Una historia de Bobby de Niro
Lo que m¨¢s admiro de un actor no es que sea capaz de encamar a otras personas que no se le parecen, sino que a lo largo de todas sus transfiguraciones contin¨²e siendo ¨¦l mismo, induci¨¦ndose simult¨¢neamente a desconocerlo y a reconocerlo, a intuir que en la verdad del personaje hay una parte de la verdad personal de quien lo interpreta. En la m¨²sica, esta evidencia parece a¨²n m¨¢s clara que en el teatro o en el cine: Mstislav Rostrop¨®vich, siendo un int¨¦rprete escrupuloso y t¨¦cnicamente insuperable de las suites para violonchelo de Bach, sabe convertir cada una de ellas en una confesi¨®n o un arrebato personal; cuando Ella Fitzgerald canta una canci¨®n de Cole Porter o de George Gerswhin, la alegr¨ªa inmediata y en¨¦rgica y el fondo de tristeza que transmite est¨¢n a la vez en la m¨²sica, en la letras, en el metal de su voz y en su experiencia de la vida.
Los actores esc¨¦pticos y de una cierta edad tienden a re¨ªrse de la escuela de la interpretaci¨®n excesiva, de la conocida superstici¨®n seg¨²n la cual un actor ha de poner toda la fuerza abrasada de su alma en los gestos m¨¢s triviales y enfrentarse a un papel como a una inmersi¨®n psicoanal¨ªtica, buceando en el texto significados ocultos que a ¨¦l le toca revelar. Encendiendo un cigarrillo, subi¨¦ndose la cremallera de una cazadora o diciendo buenos d¨ªas James Dean informaba al mundo de las mareadas interiores que lo atormentaban, y seguramente estaba tan convencido de que ¨¦l mismo era mas importante que cualquier personaje que a lo largo de su vida s¨®lo accedi¨® a hacer de James Dean, del mismo modo que Marlon Brando se ha pasado la mayor parte de la suya haciendo cada vez m¨¢s tediosamente de Marlon Brando. Son como esos desatados pianistas rom¨¢nticos a los que detestaba Glenn Gould, tan ocupados en desplegar su virtuosismo que no nos dejan escuchar la m¨²sica que tocan.
Uno de los papeles que a m¨ª m¨¢s me han gustado de Brando, por cierto, lo hizo Robert de Niro: el Vito Corleone joven de la segunda parte de El padrino. Robert de Niro tiene muchos adictos, sobre todo en Europa, pero no es probable que obtenga alguna vez las reverencias mit¨®manas que se prodigan a James Dean o a Brando. De Niro ha interpretado con frecuencia a personajes bizarros, pero en ¨¦l hay siempre una sugerencia de personal usual, de tal modo que a los pocos minutos de empezada una pel¨ªcula ya lo miramos con una familiaridad que expresamente nos vedan con sus manierismos los actores de la escuela de Brando y de Dean. A Robert de Niro no lo imaginamos ennoblecido o arrastrado por un destino de malditismo rom¨¢ntico, ni abotargado en la misantrop¨ªa y la megaloman¨ªa de un s¨¢trapa. Sabemos de ¨¦l que vive m¨¢s o menos en la mismas calles de Nueva York en las que creci¨®, y que sus amigos de ahora siguen siendo los amigos antiguos del barrio. En un documental que vi hace poco sobre Martin Scorsese, su madre, una se?ora gorda con vestidos estampados de verano que pod¨ªa ser una vecina de Madrid, hablaba de Robert de Niro llam¨¢ndole Bobby, con ese afecto que reservan las madres para los amigos de infancia de sus hijos.
Algunas de las pel¨ªculas que a m¨ª, me gustan m¨¢s de los ¨²ltimos 20 a?os las ha dirigido Martin Scorsese: a pocos actores les debo un mayor n¨²mero de interpretaciones memorables que a Robert de Niro. Scorsese ha derivado ¨²ltimamente hacia excesos de decoraci¨®n, de amaneramiento y de golpes de efecto de los que estoy seguro que volver¨¢ indemne cualquier d¨ªa con cualquier pel¨ªcula plenamente suya. En cuanto a de Niro, despu¨¦s de aquella maravilla menor que fue La chica del g¨¢nster, ahora nos llega con mucho retraso la primera pel¨ªcula que ha dirigido, Una historia del Bronx, que en su pa¨ªs no tuvo ning¨²n ¨¦xito, pero que a m¨ª me ha permitido disfrutar de alguna manera de las emociones b¨¢sicas del cine, y m¨¢s exactamente de lo que los aficionados sol¨ªamos llamar con reverencia el cine americano, que aunque no lo parezca es un arte muy poco cultivado estos tiempos en Estados Unidos.
En Una historia del Bronx, que fue primero escrita e interpretada a solas en el teatro por el magn¨ªfico Chazz Palminteri, Robert de Niro no hace de g¨¢nster, sino de padre de un ni?o que magnifica con sus ojos infantiles a los g¨¢nsteres del barrio, de conductor de autob¨²s que ve crecer con ternura y alarma a su ¨²nico hijo y va comprendiendo que su destino de padre es dejar de ser un h¨¦roe para el chico y convertirse poco a poco en una sombra quejumbrosa y opresiva, en un modelo no de lo que hay que ser, sino de aquello de lo que es preciso huir a toda costa. En el cine y en la literatura de estas ultimas d¨¦cadas, contaminados irreparablemente de psicoan¨¢lisis, las figuras paternas no han gozado de mucho prestigio, porque hab¨ªa que matar al padre o rebelarse contra el padre y porque una parte considerable del comercio se alimentaba, y se alimenta cada vez m¨¢s, del halago a la adolescencia. Una historia del Bronx tiene, entre otras virtudes, la de ser una de las pocas pel¨ªculas en las que est¨¢ contada la emoci¨®n y la incertidumbre de la paternidad y ese misterio del ni?o que crece queriendo ser como su padre y luego siente que se aleja de ¨¦l para buscar a otro padre imaginario, a otros maestros que le impartan esas lecciones de la vida que el h¨¦roe de la infancia ya no puede ense?arle.
Robert de Niro ha hecho persuasivamente de psic¨®pata, de, pistolero sanguinario y sentimental, de fot¨®grafo acobardado y comod¨®n de la polic¨ªa, de inmigrante italiano reci¨¦n llegado a Am¨¦rica, de boxeador joven y atl¨¦tico y viejo y gordo y alcoholizado, de taxista neur¨®tico, de contrabandista de licores, de fumador de opio, de arist¨®crata adicto a los remordimientos de clase y a la coca¨ªna. Pero por debajo de esa apariencia de transformismo inagotable discurre una identidad ¨²nica, un sigilo y un oficio solvente que acaba siendo la simple verdad de una presencia humana, tan inmediata como la voz joven de Ella Fizgerald cantando a Gerswhin, como la resonancia salobre de la madera. en el violonchelo de Rostrop¨®vich. En el padre joven y proletario de Una historia del Bronx, en el modo en que conduce un autob¨²s o habla con su hijo o lo vigila o se asusta de verlo de pronto convertido en un adolescente, Robert de Niro alcanza esa naturalidad que s¨®lo es posible cuando uno, en el fondo, y en un punto de equilibrio entre la confesi¨®n y el pudor, se est¨¢ mostrando a s¨ª mismo. Quiz¨¢s por eso ¨¦l dedica la pel¨ªcula a la memoria de su padre.
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