Recuerdo de la muerte
Mientras en la plaza de Las Ventas contin¨²a la hecatombe taurina de todos los a?os con una perfecta regularidad de matadero industrial, en la galer¨ªa de exposiciones de la Fundaci¨®n Mapfre se puede asistir a otra celebraci¨®n espa?ola de la muerte, menos sangrienta y sin duda mucho menos multitudinaria, pero a veces igual de sobrecogedora, tan poblada de calaveras como un osario o como los retablos de una iglesia barroca, de calaveras que parecen sonre¨ªr con una carcajada de ultratumba o que tienen un aire tremendo y mineral de calaveras f¨®siles, de grandes cr¨¢neos prehumanos desenterrados en una excavaci¨®n de paleontolog¨ªa fant¨¢stica. Nunca como en estos ¨²ltimos tiempos la muerte ha tenido en el cine y en la televisi¨®n una presencia m¨¢s obsesiva y grosera: pero es siempre una muerte trivial, hecha simult¨¢neamente de pornograf¨ªa y de frivolidad, de moda hist¨¦rica y sadismo. Al mismo tiempo que la primera juventud se establece como paradigma publicitario de todo, lo mismo de la literatura que de los anuncios de bebidas, la muerte pierde su presencia y su amenaza real: la muerte es lo que les ocurre a algunos personajes secundarios de las pel¨ªculas, a v¨ªctimas despojadas siempre de identidad y de glamour, sobre todo si son las v¨ªctimas de esos asesinos en serie que ahora est¨¢n tanto de moda, y que se han convertido en los h¨¦roes culturales de la imbecilidad contempor¨¢nea.Envejecer y morir son cosas rid¨ªculas que les suceden a otros. La agon¨ªa lenta de un toro en una plaza forma parte del mismo espect¨¢culo irreal y lejano que el deg¨¹ello de un fugitivo en Liberia o que un delirio de matanzas y sangre escenificado por esos genios indiscutibles no ya del cine, sino de la civilizaci¨®n contempor¨¢nea, que son Quentin Tarantino, Robert Rodriguez o el m¨¢s siniestro y c¨ªnico de todos ellos, Oliver Stone. Pero uno viaja al Madrid remoto de los rasca cielos, al Madrid norteamericano de los centros comerciales subterr¨¢neos y los ejecutivos m¨¢s veloces, y en el lugar m¨¢s inesperado encuentra de nuevo la presencia de la muerte antigua y la obsesi¨®n barroca por las mentiras y las vanidades del mundo: en un Madrid frigor¨ªfico, entre obsoleto y futurista, en un laberinto de pasos subterr¨¢neos, de tiendas de lujo, de cafeter¨ªas siempre un poco extraterrestres, Fernando Huici ha organizado una exposici¨®n en la que lo mejor del arte espa?ol del siglo est¨¢ mirado a trav¨¦s de la celebraci¨®n arcaica de la calavera y de las postrimer¨ªas, de la evidencia m¨¢s antigua que, sin embargo, resulta siempre la novedad m¨¢s inusitada: en palabras quevedescas de Borges, "el horrendo dictamen de que todo es del gusano".
Las sombras de Vald¨¦s Leal, de Ribera, de Pereda, de S¨¢nchez Cot¨¢n, se prolongan intactas en el mejor arte espa?ol del siglo XX. Como un severo par¨¦ntesis enmedio de los shopping malls de Madrid, Fernando Huici ha ideado un cat¨¢logo y un almac¨¦n de representaciones del despojo humano, una galer¨ªa espl¨¦ndida y macabra de calaveras: calaveras pintadas o esculpidas, calaveras de pl¨¢stico, de bronce, de tinta y de papel, calaveras terribles de pudridero eclesi¨¢stico o de m¨¢scara de carnaval.
Aqu¨ª la muerte no es una broma para que se parta de risa un ni?ato con el cerebro reblandecido y con la boca pastosa de palomitas de ma¨ªz. En Guti¨¦rrez Solana, en Picasso, en Antonio Saura, en el Equipo Cr¨®nica, la muerte tiene una amenaza de carcajada y de guada?a y un pavor de epidemia, como en una danza medieval o en un cuadro del Bosco o de Brueghel, o como en un temible noticiario nazi de los a?os treinta. Eduardo Arroyo, en un cuadro de 1967, representa la Espa?a franquista como una mas¨ªa de Mir¨® tomada por la muerte, con la horca asomando por esas ventanas altas de las casas de campo donde cuelgan las poleas, con la tierra de labor sembrada de pistolas, de insignias nazis, de peri¨®dicos cuyo t¨ªtulo es mejor no recordar. En una escultura o poema visual de Joan Brossa la muerte es una calavera atravesada por un clavo que sujeta tambi¨¦n el ala satinada de un sombrero de copa: parece que el muerto nos da la bienvenida o nos dice adi¨®s alzando anticuadamente el sombrero, con una cortes¨ªa f¨²nebre de calavera de. Fred Astaire. El cr¨¢neo invertido de Antoni T¨¤pies es una presencia tremenda, con algo de f¨®sil y de bloque de tierra, de cabeza amputada y volcada de ¨ªdolo con una taladradura de tornillo en la si¨¦n que parece la huella de una trepanaci¨®n ritual o el orificio de un disparo. Hay otro cr¨¢neo, de Miquel Barcel¨®, una forma de bronce que sugiere con id¨¦ntica fuerza lo vegetal, lo mineral y lo animal, con oquedades de calavera de res y fibrosidades de tub¨¦rculo, de ra¨ªces reci¨¦n sacadas de la tierra. La Mesa digestiva de Barcel¨® es ella sola un supermercado y uno de esos desaforados bodegones belgas en los que se amontona todo con una proliferaci¨®n de almac¨¦n de mayorista: las vacas degolladas, los racimos de aves, el pescado, las hortalizas y las frutas, los libros, los paquetes de cigarrillos, todo sumado en el gran vertedero de la abundancia y de la digesti¨®n, de la putrefacci¨®n y la basura.
"Y no hall¨¦ cosa en que poner los ojos", dice Quevedo, "que no fuera recuerdo de la muerte". Pero la conciencia de la muerte y el pavor y el respeto hacia sus potestades tambi¨¦n empuja hacia una celebraci¨®n ir¨®nica y apasionada de la vida. En la galer¨ªa de la Fundaci¨®n Mapfre no hay nada que no sea un recuerdo de la muerte, pero hay muchos testimonios de rebeli¨®n y de irreverencia contra ella, de burla y escarnio contra su solemnidad y vindicaci¨®n de los placeres comunes de la vida. Basta mirar ese misterioso bodeg¨®n de Angeles Santos, pintado en 1930, Lilas y calavera: una mesa austera, con platos de barro, con una copa, con una botella, con un cuchillo y un pan, con un ramo de lilas, con la parte delantera de un cr¨¢neo. Hasta ayer yo desconoc¨ªa la existencia de esa pintora admirable, que junta la disciplina del cubismo y el claroscuro barroco, el recuerdo de S¨¢nchez Cot¨¢n y el de C¨¦zanne. Ya parece imposible que alguien haya sabido mirar con tanta delicadeza y respeto la cotidianidad id¨¦ntica de la muerte y la vida.
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