s no es peor. Que la violaci¨®n de la Constituci¨®n es dispensable cuando la infracci¨®n se comete por razones plausibles, o debe ser m¨¢s f¨¢cilmente perdonada cuando quien o quienes la hicieron actuaron por altos m¨®viles patri¨®ticos.
Las cosas no son as¨ª. Casi me atrever¨ªa a decir que son m¨¢s bien al contrario. Utilizar esa arma terrible que al parecer tiene el Cesid en sus manos, gracias al dinero del contribuyente, para servir a los intereses del partido en el poder o doblegar la libertad de acci¨®n de los medios de comunicaci¨®n est¨¢ rematadamente mal. No peor, sin embargo, que emplearla para obtener la informaci¨®n sin la que el Gobierno ser¨ªa incapaz de anular las conspiraciones en torno a la persona inviolable del Rey o de prevenir a tiempo los males que, por ejemplo, los grandes poderes econ¨®micos nacionales o transnacionales podr¨ªan causar al pa¨ªs antes de derramar sobre ¨¦l el cuerno de la abundancia que los mercados traen siempre consigo.
En estas escuchas por motivos nobles y patri¨®ticos, en efecto, el Gobierno, sobre ser reo de una violaci¨®n de la Constituci¨®n, ser¨ªa adem¨¢s culpable de una grave hipocres¨ªa, de una deliberada ocultaci¨®n en beneficio propio. Si el Gobierno o su presidente piensan, como es posible pensar, que en las sociedades de nuestro tiempo el Estado debe ofrecer al Gobierno medios de informaci¨®n equivalentes a los que, al parecer, la sociedad civil ofrece a los grandes grupos financieros o industriales, porque las leyes y los jueces no bastan para atajar sus desmanes, debe decirlo as¨ª y actuar en consecuencia. Por ejemplo, presentando a las Cortes proyectos de ley que hagan posible lo que se cree indispensable, en lugar de alentarlas a establecer normas m¨¢s duras que en secreto se espera eludir.
Con ser grave todo lo que nos pasa, tengo la sospecha de que esta hipocres¨ªa es el mayor mal porque no es epis¨®dica, sino permanente; para decirlo en los t¨¦rminos habituales de la pedanter¨ªa contempor¨¢nea: no coyuntural, sino estructural. El da?o m¨¢s grave para nuestra democracia.
Como sabemos desde los griegos, esta forma de gobierno, la mejor de las posibles, est¨¢ siempre amenazada de corromperse, transform¨¢ndose en la peor, en la que los griegos llamaban demagogia. El esfuerzo para evitar esa corrupci¨®n ha de ser permanente y es extremadamente dif¨ªcil. El gobernante dem¨®crata ha de dirigir la pol¨ªtica del Estado de acuerdo con la voluntad de los, gobernados, pero .sin renunciar a los principios ¨¦ticos que defendi¨® al solicitar el voto. Ni sobre todo puede salvarlos de manera hip¨®crita, ocultando las transgresiones que la pr¨¢ctica impone.
Hay muchas maneras de comprar votos. Desde siempre se han ganado con promesas ilusorias y sobre todo con dinero. Mediante su entrega directa a los votantes, o como ahora es m¨¢s com¨²n, proporcion¨¢ndoles bienes y servicios con el dinero de las generaciones futuras, disparando la deuda p¨²blica. Hay sin embargo otras formas peores m¨¢s insidiosas. Entre ellas, la de ofrecerse como palad¨ªn de una concepci¨®n maximalista de los valores, reprochando su falta de respeto por ellos a quien, m¨¢s, sinceramente, expone ante el electorado la imposibilidad de conciliar siempre esa concepci¨®n con la eficacia en el ejercicio del poder.
En estas pr¨¢cticas reside el mayor peligro para nuestra democracia. Quiz¨¢s no s¨®lo para la nuestra, pues el distanciamiento entre electores y elegidos, entre ciudadano y clase pol¨ªtica no es un fen¨®meno exclusivamente espa?ol. Ahora, cuando por vez primera desde hace tres cuartos de siglo la democracia occidental parece no tener enemigos exteriores, se incrementa el peligro que viene de los interiores. De quienes, como dice Zagrebelsky en un bello libro reciente, conservan la forma, pero la vac¨ªan de contenido; de los gobernantes sinceramente dem¨®cratas que instrumentalizan la democracia para ponerla al servicio de otros intereses, o lo que tal vez sea peor, de su simple apetito de poder.
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