Unos y otras
No s¨®lo discriminaci¨®n y, para colmo de males, violaci¨®n. A las visibles vejaciones que las mujeres sufren a diario hay que agregar otra m¨¢s ¨ªntima y primaria: la del miedo que cada una experimenta ante la fuerza bruta del macho humano. La violencia f¨ªsica, cuya ausencia casi total en su trato a ellas les enaltece, a nosotros nos humilla.Hay, pues, a¨²n tanta tragedia en el estado actual de la mujer que hasta parece una nueva injuria se?alar d¨®nde se esconde tambi¨¦n una parte de farsa. Pues farsa y grande est¨¢ habiendo, a mi entender, en la encarnizada repulsa que la Memoria de un fiscal ha suscitado entre partidos llamados de izquierda, asociaciones vanas, notorios tertulianos, encuestados de aluvi¨®n y feministas-os vulgares de este pa¨ªs. Hace unos d¨ªas, a la interpretaci¨®n airada de una aguerrida diputada socialista, el ministro Belloch replic¨® que su queja no era para menos. En Navarra (donde la presidenta del Parlamento tild¨® a nuestro hombre de "machista e imnaduro") se est¨¢ procediendo a su linchamiento simb¨®lico en la calle y ante las instituciones p¨²blicas, y tan s¨®lo se discrepa en tomo a si este reo debe acabar ante el pared¨®n o en la horca. ?Deber¨¦ decir que infinitamente m¨¢s preocupantes que las palabras del fiscal me suenan las de sus feroces fiscales, porque arraigan en una conciencia err¨®nea y por desgracia m¨¢s difundida? Pues lo digo. . .
Aquel hombre de leyes ha osado insinuar -es verdad que con harta simplicidad y bastante esquematismo- un cierto clima moral a la base del aumento de delitos sexuales. Y esta valoraci¨®n, que se le permite a un obispo (y tama?a concesi¨®n s¨ª que ser¨ªa discutible), el blando liberalismo moral reinante lo tiene hoy prohibido a todos los dem¨¢s. Aqu¨ª cualquier esfuerzo por comprender, con acierto o sin ¨¦l, el atroz fen¨®meno de la violaci¨®n se confunde con una voluntad encubierta de Justificarlo, cuando no de animarlo; en todo caso, de atenuar moral o penalmente su condena. Nada de eso hay. Pero sabido es que quien oficia de progre de por vida s¨®lo puede soltar sus autom¨¢ticos tics y as¨ª cosechar el balido gratificante de su reba?o a condici¨®n de renunciar al riesgo del pensamiento libre.La violaci¨®n es sobre todo un asunto de C¨®digo Penal. Pero las costumbres o mores en que aqu¨¦lla se enmarca, en cambio, son propias del c¨®digo moral, menos preciso que aqu¨¦l pero m¨¢s exigente. De modo que la condena sin paliativos de ese delito -de esa conducta extrema, patol¨®gica, criminal- no ha de olvidar medir la calidad de nuestras relaciones sexuales de cada d¨ªa. Al contrario, acent¨²a a¨²n m¨¢s el deber, en unos y en otras, de alcanzar v¨ªnculos m¨¢s humanos entre los sexos. Pues, aunque un comportamiento no sea delictivo, tampoco se convierte sin m¨¢s en virtuoso o excelente. Ten¨ªa raz¨®n Marx: el grado de humanidad del hombre se mide por el car¨¢cter de la relaci¨®n entre hombre y mujer. Claro que pensar en ello exige socavar al menos dos de las columnas vertebrales m¨¢s mezquinas del esp¨ªritu de nuestro tiempo.Una de ellas es la, reducci¨®n de todo problema pr¨¢ctico (o sea, moral) a una cuesti¨®n de derecho. Se plantea, por ejemplo, la conveniencia de una conducta, su sentido personal o colectivo, los factores que la fomentan o los efectos que de ella puedan derivarse. Indefectiblemente la respuesta ser¨¢ que el sujeto de tal conducta tiene (o no) derecho a ello, y sanseacab¨® el debate. Como si s¨®lo se tratara de dictar permisos o averiguar culpabilidades, el juicio sobre cualquier quehacer, sentimiento, gusto u opini¨®n queda zanjado en esos t¨¦rminos al instante. Por tan c¨®modo como necio procedimiento, el qu¨¦ mismo del problema se olvida en beneficio del se puede o no. Y del se puede se pasa enseguida al se debe, de igual modo que, si algo resulta legal, entonces pasa a ser perfectamente leg¨ªtimo. Esta indebida inflaci¨®n del punto de vista jur¨ªdico se erige en dogrna de fe democr¨¢tica. Y as¨ª, so pretexto de respeto a la persona y de tolerancia hacia sus ideas, se impide como anatema el juicio sobre la verdad de esas idea! y acerca del valor de su conducta.
