?Qui¨¦n teme al nacionalismo espa?ol?
A juzgar por las opiniones de autorizados cronistas pol¨ªticos, el nacionalismo espa?ol constituye una amenaza para la vida civil. El nacionalismo espa?ol vendr¨ªa a ser equivalente, in toto, a una visi¨®n cerrada de la unidad estatal, a un rechazo visceral de lo que no sea la lengua y la cultura castellanas. Este nacionalismo, un tanto caricaturesco, dicho sea de paso, tendr¨ªa un car¨¢cter liberticida; sus periodos de vigencia habr¨ªan coincidido con las dictaduras del siglo XX, la de Primo de Rivera y la de Franco.A mi modo de ver, este diagn¨®stico adolece, primero, de una cierta inexactitud, y, segundo, es deudor de la cultura del antifranquismo; una cultura y unas ideas periclitadas sin remedio.
La idea moderna de naci¨®n es un invento del liberalismo. Fueron los ilustrados y los constituyentes gaditanos los que crearon la naci¨®n pol¨ªtica, compuesta por ciudadanos libres, como algo equivalente a igualdad civil, a Constituci¨®n, a Estado limitado. "Espa?oles, ya ten¨¦is patria", se dijo en 1812; y por patria entend¨ªan, y entendemos los liberales espa?oles, la ley com¨²n, no la lengua, ni la religi¨®n, ni cualquier otra caracter¨ªstica privativa. Son t¨¦rminos muy parecidos a lo que, modernamente, Habermas ha llamado "patriotismo constitucional".
Esta tradici¨®n de nacionalismo liberal, pol¨ªtico, ilustrado, no se interrumpe en nuestra historia contempor¨¢nea. Desde Larra o Alcal¨¢ Galiano -uno de los introductores de la voz nacionalismo-, hasta el sexenio democr¨¢tico. Nacionalistas liberales son los republicanos, como bien ha estudiado el profesor Andr¨¦s de Blas. Lo es tambi¨¦n C¨¢novas de] Castillo, por m¨¢s que su idea de naci¨®n se adorne con elementos rom¨¢nticos (lengua, 11 genio" o psicolog¨ªa, etc¨¦tera). Por hijo de la "revoluci¨®n moderna", o sea, liberal, se ten¨ªa C¨¢novas; patriotismo el suyo 11 callado" y "paciente", nada amigo de las exageraciones ret¨®ricas. Nacionalista liberal es parte del regeneracionismo finisecular; partidario de conciliar el desarrollo econ¨®mico con la reforma del Estado; la industrializaci¨®n con el reconocimiento de las regiones con personalidad propia. Nacionalista es la Generaci¨®n del 98 -Unamuno, Baroja, Maeztu, Azor¨ªn-; un conjunto de escritores a quienes muchos espa?oles debemos tanta parte de nuestra educaci¨®n literaria y est¨¦tica. Nacionalistas liberales eran Ortega y Gasset y Aza?a, y a ninguno de ellos se le puede negar la voluntad de integrar al nacionalismo perif¨¦rico en el Estado integral espa?ol.
Ni siquiera los partidos din¨¢sticos de la Restauraci¨®n pueden considerarse enemigos de los, llam¨¦moslos as¨ª, hechos diferenciales. Baste recordar el proyecto maurista de administraci¨®n local, o la creaci¨®n de la Mancomunidad catalana en 1912. El t¨®pico de la intransigencia castellana y del sentido com¨²n catal¨¢n; el perpetuo "no nos entienden" de catalanistas y vasquistas podr¨¢ consolar a algunos, pero es radicalmente inexacto.
Existe, sin duda, otro discurso acerca de la naci¨®n espa?ola. Men¨¦ndez Pelayo y la derecha integrista fueron sus creadores a finales del siglo pasado. Ellos afirmaron que Espa?a era consustancial con el catolicismo; que el "genio espa?ol" se agostaba en las filas de la heterodoxia liberal. Este mismo discurso fue el de sus ep¨ªgonos de Acci¨®n Espa?ola en los a?os treinta y, en parte, tambi¨¦n de la CEDA.
Un nacionalismo, si se me permite la paradoja, muy poco nacionalista. Por encima de la naci¨®n, cosa secular al fin y al cabo, estaban la religi¨®n y el rey. Todos los que no comulgaban en el ideario mon¨¢rquico y cat¨®lico quedaban excluidos de la naci¨®n; eran la "antiEspa?a". Un discurso de guerra civil que perpetu¨® el franquismo, ahora sin rey. Un discurso que, desdichadamente, identific¨® lo espa?ol con la Iglesia, el imperio, el "destino en lo universal" y otras garambainas m¨¢s o menos folcl¨®ricas o patrioteras.
No es extra?o que la izquierda, la "anti-Espa?a", identificase la parte con el todo; es decir, el franquismo con la unidad pol¨ªtica; los s¨ªmbolos de la naci¨®n con el dictador inicuo. Fue moda durante la transici¨®n alardear de autonomista, cuanto m¨¢s mejor. Se descubrieron entonces en Espa?a, mejor dicho, en el Estado espa?ol, nacionalidades de las que nadie hab¨ªa tenido noticia. Reconocer como propia la bandera rojigualda signific¨® para muchos una crisis de conciencia. Los ¨²nicos nacionalismos leg¨ªtimos fueron desde entonces los de signo perif¨¦rico. Una oscura conciencia de culpa se adue?¨® de la izquierda espa?ola, como si tuviese que hacerse perdonar, a fuerza de concesiones, los cr¨ªmenes que otros cometieron.
Es hora ya de mandar al trastero esta limitada visi¨®n heredada del antifranquismo. El nacionalismo liberal espa?ol tiene una hermosa genealog¨ªa; puede ser motivo de orgullo, aunque nadie est¨¦ obligado a sentirlo. Resulta equivocaci¨®n may¨²scula identificar espa?ol¨ªsmo con reacci¨®n con un pu?ado de j¨®venes vociferantes. Por lo mismo que ser¨ªa err¨®neo identificar al vasquismo con Sabino Arana, un personaje racista, ultracat¨®lico y antiliberal. O al catalanismo con el obispo Torras i Bages, o con los maurrasianos que florecieron bajo la protecci¨®n de Prat de la Riba. El "peligroso" nacionalismo espa?ol se reconoce en la Constituci¨®n y en el Estado de las autonom¨ªas. Los partidos y grupos que lo encarnan han reconocido los s¨ªmbolos y la legitimidad de los nacionalismos perif¨¦ricos. Aunque, por cierto, no puede decirse que ese reconocimiento haya sido rec¨ªproco. Todav¨ªa m¨¢s. Puestos a identificar las amenazas para el Estado liberal y democr¨¢tico espa?ol, yo tender¨ªa a verlas en otro lado. Si alg¨²n riesgo existe, relativo al fin y al cabo, ¨¦ste proviene de las tendencias centr¨ªfugas, del regateo sin l¨ªmite, de la b¨²squeda del privilegio disfrazado de agravio, de la falta de lealtad al Estado. No puede ignorarse, por ejemplo, el car¨¢cter h¨ªbrido del nacionalismo catal¨¢n contempor¨¢neo, mitad ¨¦tnico, mitad c¨ªvico.O la naturaleza totalizante del naciona-
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