Destierro y destiempo de Max Aub
El nuevo acad¨¦mico dedic¨® su discurso a la figura de Max Aub, al que calific¨® como "un espa?ol dem¨®crata y de izquierdas, sin m¨¢s ra¨ªces que las elegidas por ¨¦l mismo". A continuaci¨®n se reproducen fragrnentos del texto le¨ªdo.
Se?ores acad¨¦micos:
Dado que mi primera intervenci¨®n en esta Academia va a versar sobre el autor de un discurso acad¨¦mico imaginario, no me parece impropio atestiguar mis sentimientos de gratitud hacia esta instituci¨®n que hoy me acoge citando palabras del discurso de ingreso de un acad¨¦mico que s¨ª fue elegido, pero que no lleg¨® a tomar posesi¨®n, por culpa de una suma de infortunios y azares que tienen mucho que ver con los episodios m¨¢s tristes de la historia contempor¨¢nea de Espa?a. En las primeras l¨ªneas de un borrador que nunca fue definitivo, don Antonio Machado declara: "Tengo muy alta idea de la Academia Espa?ola por lo que ha sido, por lo que es y por lo que puede ser. Me hab¨¦is honrado mucho, demasiado, al elegirme acad¨¦mico, y los honores desmedidos perturban siempre el equilibrio ps¨ªquico de todo hombre medianamente reflexivo".
Antonio Machado, que se pas¨® tantos a?os postergando la conclusi¨®n de su discurso de ingreso en la Academia, caus¨® baja en ella y en la vida el 22 de febrero de 1939. En 1956, Max Aub, en su exilio de M¨¦xico, imagin¨® con menos sarcasmo que melancol¨ªa la ceremonia de su toma de posesi¨®n como acad¨¦mico, redactando un discurso que se titulaba El teatro espa?ol, sacado a la luz de las tinieblas de nuestro tiempo, y al que habr¨ªa respondido otro acad¨¦mico tan imaginario como ¨¦l, su amigo Juan Chab¨¢s, quien adem¨¢s, en la fecha supuesta del discurso ya hab¨ªa muerto. En la Academia en la que Max Aub imagin¨® que ingresaba en diciembre de 1956 faltaba Antonio Machado, que no habr¨ªa muerto en el invierno atroz de 1939, sino mucho despu¨¦s, serena y dignamente, en un futuro falso, pero muy razonable, tal vez a principios de los a?os cincuenta, despu¨¦s de haber sido director del teatro Nacional. Un discurso no terminado nunca se corresponde con otro concluido, pero s¨®lo en la imaginaci¨®n. En la Academia de Max Aub se sientan escritores que pertenec¨ªan de verdad a ella y otros que pudieron ser acad¨¦micos, pero no lo fueron, y tambi¨¦n otros que tardar¨ªan muchos a?os a¨²n en ingresar, con lo cual la ficci¨®n casi se convierte en profec¨ªa. Miguel Delibes, que es acad¨¦mico desde 1973, lo era ya para Aub desde 1954. En la Espa?a de 1952, pocas cosas hab¨ªa tan imposibles como que Francisco Ayala ocupara un sill¨®n acad¨¦mico. Pero el que le asign¨® Aub acabar¨ªa siendo suyo en 1983, de modo que lo que parec¨ªa invenci¨®n arbitraria result¨® ser una verdad antes de tiempo.
El tiempo, que seg¨²n Chaplin es el mejor autor, porque encuentra siempre el final adecuado, vuelve verdaderos algunos vaticinios e iguala en la muerte al acad¨¦mico que no lleg¨® a tomar posesi¨®n y al que nunca fue elegido [ ... ].
