La Casa de Fieras
Cualquier ciudad que se precie necesita un parque zool¨®gico, para recuerdo del impulso ancestral de cautivar al enemigo. En el origen fueron las bestias feroces que, al fin y al cabo, nunca pretendieron otra cosa que cierto estatuto auton¨®mico, en su territorio de caza. Deb¨ªa resultar muy vistoso -y si se me permite el neologismo castizo, molar cantidad- traerse a una pantera abisnia, encadenada al carro del vencedor. La cuesti¨®n es que, apenas mediado el siglo XIX, se crea en Madrid el primer zoo, como dependencia coherente del Jard¨ªn Bot¨¢nico. Luego, siempre de forma subsidiaria, pasa al Buen Retiro, donde lo conoc¨ª en mi infancia. Se llamaba, pomposamente, Casa de Fieras. Entre la reducida n¨®mina, reconoc¨ªamos al tigre de Bengala, el est¨®lido b¨²falo de las praderas, las mal tra¨ªdas gacelas, el sorprendente dromedario, el taimado lobo -siempre con el rabo entre piernas, como maquinando alguna maldad-; la decorada cebra y la malhumorada avestruz, que nos eran familiares a trav¨¦s de Salgari, de Zane Grey, de Kipling y del Tarz¨¢n primero. No mucho m¨¢s, cr¨¦anme, aunque, para hacer bulto, es posible que hubiera alguna gallina de Guinea. Ha venido a mejor fortuna y hoy es un coto decente y competitivo en la Casa de Campo.Los viejos la reconocemos, al primer golpe de vista y merecen felicitaci¨®n quienes han conservado las fundacionales trazas. Contin¨²a la misma entrada, que flanquean dos columnas del t¨ªpico y c¨¢lido ladrillo madrile?o, donde se encaraman un par de leones equilibristas, fieles a la escultural tradici¨®n de subirse a lugares inveros¨ªmiles. Alguien decidi¨® que no era bueno que el le¨®n est¨¦ solo y all¨ª le tenemos, frente a su pareja estable, tan campantes, en una estupefacta vigilia de piedra. Parientes pobres, sin duda, del que con tanta paciencia se deja retratar en la veneciana Plaza de San Marcos.
A la izquierda, la hilera de jaulas que separaban a los carniceros del asombrado visitante, porque, antes, la gente se maravillaba con cualquier cosa. No siempre estaban visibles y si el caballero impaciente alza la queja, cualquier guardi¨¢n le informa que era el momento de la comida, o de la siesta, asuntos que los irracionales suelen despachar en privado. S¨®lo hubiera faltado indicar que estaban reunidos, como cualquier empingorotado ejecutivo. Loable pudor, llevarse al fondo invisible del cubil los trozos de carne, reci¨¦n troceada.
Era una violaci¨®n del derecho fundamental de los seres vivos a la libertad de movimientos, ahora fingida en m¨¢s amplios espacios. Cuando leo el recurrente relato de los cautivos de ETA, me viene a la memoria el incesante y breve traj¨ªn de aquellos seres enclaustrados. En el mismo lugar que la sucesi¨®n de cubiles, se encuentran hoy oficinas de la Comunidad de Madrid, en su negociado competente, sustituidos los gruesos barrotes por ventanas encristaladas y verjas de hierro, pintadas de blanco.
Tras ellas se puede ver al funcionariado, instalado ante la mesa, un tel¨¦fono a la mano, la banderita estrellada y, quiz¨¢s, el retrato de la parienta o el pariente. Eso en el caso de que, salvando toda circunstancia, no est¨¦n tomando el caf¨¦ de las once, el bocadillo del mediodia o el aperitivo de la una.
A la derecha, se conserva, tal cual, la gruta donde un enorme oso blanco, de piel casi apolillada, mov¨ªa incesantemente la aprisionada envergadura bajo una providente ducha que mitigaba los calores estivales. Cerca, el bullicio jaul¨®n de los lobos desharrapados y, surcando aguas verdeantes, alg¨²n cisne altivo entre los patos. No queda recuerdo expl¨ªcito de lo que ha sido. El recinto se conoce hoy por jardines del arquitecto Herrero Palacios, de acertado y pl¨¢cido dise?o. El viento se llev¨®, hace mucho, el acre tufo de las guaridas; el bronco gru?ido, el nost¨¢lgico rugir, el bramar asm¨¢tico fueron relevados por la risa de los ni?os jugando, el pasear at¨®nito del jubilado y la ronda de los guardas jurados, destocados del airoso chambergo y sin la respetable carabina, que cargaban con tiros de sal.
Por el inmediato Paseo de Coches ya no circulan veh¨ªculos, las fieras se han mudado y dudo que haya ranas en ¨¦l estanque donde se mira el Palacio de Cristal; nadie las echa de menos. El Retiro es, m¨¢s que: nunca, de la gente menuda y de los viejos. Y de las reci¨¦n, llegadas ardillas, claro.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.