El cuadro que se fue
Apenas ha estado algo m¨¢s de un mes entre nosotros y cien mil personas han acudido a visitarlo al Museo del Prado. Hablo de El papa Inocencio X, el retrato que del pont¨ªfice entonces reinante pint¨® Diego Vel¨¢zquez en Roma, durante su segundo viaje italiano, en 1649. Nunca hab¨ªa salido de la galer¨ªa Doria-Pamphili de Roma; ha venido ahora, en este lluvioso y aterrorizado invierno de 1996. Esa venida es lo mejor, s¨ª, que nos ha pasado en estos meses crueles. Lo otro, el crimen y la insensatez distribuidos casi a partes iguales, se ha convertido en el triste estribillo de nuestras vidas dif¨ªciles -vivir nunca fue f¨¢cil-, en el recordatorio de que las peores pesadillas siguen siendo posibles.Contra el fondo del horror, lo mejor de Espa?a: este cuadro, este papa, este ser de mirada recelosa, inquietante y en el fondo vulgar, cuyos ojos persiguen al visitante. Quienes lo ve¨ªan conmigo estaban sometidos a ese peculiar estado de tensi¨®n que s¨®lo suscitan las obras maestras. Durante esta estancia romana Vel¨¢zquez pint¨® diversos retratos, entre ellos el c¨¦lebre de Juan de Pareja, que ning¨²n espa?ol bien nacido puede ver sin emocionarse en el Museo Metropolitano de Nueva York. Pero fue en este del papa Inocencio X donde dio ese salto a los abismos que ¨²nicamente saben dar los creadores m¨¢ximos. En medio de las apoteosis de la teolog¨ªa y de la monarqu¨ªa absoluta, el pintor de la corte le arranc¨® al poder sus m¨¢scaras y magnificencias y lo redujo a sus estrictas dimensiones: un hombre manda, eso es todo; no es m¨¢s que un hombre.
Ante el Inocencio X de Vel¨¢zquez uno se ve obligado a descreer de las teor¨ªas contempor¨¢neas sobre la literatura y el arte comprometidos. Los muralistas mexicanos de entreguerras, con su pintura de las atrocidades espa?olas, llegaron menos lejos que este espa?ol silencioso, profundo y discreto. Sobre un milagroso contraste de rojos y de blancos emerge una mirada astuta y temerosa, la mirada del rostro sangu¨ªneo, duro y firme en su decisi¨®n de ser indefectiblemente y siempre el papa-rey, el dominador, el due?o de hombres, bienes y poderes.
El Inocencio X convierte en simple nota a pie de p¨¢gina de la historia de la cultura las teor¨ªas sobre el compromiso, ese equ¨ªvoco fantasma de tiempos de confusi¨®n pol¨ªtica, cuando un tirano de bigotes de, hielo era el padre de los pobres de este mundo. ?Cabe mayor compromiso que este de Vel¨¢zquez sin que a la vez se produzca la menor disminuci¨®n de la calidad est¨¦tica? Es para re¨ªrse si uno compara el cuadro del pintor de la corte de Espa?a con los retratos ¨¢ulicos del estalinismo rampante. Seguro que a Inocencio X le hubiera gustado uno de ¨¦stos. A lo mejor por. eso dicen que dijo aquello de "troppo vero". A lo mejor. Porque este pintor cortesano tambi¨¦n mir¨® hacia abajo, y mir¨® con piedad los rostros de los bufones que pretend¨ªan, in¨²tilmente, divertir a su rey. Han sido elogiados estos retratos -y es justo que lo hayan sido- por la solidaria fraternidad que expresan con los humillados de este mundo, con las v¨ªctimas del poder. Pero fue aqu¨ª, enfrentado a un papa de la Roma barroca, donde Vel¨¢zquez puso al desnudo la insignificancia del poderoso, la nada en que se asienta tanto gesto solemne y fraudulento.
S¨ª; la estancia de Inocencio X ha sido lo mejor que nos ha pasado en estos meses. Uno entiende mejor ahora la obsesi¨®n de Manuel Aza?a por la suerte del Prado durante la guerra civil, cuando afirmaba que era m¨¢s importante que la Monarqu¨ªa y la Rep¨²blica juntas, aunque de sus muros no cuelgue este retrato que deslumbra con la luz clara y misteriosa -el verdadero misterio es claro- que tienen las grandes revelaciones. Ahora ha estado en una de sus galer¨ªas, y el Prado, que lo es todo en pintura, a¨²n ha subido durante unas cuantas semanas un escal¨®n m¨¢s hacia el cielo de la belleza absoluta. Esta belleza que es siempre turbadora, revulsiva, reveladora, s¨ª. Los cien mil ciudadanos que han visto el Inocencio X han sido los testigos privilegiados del verdadero honor de Espa?a.
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