La etiqueta exige que todo nuevo acad¨¦mico comience su discurso haciendo el elogi¨® del que lo precedi¨® en el sill¨®n que desde ahora ¨¦l ocupar¨¢, pero como, en mi caso, el sill¨®n u min¨²scula es de nueva creaci¨®n, tal vez eso me permite la libertad de sentirme vinculado y agradecido no al acad¨¦mico cuyo lugar yo voy a ocupar ahora, sino a todos aquellos que me han servido de ejemplo con sus personas y sus obras. La literatura, entre otras cosas, es la posibilidad de un di¨¢logo maravilloso no s¨®lo entre las generacioines, sino tambi¨¦n entre los vivos y los muertos y entre los saberes y las artes, una alianza y tina legi¨®n extranjera de desconocidos, como la llam¨® la novelista, argentina VIady Kociancick. Para m¨ª, aparte del honor que se me ha hecho en elegirme, lo que significa pertenecer a esta Academia es tener el privilegio inmerecido de encontrarme en uno de los lugares donde m¨¢s intensa y m¨¢s f¨¦rtil es la posibilidad de ese di¨¢logo. Despu¨¦s de mi elecci¨®n se me pregunt¨® muchas veces qu¨¦ pensaba yo que pod¨ªa aportar a la Academia, y se conjetur¨® que la circunstancia casual de mi edad podr¨ªa tener un efecto renovador o ben¨¦fico sobre la instituci¨®n: pero a m¨ª lo que me ilusionaba y lo que me ilusiona no es lo que yo puedo traer aqu¨ª, pues no tengo nada m¨¢s que las p¨¢ginas que he escrito, sino todas las cosas que puedo aprender de las personas que hoy me reciben, y a las que a¨²n me parece una presunci¨®n llamar mis compa?eros.
Un escritor no se vuelve mejor al ser elegido acad¨¦mico, pero tampoco creo que se vuelva peor. El ¨¦xito p¨²blico es mucho m¨¢s dulce que el fracaso, pero ninguno de los dos resulta muy de fiar. El ¨²nico galard¨®n indudable en literatura es la maestr¨ªa, y ¨¦sta, cuando se alcanza, a veces sucede sin testigos, o es advertida tan tarde que al escritor le llega el reconocimiento cuando ya nada le importa o cuando est¨¢ muerto.
A Valle-Incl¨¢n, por cierto, no le quita nada de su gloria el no haber sido acad¨¦mico, y a don Benito P¨¦rez Gald¨®s no le agreg¨® nada a sus m¨¦ritos, pero yo, que he aprendido de los dos con el mismo entusiasmo, me siento hoy m¨¢s honrado porque entre mis predecesores en esta corporaci¨®n est¨¦ el insigne don Benito, y con ¨¦l otro de los escritores espa?oles que m¨¢s merecen ser admirados y amados, don P¨ªo Baroja, cuya sombra errante me gusta imaginar cuando paseo por este barrio espl¨¦ndido de Madrid, cuando bajo hasta la cuesta de Moyano o camino por el Retiro, donde, por cierto, le erigieron a don P¨ªo una estatua ignominiosa, indigna no s¨®lo de tan gran novelista, sino de la poblaci¨®n de estatuas de escritores y sabios que hay dispersas por aquellas arboledas.
Pero al menos don P¨ªo tiene una estatua, y sus novelas son f¨¢cilmente accesibles para el lector com¨²n. De Max Aub, el escritor espa?ol cuyo discurso acad¨¦mico falso inspira el m¨ªo, no s¨®lo no hay estatuas, que yo sepa, sino que adem¨¢s es muy dif¨ªcil encontrar en nuestras librer¨ªas la mayor parte de sus obras. ?l, que invent¨® a tantos personajes que parec¨ªan reales, y que tantas veces, invisti¨® a las personas reales de la dignidad fant¨¢stica de la literatura, parece ahora en gran parte la invenci¨®n de un novelista, porque su figura ha sido modelada sobre todo por la lejan¨ªa y el desconocimiento. Veinticuatro a?os despu¨¦s de la muerte en M¨¦xico de Max Aub, y 40 a?os justos despu¨¦s de su ingreso imaginario en la Academia Espa?ola, alguien que naci¨® justo entonces invoca su figura y su obra en este mismo estrado que ¨¦l nunca lleg¨® a pisar, pero desde el que le habr¨ªa correspondido dirigirse a ustedes con m¨¢s justicia que a m¨ª. Sin duda la literatura es un juego de voces que quiebran la l¨®gica del tiempo: la de aquel desterrado a quien yo nunca vi y que estaba muerto cuando empec¨¦ a leer sus libros me acompa?a y me gu¨ªa ahora, y a mi voz se superpone el eco nunca escuchado de la suya.
