A orillas del Mekong, una rumba
Para Marguerite Duras, la conversaci¨®n era una especie paladeable de ruleta rusa. Ni el menor titubeo desprovisto de un fin desconocido, de un delirio entregado a reconocerse en el libertinaje de despacharse a gusto; de una vez por todas, de verdad, desde todos los ¨¢ngulos, de todas las maneras posibles, con todos los acentos, hasta que el s¨ª y el no formasen parte de una misma desnudez, de un desconsuelo en com¨²n. Ella preguntaba sin parar. Y era el eco y el filtro de lo qu¨¦ a ella misma se le preguntaba. Met¨ªa ciza?a y persuasi¨®n, melodrama y comicidad. Exig¨ªa de viva voz que se le diese la raz¨®n cuando en verdad no la deseaba. Iba del vaso al cigarrillo, de la tos espasm¨®dica a las interminables pausas. Retorc¨ªa sus manos cargadas de anillos (en jarras: "A ti te voy a confesar yo"), jugaba con las gafas o improvisaba alguna leve coqueter¨ªa con ayuda del foulard. Se re¨ªa y lloraba a menudo. ?Con facilidad? ?Cualquiera sabe! De hecho, all¨ª se sab¨ªa menos cada vez.Menos, en cualquier caso, de lo que ella quer¨ªa saber. Pues todo eso -amasijo de sonidos, deseo de seguir sonando- se impon¨ªa sobre la intriga y el lugar de la conversaci¨®n. Era esa fiera confesional de la que habl¨® Foucault, pero a la vez hac¨ªa de caja de resonancia, invitaba a precipitarse en lo improbable, anhelaba que el yo y el t¨² se difuminasen para otorgarle as¨ª a la indecencia ("qu¨¦ ser¨¢ eso?") la plenitud del sentido. Preguntaba como quien pregunta por alguien: "?Est¨¢s de acuerdo?" Y eso significaba recomenzar, destruir lo apalabrado hasta ese instante, volver de nuevo a todo sin conseguir atarse a un lugar. Todo, puro sonido, torbellino sonoro en el que coincid¨ªan todos los lugares, todas las moradas de la soledad. Y siempre a punto de comprobar de o¨ªr, que la vivencia intensa nos deja sin palabras; sin esas palabras que un buen d¨ªa caiga quien caiga: deciden irrumpir, tantear lo indecible, proclamar el olvido o ense?ar las cicatrices. Entre sombras, silencios, torpezas, brutalidades, lo informe acud¨ªa a ella, hecho sonido, para servirle de compa?¨ªa, para darle cuerda a su propia voz. Era su voz la de una intrusa, maternal e inestable, cuya tonalidad ella achacaba al simple hecho de ser mujer. Es decir, al hecho de no parecer eso que se puede ser: violentamente libre y audaz.
A todo esto, la escritora iba pasando por el tamiz de un estilo inconfundible (parodiado y ridiculizado hasta decir basta) el fluir de ese rumor que provocaba. Lo transformaba en "textos"; y pronunciaba esa palabra con la orgullosa desolaci¨®n de tener que darle alg¨²n nombre a algo que no pod¨ªa ser llamado biograf¨ªa, narraci¨®n, teatro o gui¨®n cinematogr¨¢fico sin faltar a la verdad. (En un libro reciente, aqu¨ª acogido con el silencio espeso que suele depar¨¢rsele al rigor, Amelia Gamoneda analiza esos textos con lucidez y pasi¨®n extremas: La textura del deseo, Ediciones Universidad, Salamanca, 1995). Pero, mientras tanto, la autora de El vice-c¨®nsul, Agatha, El amante y El dolor no dejaba de rodearse de amigos, dispuestos a jugar a esa ruleta rusa paladeable que ella escenificaba a la perfecci¨®n. No le faltaron amigos espa?oles: el cineasta Adolfo Arrieta, el actor Javier Grandes; y hasta tuvo por inquilino de un piso suyo al jovenc¨ªsimo Enrique Vila-Matas. Todos eran amigos del argentino Ra¨²l Escari, un ser, inteligente y refinado, escritor verdadero que se negaba a escribir. Todos, en mayor o menor medida, participaron de aquellas conversaciones psicodram¨¢ticas a comienzos de los a?os 70. Y uno de ellos, Carlos de Alessio, otro argentino, se ocup¨® de la m¨²sica de la pel¨ªcula India Song. En aquel voluntarioso divorcio entre la voz (visible) y la imagen (audible), nadie se habr¨¢ olvidado del alarido, insoportable e interminable, del vicec¨®nsul, v¨ªctima de un amor desesperado. Pero a m¨ª me ha dado ahora por acordarme de aquella rumba, desconcertante y contagiosa, que sonaba en el momento en que a uno de los personajes le da por ponerse a hablar del Mekong.
As¨ª era ella: una exc¨¦ntrica capacidad de escucha, la decisi¨®n constante de navegar en contra de la corriente. Alguien que asumi¨® el rid¨ªculo de darle voz a eso que no es habitual que se escuche tan fuera de lugar: por ejemplo, una rumba a orillas del Mekong.
Babelia
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