La otra barbaridad acostumbrada en el presente es lar educci¨®n de lo moral a lo normal. Esto normal comienza siendo lo sociol¨®gicamente mayoritario, lo estad¨ªsticamente corriente, pero acaba por ser lo moralmente debido. Si algo es habitual, entonces es como debe ser. Lo normal deviene la norma ideal, y pobre de aquel que se aleje de ella o la ponga en solfa. Opinar y hacer como opinan y hacen casi todos: he ah¨ª el m¨¢s alto deber en una ¨¦poca democr¨¢tica que, con gran complacencia, s¨®lo los tontos toman por mediocr¨¢tica. "Opini¨®n p¨²blica, perezas privadas", dej¨® ya sentenciado Nietzsche hace m¨¢s de un siglo.
Amparada en t¨®picos tan miserables, oigamos c¨®mo se expresa la satisfecha conciencia com¨²n sobre lo que aqu¨ª nos concierne.
Esto no es -repito- la violaci¨®n, pues me interesa lo tenido por normal, no lo patol¨®gico.O, para ser m¨¢s preciso, me preocupa la patolog¨ªa posible de esa presunta normalidad. Pues bien, aquella conciencia dir¨¢ ante todo que la mujer es muy due?a de vestir como quiera, que es del todo libre para componer los gestos y las poses que le vengan en gana. Desde la legalidad y la nonnalidad, nada m¨¢s cierto y, si lo comparamos con la situaci¨®n argelina en, este punto, una notable ganancia. Es probable inclulso que muchos hombres aplaudan sin reservas aquella libertad femenina (sobre, todo s¨ª la ejerce la mujer de su pr¨®jimo), aunque su entusiasmo no sea signo indudable de ardoroso feminismo. Lo alarmante es que estas mujeres defiendan ese derecho sin. restricci¨®n, como si -trat¨¢ndose de una conducta que tiene como forzoso destinatario al otro- no acarreara deber alguno. Pues no es seguro que siempre se haga buen uso de aquella libertad sexual, cada vez al menos que propicia un mal uso de la libertad sexual del var¨®n. Como tantas otras, por lo dem¨¢s, ha ejercido y ejerce mal el hombre la suya en detrimento de la libertad de la mujer.
Ya me llega el clamor desatado... ?Pretendo acaso que la violencia sexual masculina viene por sistema precedida. de una provocaci¨®n femenina? Si por tal se entiende una inc¨ªtaci¨®n deliberada a esa violencia, claro est¨¢ que no. Primero, porque habr¨¢ casos morbosos que no requieran la menor instigaci¨®n ajena. Despu¨¦s, porque son ciertas industrias del ocio Y de la publicidad, y no la mujer misma, las que parecen favorecer aquella violencia. Y, sobre todo, porque ser¨ªa absurdo que alguien animara voluntariamente a cometer un del¨ªto del que fuera a ser su v¨ªctima segura.
