CR?NICAS
Nadie conoce a nadieQue Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar estuviera leyendo durante todo el transcurso de la primera votaci¨®n parlamentaria de esta legislatura el admirable libro de poemas de Luis Garc¨ªa Montero, Habitaciones separadas, s¨®lo se explica por el hecho probable de que se lo estuviera aprendiendo de memoria. El libro es breve e intenso, como tienen que ser los libros de versos; pero dura lo que tiene que durar, a no ser que lo lea un opositor. En este pa¨ªs parece com¨²n que los pol¨ªticos alardeen de sus lecturas, quiz¨¢ porque leen poco, y por eso cuando leen en p¨²blico se detienen tanto: no leen, deletrean. En esa misma sesi¨®n parlamentaria, el nuevo presidente del Congreso, Federico Trillo, tambi¨¦n hizo expl¨ªcita su preferencia literaria, que parec¨ªa un editorial sobre los otros: le¨ªa ?tica para n¨¢ufragos, el ensayo de salvamento de Jos¨¦ Antonio Marina. Una vez Felipe Gonz¨¢lez ley¨® las Memorias de Adriano y lo dijo, y aquel libro fue un ¨¦xito instant¨¢neo de la Yourcenar. En el caso de Gonz¨¢lez, parece que le¨ªa -y lee- en casa; de Aznar ahora ya se sabe que lee en p¨²blico y que en privado habla catal¨¢n, que como ¨¦l afirma es una de las lenguas m¨¢s perfectas que existen, lo cual es muy extra?o, pues todas las lenguas son perfectas o no en funci¨®n de c¨®mo se utilizan.Pero, en fin, hab¨ªa que poner el libro en la conversaci¨®n de la gente, y ah¨ª est¨¢n, por fin, en las cr¨®nicas parlamentarias algunos t¨ªtulos importantes de la presente bibliograf¨ªa. La literatura puede ense?ar mucho a los que mandan; nadie escucha, como dice Julio Llamazares, y nadie conoce a nadie, como escribe el sevillano Juan Bonilla, pero la literatura se va abriendo paso. El otro d¨ªa lleg¨® al estrado real, en forma de explicaci¨®n de c¨®mo era la vida com¨²n espa?ola antes de la luz el¨¦ctrica, el gas casero, las neveras, el transistor y los televisores. Fue un buen espect¨¢culo para el que tuviera detenimiento. El que le¨ªa en este caso lo hac¨ªa abiertamente y en p¨²bl¨ªco; era Antonio Mu?oz Molina, el martes pasado, en la Academia de Ciencias, ante los Reyes de Espa?a. Presentaban una nueva edici¨®n del Vocabulario cient¨ªfico y t¨¦cnico, y el presidente de la Academia, ?ngel Mart¨ªn Municio, le hab¨ªa pedido al autor de El jinete polaco que pronunciara un discurso. El joven acad¨¦mico opt¨® por la autobiograf¨ªa de mucha gente: c¨®mo era este pa¨ªs en medio de la pobreza cient¨ªfica y tambi¨¦n de la pobreza cotidiana, y como fueron entrando en la casa el agua caliente, el grifo, la cocina de gas butano, c¨®mo fuimos dejando atr¨¢s las reliquias de nuestra m¨¢s reciente prehistoria, aquella que a¨²n sufrieron nuestros padres, y c¨®mo el progreso cient¨ªfico fue redimiendo del sufrimiento y de la escasez a tanta gente que nosotros vimos arar a mano o fregar el suelo de rodillas. Muy probablemente en aquella sala roja y acolchada pocos conocieron en su infancia o en su juventud casos as¨ª de gente como tantos que a¨²n viven para contarlo, porque probablemente esas tareas se las hac¨ªan otros. El Rey se rascaba a veces la cabeza, como si eso le sonara de algo, pero la Reina permanec¨ªa atenta, como oyen las reinas, que no hablan sino escuchan; al lado de Mu?oz Molina estaban el alcalde de Madrid y el presidente de la Comunidad: Ruiz-Gallard¨®n re¨ªa abiertamente, cuando el escritor convert¨ªa en sarcasmo la nostalgia, y ?lvarez del Manzano permanec¨ªa circunspecto, como si ¨¦l missmo en aquel instante estuviera pendiente de otro pensamiento. Mu?oz Molina fue describiendo aquel mundo de miseria, hasta llegar a los instantes actuales en que la ciencia ha aliviado de tanto retraso la existencia cotidiana de las personas que no ten¨ªan otro remedio que agacharse para vivir, y lo suyo ya no es sino memoria irreparable de un tiempo que ya no ser¨¢ jam¨¢s de nuevo as¨ª. Acaso la Reina miraba atenta porque pudo imaginarse qu¨¦ deb¨ªa ser mujer en aquellos tiempos no tan lejanos que evoc¨® el escritor de ?beda. Pero en aquel ambiente solemne y estricto que parecen imponer las presencias reales uno se preguntaba en qu¨¦ biograf¨ªa ilustre de las presentes hubo alguna vez evidencia de todas aquellas vicisitudes que narraba Mu?oz Molina.
Fue una sesi¨®n solemne y extra?a, pues de pronto se pusieron ante las miradas de los Reyes, como en una pel¨ªcula del No-Do, o de un nuevo viaje a las Hurdes, las instant¨¢neas que ya s¨®lo puede trasladar la memoria literaria. Es una l¨¢stima que en estas sesiones tan acartonadas en las que de pronto entra con su realidad de aire tibio la literatura de los otros, los poderosos no levanten el dedo para decir: y yo quiero contar lo que me pas¨® a m¨ª. De este modo nadie termina conociendo a nadie, y uno se queda sin saber, despu¨¦s de escuchar a Mu?oz Molina, si los Reyes y quienes le oyeron desde arriba ten¨ªan algo que a?adir de su propia memoria a aquella descripci¨®n literaria que parec¨ªa un cuadro natural de Antonio L¨®pez.
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