Al asalto del cielo
Un mill¨®n de funcionarios y trabajadores de empresas p¨²blicas dejaron a Francia el viernes 24 de noviembre sin aviones, trenes, metros, autobuses, peri¨®dicos, universidades y servicios administrativos, en protesta por el plan de reforma de la Seguridad Social y de las pensiones del gobierno que preside Alain Jupp¨¦. Aunque la huelga mostr¨® divisiones entre las tres centrales sindicales (comunistas, socialistas y socialdem¨®cratas) y fue menos amplia de lo que se esperaba, seg¨²n las encuestas una mayor¨ªa de franceses (el 57%) la aprob¨®.El tema desborda la estricta geograf¨ªa gala, pues la batalla que se est¨¢ librando all¨ª en estos d¨ªas prefigura las que tarde o temprano comnocionar¨¢n a todas las democracias modernas europeas y americanas. Del resultado de estas contiendas depender¨¢ que el Occidente del siglo veintiuno siga siendo, como lo ha sido en el siglo que termina, la regi¨®n del mundo con los m¨¢s altos niveles de vida del planeta. Pese a que tiendo a ser optimista, en. esto no lo soy, pues creo que los gobiernos de las grandes sociedades industriales democr¨¢ticas, en la ardua tarea de adelgazar al Estado benefactor, aunque ganen algunas escaramuzas, terminar¨¢n siempre por perder la guerra. Un an¨¢lisis de lo que sucede hoy en Francia muestra por qu¨¦.
Quien se haya dado el trabajo de leerse la propuesta del gobierno de Jupp¨¦ habr¨¢ advertido que la reforma que provoca tan formidable movilizaci¨®n social en contra y la reprobaci¨®n de una inequ¨ªvoca mayor¨ªa del electorado es de una moderaci¨®n ser¨¢fica. Llamarla reforma es ya una exageraci¨®n hipocondr¨ªaca pues ella no pretende reducir prestaci¨®n social alguna en materia de salud, educaci¨®n, jubilaci¨®n, subsidio de paro, etc¨¦tera, sino, apenas, reducir el fant¨¢stico d¨¦ficit acumulado por este sistema que asciende a 250 mil millones de francos (unos 50 mil millones de d¨®lares). Como alguien tiene que pagar esa deuda astron¨®mica, y ese alguien s¨®lo pueden ser los franceses, el se?or Jupp¨¦ y sus asesores proponen la creaci¨®n de un nuevo impuesto general, "con car¨¢cter transitorio" de trece a?os, una contribuci¨®n excepcional de la industria farmac¨¦utica y de los m¨¦dicos por receta que firmen, as¨ª como no aumentar por un a?o las prestaciones sociales y someter ¨¦stas a imposici¨®n fiscal (con excepci¨®n de desempleados y prestatarios pobres).
Estas medidas, en caso de ponerse en pr¨¢ctica -algo que todav¨ªa est¨¢ por verse, pues, dada la amplitud de la protesta social, es probable que se aten¨²en o diluyan hasta quedar en nada, como ocurri¨® con la reforma de Air France que intent¨® Balladour-, no resolver¨ªan en absoluto el problema de fondo, s¨®lo taponear¨ªan moment¨¢neamente el forado sideral resultante de un sistema de Seguridad Social que, en Francia, como en todos los pa¨ªses occidentales, crece cancerosamente en tanto que sus fuentes de financiaci¨®n permanecen estacionarias o enflaquecen. En muy poco tiempo, la situaci¨®n actual se reproducir¨ªa, y el gobierno de entonces se ver¨¢ obligado a pedir nuevos sacrificios transitorios -es decir, nuevos impuestos- para aplacar la voracidad de ese Estado benefactor al que Octavio Paz ha bautizado, con exactitud, como el "ogro filantr¨®pico".
Los dirigentes pol¨ªticos no se atreven a plantear a sus electores la verdadera disyuntiva, porque saben que las dos opciones en juego son tremendamente impopulares, y, entonces, imitan al avestruz, o, como hizo Jacques Chirac en la campa?a electoral ¨²ltima, mienten, ofreciendo la cuadratura del c¨ªrculo, es decir, cosas incompatibles entre s¨ª: bajar los impuestos, subir los salarios, crear empleos y mantener o aun ampliar las prestaciones y beneficios de la Seguridad Social. As¨ª se ganan elecciones, en efecto, pero luego, cuando desde el gobierno hay que enfrentar la realidad y resignarse a una de las dos ¨²nicas posibles alternativas -subir los impuestos o recortar los servicios-, la consecuencia es una agitaci¨®n social desmesurada que paraliza la acci¨®n del gobierno y puede, incluso, precipitar su ca¨ªda.