Supuesto que no una invitaci¨®n a la violencia sexual ni siquiera al acoso, parece obvio que muchas mujeres y de una manera regular introducen ante el hombre un est¨ªmulo artificial objetivo al contacto o a la. aproximaci¨®n sexual (p¨®ngase aqu¨ª el t¨¦rmino que mejor convenga). Y ¨¦ste es, como se sabe, el primer origen de un malentendido tan capital como ordinario. ?O es que la coqueter¨ªa se apoya en otro fundamento? Algo que el hombre interpreta como una se?al clara de ofrecimiento, y que de hecho le excita, en el otro sexo puede carecer por completo de semejante intenci¨®n, o, aun d¨¢ndose a medias, ser negada con asombro y disgusto. Tan natural desde la ni?ez, tan com¨²n es su pr¨¢ctica, tan arraigado est¨¢ ese papel en nuestras compa?eras, que bien, podr¨ªan algunas confesar con franqueza ser inconscientes del est¨ªmulo a?adido que entra?an la hondura de su escote, la cortedad de su falda, la transparencia de su blusa o las aberturas y apreturas de su vestido..Cabe preguntar, con todo, si ¨¦sa no es una ignorancia culpable. ?O a¨²n no han ca¨ªdo en la cuenta de c¨®mo su cuerpo se ha convertido en el m¨¢s manido reclamo del publicitario, ese psiquiatra perverso de nuestros d¨ªas?
Pero es que, por lo general, ellas lo saben muy bien. No se nos hagan las tontas, que ya barruntamos que eso forma parte del juego. Aun aceptando que no hay ¨¢nimo de provocarle, no nos nieguen que conocen el efecto inmediato en el hombre de ese sujetador o de aquel l¨¢piz de labios. Basta con observar su repentino rubor o malestar ante la mirada escrutadora del otro, el apuro, ay, al entrar y salir del coche, los infructuosos esfuerzos por estirar la punta de la falda. Hay un espect¨¢culo que nunca deja de fascinarme. En medio de la m¨¢s solemne ceremonia del Estado, varias de las encumbradas damas presentes no pueden evitar introducir -merced a la leve pero suficiente mostraci¨®n de sus encantos- un significado del todo contrario al del acto que all¨ª se celebra. La prenda m¨¢s ¨ªntima de Mrs. Clinton fue el otro d¨ªa la principal protagonista de una recepci¨®n oficial... ?No es como si estuvieran sometidas en este purito a una doble ley, una propia y otra ajena? En suma, oscilando siempre entre su voluntad y su conciencia, el modelo femenino triunfante se atarea a menudo en el contradictorio empe?o de ocultar lo que se ense?a, de disimular por un lado lo que se muestra del otro, de negar lo que a todas luces se afirma.
Llevado por esta especie de esquizofrenia consentida, el sexo masculino tiene que conducirse como si, no viera lo que a simple vista ve ni quisiera lo que desde luego quiere. En este reino de la apariencia, que no siempre es un secreto a voces, se impone el melindre. Esto es lo que una dama como Dios manda (o sea, como la opini¨®n com¨²n ordena) espera de todo caballero correcto. No que se atreva a perseguirla como un fauno, porque eso la pondr¨ªa en abierto conflicto con su propia voluntad; pero s¨ª que le dirija al menos medias miradas, a sus medias y sinuosas miradas a sus senos, pues ¨¦se es el modo como su autoconciencia queda reconocida y su autoestima lo bastante gratificada. La perfecci¨®n de estas relaciones se logra cuando, al final, se disimula el mismo disimulo. Y entonces, Cuando no se reconoce estar jugando a la seducci¨®n, uno se pregunta si no nos hallaremos en mitad de una gran mentira, ante una colosal hipocres¨ªa que a todos nos convendr¨ªa desvelar.
O sea, si no ser¨¢ el momento de combatir, a la vez que el repugnante machismo de los unos, lo que no es m¨¢s que su exacto reverso: el hembrismo de las otras.
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