Dos citas camperas en Pozos
En recuerdo de mi padre, el mejor aficionado
Un domingo que hab¨ªa una capea en Pozos, en la finca de El Viti, hacia all¨ª nos dirigimos. Nadie del grupo quer¨ªa ser torero, ni pretend¨ªa probarse con alguna erala o utrera que soltaran para invitados o aficionados, sin embargo ten¨ªamos toda la ilusi¨®n en nuestros corazones infinitos de sue?os, de ver una buena fiesta campera y de contemplar al toro bravo en el cerrado m¨ªtico del gran torero. En el camino se pinch¨® la rueda de El Rebusco y paramos para que pudiera arreglar la aver¨ªa, ocasi¨®n que aprovech¨® uno de los m¨¢s intr¨¦pidos para coger melones de una huerta pr¨®xima. Nos dimos un fest¨ªn de fruta y regocijo, y llegamos como rayos de plata alegre a la dehesa de nuestro anhelo.
Vimos los primeros toros y la impresi¨®n fue de respeto y chuler¨ªa con gracia, que no trascend¨ªa m¨¢s all¨¢ de la sombra de nuestras bicicletas. No ¨¦ramos primerizos sin sensibilidad. Turreaba un toro berrendo en colorao, acapachado de pitones, que estremeci¨® con el eco de su cante tel¨²rico nuestro infante est¨®mago. Animal tan bello y majestuoso no lo hay en la Tierra. El ¨²ltimo burel que divisamos antes de aparcar la bicicleta fue un negro za¨ªno de cuerna acucharada y list¨®n, que se rascaba los lomos contra una encina a?osa y veraz. Hab¨ªa unas muletas y un par de capotes contra la valla de la placita, por fuera, que reposaban y aguardaban. Y que tardaron poco en ser usados. Los invitados a la fiesta campera estaban con ganas de probar su arte para burlar a las vaquillas.
La segunda visita que hice a Pozos fue a?os despu¨¦s, cuando el matador de toros de temple soberano y pureza conceptual, impecable y honda, estaba retirado de la vida profesional como torero. Era un mes de agosto de hace unos tres lustros aproximadamente, y celebraba Vitigudino sus fiestas patronales. Se suele entonces hacer un homenaje al hijo del pueblo ausente, y en esa ocasi¨®n se realiz¨® una fiesta en el cerrado de Pozos.
All¨ª acudimos emigrantes, inmigrantes, vecinos y arrimados, y a los pocos minutos aplaud¨ªamos, coment¨¢bamos y celebr¨¢bamos a nuestro buen parecer y sano disfrute los muletazos, quiebros y volteretas que acontec¨ªan en el ruedo de la placita de tienta. Ya hab¨ªamos columbrado la manga por donde circula encauzado el ganado, y visto desde arriba los chiqueros en donde apartaban las vacas.
Y cuando en el coso de la placita hab¨ªa ocurrido de todo, una vaca encastada fue toreada por el maestro. Tuvo que ser reclamado por el respetable para que accediera a coger la pa?osa. El Viti ten¨ªa calada una gorrilla de fieltro al ofrecer por primera vez la muleta a la vaca brava y pegajosa. Que dej¨® su rebeld¨ªa y ¨¢spera embestida, disuelta en la feliz y poderosa tela roja con la que el gran maestro le indicaba c¨®mo y por d¨®nde ten¨ªa que pasar.
Fue colocarse en la distancia adecuada, adelantar lo justo la muleta y tirar de la vaca con la m¨²sica sutil y sedosa de su mando iluminado. Una cadencia superior al correr la mano, el codo componiendo un arco de natural elegancia, una estoica figura que terciaba entre la vida y la muerte, con la verdad del toreo eterno, el arte sin adjetivos empastados. Las dos palmas de sus manos acariciaban el morro. de la becerra, que beb¨ªa con fruici¨®n, como agradecida persiguiendo el nirvana. El milagro en el toreo es el temple sentido como geometr¨ªa, esa poes¨ªa que nos libera.
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