Ni siquiera el gobierno de Margaret Thatcher pudo avanzar mucho en este terreno, pese a tener una visi¨®n clara de la gravedad del problema y f¨®rmulas para remediarlo. Pues, a diferencia de lo ocurrido con las privatizaciones de empresas p¨²blicas, o la lucha contra la dictadura de las c¨²pulas sindicales, o la diseminaci¨®n de la propiedad priva da, temas sobre los que logr¨® ganar el respaldo de la opini¨®n p¨²blica, ¨¦sta fue siempre hostil a cualquier recorte del Estado benefactor, y, por ejemplo, la National Health sigui¨® creciendo en los a?os que estuvo en el poder, m¨¢s o menos al ritmo en que lo ha hecho en todas las sociedades desarrolladas europeas.
Un caso interesante es el de Estados Unidos, pa¨ªs donde el Estado benefactor no ha alcanzado a¨²n las proporciones desmesuradas que tiene en Europa, y donde, sin embargo, en las pen¨²ltimas elecciones, una mayor¨ªa electoral aplastante apoy¨® el programa radical republicano de Newt Gingrich para recortarlo dr¨¢sticamente. Sin embargo, esta valerosa actitud se entibi¨® en la recient¨ªsima consulta electoral y ha retrocedido seriamente en los ¨²ltimos d¨ªas, cuando el presidente Clinton procedi¨® a una suerte de lock out administrativo -cerrando oficinas p¨²blicas y paralizando los servicios-, en represalias por el recorte de los presupuestos, lo que ha hecho perder apoyo a los republicanos. En otras palabras: igual que los franceses o ingleses, los estado unidenses quieren pocos impuestos y muchos subsidios. Ellos tambi¨¦n, sobornados por la cultura de la dependencia estatal, prefieren la belleza del sue?o, el embrujo de la ficci¨®n, a la sordidez y tristeza del mundo real.
Es una opci¨®n perfectamente leg¨ªtima, desde luego, y que yo como novelista -profesional de irrealidades- no puedo condenar. Sin embargo, confundir la vida ficticia con la vida tal como es entra?a el riesgo de tremendas sorpresas y brutales despertares, como advirti¨® el Quijote cuando pataleaba en el aire, ensartado en el molino de viento al que confundi¨® con un gigante. El Estado benefactor es una ficci¨®n proliferante que s¨®lo se puede mantener a un precio que excede todos los leg¨ªtimos sacrificios que un gobierno democr¨¢tico est¨¢ en condiciones de pedir a la sociedad. Una ficci¨®n hermosa y altruista, erigida a partir de una prosperidad que parec¨ªa asegurada para siempre y una filosof¨ªa impecable: que el Estado de una sociedad democr¨¢tica deb¨ªa asumir la responsabilidad de proteger al ni?o y al anciano, al parado y al enfermo, y de garantizar la educaci¨®n, la salud, la jubilaci¨®n y los servicios b¨¢sicos a todos los ciudadanos que, por una raz¨®n justificable, no pudieron coste¨¢rselos.
Los cincuenta billones de d¨¦ficit acumulado por la Seguridad Social de ese riqu¨ªsimo pa¨ªs que todav¨ªa es Francia (no lo podr¨¢ seguir siendo por mucho tiempo m¨¢s con ese sistema que, como el m¨ªtico catoblepas de Flaubert, se alimenta de su propia carne) son una gr¨¢fica demostraci¨®n de c¨®mo, una vez puesta en marcha la maquinaria benefactora, no hay modo de desactivarla. Ella crece, de manera sistem¨¢tica, al comp¨¢s de presiones irresistibles, resultantes, de un lado, del progresivo aumento de los usuarios -cada vez aparecen m¨¢s individuos y colectivos con t¨ªtulos para recibir beneficios-, y del otro, de la variedad de prestaciones, que va multiplic¨¢ndose en funci¨®n de la fuerza social de distintas organizaciones o sectores (por ejemplo, los grupos profesionales, ¨¦tnicos y diversas minor¨ªas, muchas de ellas creadas ex profeso para reclamar subsidio y protecci¨®n estatal). La gigantesca burocracia necesaria para mantener el funcionamiento del sistema no s¨®lo demanda recursos ingentes; es tambi¨¦n una fuente de corrupci¨®n que puede llegar a extremos tan descarados como el reciente, en Italia, al descubrirse que el 40% de las decenas de miles de personas que cobraban pensiones de invalidez gozaban de perfecta salud.
Para financiar este sistema, el Estado aumenta los impuestos y se va endeudando. Cada nuevo gobierno se compromete a racionalizar la Seguridad Social, para volverla eficiente y financiable.
