Una ni?ez republicana
En v¨ªsperas del 14 de abril estuve leyendo La calle de Valverde, que sin duda es la mejor de las novelas de Max Aub, la m¨¢s poblada de vitalidad y alegr¨ªa, de palabras, de gente, de gente real y personajes inventados, y justo cuando termino el libro, con una poderosa sensaci¨®n de gratitud y nostalgia, el azar me depara otra lectura que parece corresponderse exactamente con la de Max Aub y prolongarla de alg¨²n modo. No es una novela esta vez, sino un libro de memorias, El ni?o republicano, de Eduardo Haro TecgIen, que es uno de esos escritores a los que sin darse uno mucha cuenta lleva toda la vida leyendo, desde los tiempos de Triunfo, donde Haro escrib¨ªa y nos ilustraba con no s¨¦ cu¨¢ntos seud¨®nimos, hasta ahora mismo, cuando cada ma?ana, en este peri¨®dico, en su p¨¢gina menos alentadora, la de televisi¨®n, uno se irrita o se reconcilia con ¨¦l, se encrespa con sus arbitrariedades, agradece sus chispazos lac¨®nicos de claridad, en los que ahora que lo pienso hay algo del estilo entrecortado y afilado de Aub.En La calle de Valverde se cuenta el Madrid de la segunda mitad de los a?os veinte, el de la juventud de Max Aub, un Madrid de tertulias vanguardistas y atrabiliarias conspiraciones republicanas contra el dictador Primo de Rivera, de sindicalistas ¨ªntegros y austeros como monjes laicos y j¨®venes de provincia dispuestos a conquistar la capital ganando unas oposiciones o colocado algunos versos ultramodernos en la Revista de Occidente. Por las- r¨¢pidas p¨¢ginas de la novela los personajes de ficci¨®n se cruzan con los que existieron de verdad y conversan con ellos, en un tumulto de caf¨¦s y de cervecer¨ªas, y entre el ruido de las palabras y los vasos de pronto se alza la voz aguda y ceceante de don Ram¨®n Mar¨ªa del Valle-Incl¨¢n, o se ve al fondo, en un div¨¢n, tras la niebla de los cigarrillos y los espejos empa?ados, la figura b¨²dica y tranquila de un gordo que resulta ser Indalecio Prieto. Por el Madrid de La calle de Valverde, donde ya hay bares modernos y accidentes de tr¨¢fico y resplandece en lo m¨¢s alto de la Giran V¨ªa el edificio reci¨¦n terminado, de la Telef¨®nica, la dictadura de Primo de Rivera es sobre todo una funci¨®n de esperpento que muy pronto arrastrar¨¢ consigo en su ca¨ªda la farsa y licencia de la monarqu¨ªa chulesca de Alfonso XIII, y la Rep¨²blica es un sue?o y una posibilidad intacta y tr¨¦mula que se confunde en los corazones de la gente con la pura disposici¨®n de entusiasmo de la juventud: muchachas de clase trabajadora que se cortan el pelo y estudian para mecan¨®grafas, cient¨ªficos de veintitantos a?os que ambicionan viajar a los laboratorios de las universidades alemanas, estudiantes de literatura que descubren al mismo tiempo la prosa de Marcel Proust y la energ¨ªa sincopada del cine y del jazz...
Lo que cuenta Max Aub en La calle de Valverde son exactamente las v¨ªsperas de los recuerdos de infancia de Eduardo Haro TecgIen. Los dos escriben desde la distancia y la melancol¨ªa del tiempo: Aub en M¨¦xico, hacia 1960, veinte a?os despu¨¦s de haber sido empujado a la di¨¢spora por la derrota militar de la Rep¨²blica; Haro TecgIen en la Espa?a de ahora, en el Madrid amn¨¦sico, irreconocible, devastado por d¨¦cadas de especulaci¨®n y por el brutalismo del tr¨¢fico, que convierte a cualquiera que vaya a pie en una v¨ªctima posible, y a cualquier conductor en un antropoide que amenaza con rugidos de claxon. Y a pesar de la amargura de la derrota y el desarraigo, Aub y Haro Tecglen comparten un tono como de ilusi¨®n invulnerable, una nostalgia tan libre de misantrop¨ªa y de resentimiento que no nos parece que estuvi¨¦ramos leyendo los testimonios de dos perdedores de la guerra.
La Rep¨²blica que rememora Haro TecgIen y la que imaginan los, personajes de Max Aub es algo m¨¢s que un episodio hist¨®rico desfigurado o embellecido por la lejan¨ªa, del mismo modo que una infancia verdaderamente preservada de las corrupciones de la vida adulta es algo m¨¢s que un refugio para la a?oranz a. La II Rep¨²blica, en la memoria de Haro TecgIen, se superpone a los mejores a?os de felicidad de la ni?ez, a la dulzura de saberse c¨¢lidamente protegido y cuidado y a la vez libre para descubrir el mundo. Yo no creo que nadie que no haya sentido esa delicada mezcla de certidumbre y libertad pueda alcanzar de adulto una vida serena: las sombras de nuestros padres j¨®venes nos siguen protegiendo cuando nos hacemos mayores, y por eso el hombre que se interna en la vejez puede acordarse de la voz de su padre en un tel¨¦fono hace sesenta a?os como si ahora mismo acabara de colgar. En uno de los momentos m¨¢s estremecedores del libro, Haro TecgIen cuenta que su padre, cuando le llamaba a Valencia desde el Madrid invernal y hambriento y cercado por las tropas de Franco, le dejaba o¨ªr en el auricular el ruido de las explosiones, el rumor lejano de la guerra, que en su o¨ªdo infantil sonar¨ªa como ese ruido de las caracolas del que a los ni?os les dicen que es el ruido del mar.
Para lo que le sirven a uno los yacimientos de dicha de su infancia es para mantenerse firme y saludable en el presente. La memoria de la Rep¨²blica, en las p¨¢ginas del libro de Eduardo Haro TecgIen, es una tersa vindicaci¨®n de lo mejor que hemos tenido y de lo que m¨¢s falta nos hace ahora, un misterioso equilibrio republicano entre la responsabilidad y la libertad, entre las exigencias m¨¢s inflexibles del conocimiento y de la moral pol¨ªtica y el franco deleite en el desahogo popular. En La calle de Valverde la presencia de Valle-Incl¨¢n o de Aza?a no es m¨¢s imponente que la del cantaor flamenco Antonio Chac¨®n; en El ni?o republicano, Haro TecgIen nos recuerda que los a?os de La Barraca, de Unamuno y de Ortega, fueron tambi¨¦n los de Angelillo y Miguel de Molina. Al cabo de tanto tiempo y tantos desenga?os, leo ahora a Max Aub y a Eduardo Haro TecgIen y me parece que nada de aquello se perdi¨®. El ni?o republicano es cada uno de nosotros: no conocimos aquella Espa?a ilusionada y tr¨¢gica, pero nos conmueve con la misma fuerza que los mejores recuerdos de la infancia.
Babelia
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