La conquista de la calle.
Es parad¨®jico lo que ocurre con la democracia: instaurarla requiere de la sociedad fuertes dosis de idealismo y un derroche de valor c¨ªvico; pero mantenerla se convierte enseguida en un asunto rutinario, cuya responsabilidad se descarga sobre el Estado. Para los dem¨®cratas de antes de la democracia, la calle es el peligroso territorio de la lucha por la libertad: todas las revoluciones democr¨¢ticas han acontecido como fiestas populares, con la gente celebrando en la calle la ca¨ªda del trono o la huida del dictador y el, advenimiento del nuevo tiempo de la libertad. Pero luego, una vez conquistado el palacio real y destruida la Bastilla, la calle, por. pertenecer a todos, deja de ser el escenario para el ejercicio del valor c¨ªvico de unos pocos. En los Estados democr¨¢ticos, la calle queda al exclusivo cuidado de la polic¨ªa y los jueces.Eso lo saben bien todos los enemigos de la democracia y especialmente lo han sabido de siempre los; fascistas. Desde 1926, Hitler urgi¨® a las SA "la Conquista de las calles" sin reparar en m¨¦todos. Frente a los dem¨®cratas que salen desarmados a la calle para devolverla a todos los ciudadanos, los nazis emprenden su conquista- recurriendo al terror para obligar a esos ciudadanos a encerrarse de nuevo en ¨¢mbitos privados. El terror, como forma espec¨ªfica de violencia, no es la inevitable expresi¨®n de una injusticia hist¨®rica, seg¨²n pretende Jos¨¦ Mar¨ªa Seti¨¦n. En las democracias del siglo XX, el terror ha sido el instrumento utilizado por n¨²cleos dirigentes de organizaciones nacionalistas para expulsar de la calle a los ciudadanos y borrar la sociedad como fase previa a la conquista del Estado. Una calle desierta, amedrentada, que presencia silenciosa la ruptura de los cristales de las tiendas de los jud¨ªos es ya una calle sometida a la bota nazi
Hitler sab¨ªa que era cuesti¨®n de tiempo demostrar a todos que, aterrorizando a la calle, la polic¨ªa., los jueces y los obispos acabar¨ªan por mirar a otro lado. El terror impuesto por una organizaci¨®n nacionalista, en la que el asesino es celebrado como h¨¦roe nacional hasta por los adversarios que reconocen un contenido pol¨ªtico a sus actos, tiene sobre el provocado por bandas como la Baader-Meinhof la ventaja de paralizar a la polic¨ªa e inmovilizar a los jueces. Por eso, el asesino nacionalista mata a cara descubierta y a la luz del d¨ªa, para que todos lo vean; su propia muerte, en el improbable caso de que ocurriera, estar¨ªa cargada de sentido, pues siempre encontrar¨¢ un sacerdote dispuesto a elevar su sangre, con procesi¨®n y ceremonia p¨²blica, a la categor¨ªa de sacrificio redentor del pueblo. Al contrario, el polic¨ªa, aunque pertenezca al mismo pueblo -o mejor: sobre todo si pertenece al mismo pueblo-, patrullar¨¢ ocultando la cara con un pasamonta?as o abandonar¨¢ la calle cedi¨¦ndola a quienes le escupen por perseguir a un asesino: siente que su muerte, si ocurre, quedar¨¢ vac¨ªa de sentido, que morir¨¢ por nada.
Avanzar¨¢ as¨ª en Euskadi la siguiente fase de una estrategia demasiado familiar: el acto de terror ejecutado por el asesino individual se disemina en la violencia colectiva ejercida por grupos organizados que, desmoralizando a la polic¨ªa e inhibiendo a los jueces, pretenden expulsar de la calle a un resto de valerosos ciudadanos decididos a no de jarse amedrentar. ?Cu¨¢nto tiempo podr¨¢n resistir esos de m¨®cratas si la violencia dirigida contra ellos resulta a sus autores, adem¨¢s de barata, rentable? ?Qu¨¦ pasar¨¢ si las v¨ªctimas deciden recurrir a la violencia para defender su derecho a un rinc¨®n en la ciudad? La experiencia europea del siglo XX ense?a que los nacionalismos terroristas desembocan en fascismo si los ciudadanos abandonan la calle, o en guerra civil si la defienden por las armas. En Europa, a finales de un siglo marcado por la barbarie nacionalista, no hay m¨¢s que esas dos alternativas a la voluntad y la eficacia del Estado para mantener la calle abierta a toda la sociedad.
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