Caballos de acero
Tener una bicicleta, como juguete o ¨²til deportivo, fue privilegio de los ni?os ricos, y quiz¨¢ instrumento de trabajo para los carteros rurales o los raros mensajeros urbanos. Un lujo, fuera del alcance de la mayor¨ªa. Tuvieron merecida fama las Orbea, fabricadas en el Pa¨ªs Vasco.Necesidad es, seg¨²n la m¨¢s com¨²n de las definiciones, todo aquello a lo cual es imposible sustraerse. Salvo el imperio de lo fisiol¨®gico o el dominio de unas personas sobre otras, el concepto ha sido -durante muchas generaciones- algo simple y rotundo: era necesario alimentarse, apagar la sed, dormir al abrigo; "haber mantenencia", que dijo el Arcipreste. Las otras cosas eran, sumado el ayuntamiento con hembra placentera, todas las dem¨¢s. Sobre la acumulaci¨®n se asienta la actual cultura existencial de cuantos formamos parte de las comunidades occidentales.
El fen¨®meno es relativamente nuevo y ese resto, a?adiduras que se abrieron paso, a codazos, para instalarse en la primera fila de las reclamaciones vitales. Nacieron apetencias y, con ellas, los ¨®rganos y funciones para satisfacerlas. Y aqu¨ª estamos, en una sociedad del consumo, donde lo esencial e indispensable ha franqueado el paso y servido carta de naturaleza irreversible a lo tenido por superfluo, sobrante, excesivo.
Hemos avanzado -estamos en ruta, aunque sin saber bien hacia qu¨¦ destino- en calidad de vida, cuantificando todo lo que no es indispensable. La memoria de los viejos y las cercanas referencias, instruyen acerca de la magnitud de las zancadas que separan a los seres de hoy de sus propios abuelos. Algo que nos ata?e, sin necesidad de incursiones ex¨®ticas, es la desaparici¨®n o cambios de las clases sociales, tal como se entend¨ªan, desde la Revoluci¨®n Francesa; consisti¨®, b¨¢sicamente, en la posesi¨®n o carencia de bienes.
La bici. Tan com¨²n como el calzado. Desde el indeciso triciclo del beb¨¦, que a¨²n no sabe andar, hasta la mountain bike de no s¨¦ cu¨¢ntos pi?ones. Aunque tarde -quiz¨¢ en la decadencia que dio origen a la literatura caballeresca- ya tenemos, al menos, una bicicleta de nombre glorioso y simb¨®lico: la Espada, de Miguel Indur¨¢in, hermanada con las Tizonas y Coladas. La bici es una d¨¦ las primeras posesiones infantiles, con los patines, las raquetas de tenis o paddle, las paletas de pimp¨®n, la m¨¢scara natatoria y las aletas; los esqu¨ªs, la plancha de surf -sin contar el arsenal de los juegos electr¨®nicos, cada vez m¨¢s complicados y m¨¢s caros-.
La bici. En mi ni?ez, los cr¨ªos, algunos cr¨ªos de la misma edad, disfrut¨¢bamos de ellas, no como propietarios, sino en ocasional usufructo. Mantenerse, sobre dos, ruedas era un riesgo inevitable y una afirmaci¨®n de la personalidad. Para ello, y su pr¨¢ctica, floreci¨® la industria del alquiler. Posiblemente hab¨ªa en el Madrid de los veinte , al que me remito varios establecimientos dedicados al mismo fin, modestas empresas que no llegaron a fusionarse en holdings crecederos. Recuerdo aquella infancia vivida junto al parque del Retiro. En la parte alta de la se?orial calle de Antonio Maura hab¨ªa un zaquizam¨ª, reverenciado por los chavales, atractivo y milagroso, donde alquilaban bicicletas, por horas o por medias. Se llamaba, pomposamente, El Caballo de Acero y dispon¨ªa de unos envejecidos y maltratados veloc¨ªpedos, apenas manejables para nuestras escasas fuerzas, pueriles. El costo de la hora iba en relaci¨®n contraria al peso y versatilidad; la tarifa econ¨®mica comprend¨ªa un vetusto trasto de casi 20 kilos de peso y de pi?¨®n fijo, o sea, cuyos pedales no se deten¨ªan durante la marcha. Las de pi?¨®n libre, mucho m¨¢s ligeras, costaban el doble. Hab¨ªa lugares espec¨ªficos para el herc¨²leo ejercicio de este deporte, que requer¨ªa energ¨ªas, destreza, equilibrio y la indecisa suerte de que funcionasen las desgastadas zapatas de los frenos. Caer bajo la gravosa chatarra era un continuo albur, que confer¨ªa cierto ribete heroico al hecho de cabalgar aquella monstruosidad.
A Rominger, Chiapucci, al mismo Indur¨¢in se les pondr¨ªa el pelo blanco si se vieran obligados a un paseo sobre los amenazadores corceles mec¨¢nicos. Bueno, no nos duele decir que quiz¨¢ Miguel soportase la prueba.
La falta de juguetes -por su escasez y monoton¨ªa-aguzaba el ingenio infantil; entre los chicos, retoz¨¢bamos eligiendo entre "polic¨ªas y ladrones". Mucho tiempo despu¨¦s, algunos continuaban el mismo juego en plena madurez. Nos ejercit¨¢bamos en el f¨²tbol trashumante, con los jers¨¦is transformados en porter¨ªas; o al escondite, con libre y solicitado acceso a las ni?as contempor¨¢neas, y las furtivas y c¨®mplices aproximaciones. El gua, el trompo, la comba, la rana, los bolos, colmaban el horizonte l¨²dico, presidido por la ambici¨®n de tener una bicicleta con faro, timbre y frenos eficaces.
Hoy se consiguen motos, coches de todo tipo; hasta limusinas. En alg¨²n apartado desguace habr¨¢n recibido el ¨²ltimo porrazo los ag¨®nicos caballos de acero que se alquilaban en los felices y remotos a?os veinte. RIP.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.