Lo que ¨¦l so?¨® me ocurre a m¨ª. En cada uno de nosotros hay siempre un involuntario usurpador. Usurpamos el lugar de quienes nos precedieron en la vida, de quienes podr¨ªan haber obtenido con m¨¢s m¨¦rito lo que el azar reserv¨® para nosotros. Pero quiz¨¢ mi usurpaci¨®n ser¨¢ justificada en parte si la aprovecho hoy para recordar y vindicar la literatura de aquel novelista espa?ol que sent¨ªa haberse quedado, por culpa de la derrota y del exilio, sin patria y sin lectores. ?Existe de verdad un ciudadano sin pa¨ªs, un escritor desconocido por su p¨²blico? En La gallina ciega, el diario de su visita arisca y desenga?ada a la Espa?a de 1969, Max Aub constata con amargura que casi nadie aqu¨ª ha le¨ªdo sus libros, y eso le hace sentirse irreal e invisible, no mucho m¨¢s hipot¨¦tico que el personaje de una novela.
La sensaci¨®n maxaubiana de irrealidad parcial que yo tengo ahora mismo se me acent¨²a por el hecho de que jam¨¢s se me ocurri¨® pensar que recibir¨ªa una distinci¨®n, tan alejada de mis expectativas. No por nada, sino porque el oficio de la literatura me es tan querido que el simple hecho de dedicarme a ella, de publicar libros y tener lectores, ya me parece una recompensa, siempre inesperada y siempre bien venida, a la que no acabo de acostumbrarme y que nunca deja de despertar mi gratitud ni mi asombro. [ ... ]
En la literatura, a diferencia de en la vida, no hay pasados obligatorios. Contra el pasado que fabricaba la cultura franquista uno quer¨ªa elegir otro" y lo buscaba a tientas, y eleg¨ªa por casualidad y por instinto nombres proscritos en los que reconocerse. Uno busca maestros, pero tambi¨¦n busca h¨¦roes, h¨¦roes civiles e ¨ªntimos de la palabra escrita, que lo enaltecen y lo acompa?an, que le ofrecen coraje en la rebeli¨®n y consuelo en la melancol¨ªa. Yo tuve la buena suerte de encontrarme. enseguida con Max Aub. [ ... ]
Recuerdo el hallazgo de algunas de sus obras teatrales, en los tiempos en que yo, pensaba que el teatro iba a ser mi rom¨¢ntica dedicaci¨®n como escritor. En esa edad, una novela, una pieza teatral o un libro de poemas pueden arrasarnos como un mal amor: a m¨ª, la lectura de Morir por cerrar los ojos me daba a los 17 a?os una noci¨®n abrumadora de los apocalipsis de este siglo, y a?ad¨ªa a la cruda percepci¨®n de la angustia para la que tan dotado est¨¢ uno a esa edad una conciencia muy precisa del devenir hist¨®rico en el que se inscriben los azares de las vidas humanas. Posteriormente, al mismo tiempo que el teatro como tarea literaria dejaba de interesarme, justo cuando me apasionaba el descubrimiento de las posibilidades expresivas de la novela, fue cuando encontr¨¦ Jusep Torres Campalans, esa biograf¨ªa falsa de un pintor cubista olvidado que es sin duda la m¨¢s s¨®lida y la m¨¢s desvergonzada de las muchas bromas literarias de Aub. De aquella novela, y de un relato de otro de los grandes maestros en las sutilezas de la apariencia de las cosas, Henry James, naci¨® sin duda la idea de la primera novela que llegu¨¦ a escribir. [ ... ]