Pero ninguno lo hace, porque la realidad es que, en el estado actual de met¨¢stasis que ha alcanzado, el sistema no tiene ya cura posible y s¨®lo cabe acabar con ¨¦l y empezar desde el principio. Es decir, dise?ar un mecanismo en el que no corresponda a ese peligroso intermediario que es el Estado proveer la seguridad social de los ciudadanos particulares, sino a ¨¦stos asumirla, privadamente. ?Es esto factible? Posiblemente no antes de que sobrevenga una hecatombe. Pero es improbable que ¨¦sta ocurra de la manera fulminante y apocal¨ªptica que sirve para abrir los ojos de toda la colectividad y crear un clima propicio a una reforma tan radical como la privatizaci¨®n total y simult¨¢nea de todas las prestaciones y servicios que cubre ese ente llamado Seguridad Social. El deterioro que resulta del Estado benefactor es profundo e irreversible, pero gradual, progresivo, no inmediatamente identificable, y por eso los pol¨ªticos no se atreven a proponer su desmantelamiento: temen, y con raz¨®n, que si lo hicieran jam¨¢s volver¨ªan a ganar una elecci¨®n. Y, por eso, como Chirac, a fin de conseguir votos, en las campa?as electorales se comprometen a conservarlo y aumentarlo.
La consecuencia es que estas sociedades deben cobrar cada vez m¨¢s impuestos y esquilmar a las empresas y agobiar a los contribuyentes con unos sistemas impositivos que alcanzan dimensiones confiscatorias. Ni siquiera de este modo consiguen cubrir una brecha que crece sin cesar, a medida que las demandas se multiplican, la calidad de los servicios se deteriora por la escasez de recursos, y el conjunto de la sociedad, por causa de ello, ve disminuir sus niveles de vida. Cuando la modernidad y la eficiencia en la producci¨®n de la riqueza era poco menos que un monopolio de las sociedades occidentales, pareci¨® que el Estado benefactor pod¨ªa durar indefinidamente. Hoy, se ha convertido en una hidra, cuyos tent¨¢culos frenan cada vez m¨¢s la capacidad productiva de esas sociedades a las que va fagocitando su voracidad inatajable. ?Hasta cu¨¢ndo podr¨¢n seguir siendo competitivas unas empresas que, como las de los pa¨ªses occidentales, deben hacer cada d¨ªa m¨¢s sacrificios para mantener la ficci¨®n del Estado benefactor? En el mundo globalizado de nuestros d¨ªas, de mercados abiertos y pa¨ªses que -sin esa camisa de fuerza que atenaza al Estado benefactor- progresan velozmente en todos los dominios de la producci¨®n, lo cierto es que cada d¨ªa lo son menos, y que en el futuro seguir¨¢n, perdiendo mercados, con el inevitable empobrecimiento gradual del conjunto de la sociedad.
Esto no es pesimismo apocal¨ªptico: es una realidad que est¨¢ en marcha en todas las grandes democracias de Europa y Am¨¦rica, sin excepci¨®n. En algunas m¨¢s de prisa, en otras lentamente. Pero en ninguna de ellas hay a¨²n indicios serios de que el problema vaya a ser atacado de manera radical. Y es sintom¨¢tico que el ¨²nico intento exitoso de recortar con eficacia un aspecto del Estado benefactor se haya. dado en un pa¨ªs del tercer mundo, Chile, donde la reforma de? sistema de pensiones que impuls¨® Jos¨¦ Pi?era -arranc¨¢ndolo de manos del Estado y poni¨¦ndolo bajo el control de lo! particulares, las empresas privadas y, el mercado- no haya podido a¨²n ser imitado en democracia desarrollada alguna.
Tal vez no sea posible; tal vez no sea ni siquiera deseable. Tal vez el Occidente, la cultura donde nacieron, junto con las realidades m¨¢s admirables de la historia -la libertad, la democracia, los derechos humanos, el mercado-, los sue?os m¨¢s exaltantes de la ideolog¨ªa -las utop¨ªas sociales del colectivismo y el igualitarismo, de las que el Estado benefactor es hijo bastardo- deba pagar el precio que tiene aquello que Marx aplaudi¨® en los communards de Par¨ªs: "el asalto del cielo". Esta tentativa deicida y rom¨¢ntica conduce generalmente al infierno, pero, qui¨¦n puede dudar que, para la sensibilidad y la imaginaci¨®n que nos impregnan, la vida no es vivible sin quimeras sociales como la que sostiene en vilo, contra todas las pruebas de la realidad, la f¨¢bula del Estado benefactor. Tal vez mantener el simulacro de la existencia de este generoso mito solidario justifique el ir declinando, envejeciendo, rezag¨¢ndose y pasando poco a poco a integrar la retaguardia, a los pa¨ªses que anta?o dirigieron el mundo por el camino del progreso y la modernidad.
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