A los veinte a?os, esa clase de invenciones lo deslumbran a uno por su pura cualidad de juego, y porque es el momento de creer en la primac¨ªa de lo literario sobre lo real, y en las potestades de la literatura para colonizar espacios en la vida. S¨®lo mis tarde empieza uno a preguntarse seriamente el porqu¨¦ de ciertas decisiones est¨¦ticas, o su sentido m¨¢s profundo, el que se esconde detr¨¢s del juego literario leg¨ªtimo y le concede su verdadera legitimidad. ?Por qu¨¦ Aub, en Jusep Torres Campalans, en vez de escribir abiertamente una novela, fingi¨® escribir un ensayo de historia del arte, o un libro reportaje del mismo orden del que dejar¨ªa inacabado sobre su amigo Luis Bu?uel? Se dir¨ªa que ese tipo de escritura es parecida a esa pintura mural del barroco que simula puertas, composiciones arquitect¨®nicas, incluso personajes reales que al aproximarnos a ellos revelan su condici¨®n de fantasmas bidimensionales. Porque adem¨¢s, Aub no se conforma con usar las palabras en beneficio de su impostura. [ ... ] En el caso del discurso de su ingreso ap¨®crifo en la academia, Max Aub no se limit¨® a escribirlo: lo hizo imprimir y editar con una tipograf¨ªa y un tipo de encuadernaci¨®n y de papel que se parecen mucho a los de las ediciones de esta Academia, con un pie de imprenta falso, pero no inveros¨ªmil. El ejemplar que yo poseo lo encontr¨® un amigo m¨ªo en un puesto de libros de segunda mano en una calle de Ciudad de M¨¦xico: quien no conociera la impostura, quien comprara por simple curiosidad ese folleto, sin saber mucho de la historia contempor¨¢nea de Espa?a, podr¨ªa leerlo sin caer en la cuenta de su falsedad. [ ... ]Pero me parece que la intenci¨®n y el efecto de las invenciones de Aub es justo lo contrario del juego posmoderno: la ideolog¨ªa t¨®xica y halagadora de la posmodernidad quiere convencernos de que no hay nada que no sea dudoso y trivial, lo cual nos concede en el fondo la posibilidad de no sentirnos nunca afectados por las cosas, responsables del mundo; si todo es un espect¨¢culo m¨¢s o menos virtual, asquearse por una de las matanzas que aparecen puntualmente en los telediarios es tan pueril, o tan anticuado, como no venerar los simulacros pornogr¨¢ficos de violencia y sadismo en que viene especializ¨¢ndose el cine norteamericano m¨¢s celebrado por nuestras clases cultas. Lo que hace Aub, usando lo imaginario, es justo explicarnos el negativo o la sombra de lo real, mostrarnos su parte de azar, de mentira, de artificio. [ ... ]
Exiliado en M¨¦xico, Max Aub, tal vez para equilibrar instintivamente el agobio de las cosas que hab¨ªan pasado, se complaci¨® en inventar las que pudieron o debieron pasar, del mismo modo que a Adolfo Bioy Casares le gusta especular sobre la existencia de mundos paralelos y simult¨¢neos al nuestro en los que se van cumpliendo otros futuros.
En uno de esos mundos, la guerra civil espa?ola no ha tenido lugar, y un Max Aub de 53 a?os, director de los teatros nacionales, lee su discurso de ingreso en una Academia Espa?ola que, por supuesto, no lleva por delante el t¨ªtulo de Real. Por razones pol¨ªticas, desde luego, pero tambi¨¦n literarias: la Academia de Max Aub no es Real, sino Irreal. En esa Irreal Academia Espa?ola, como en La calle de Valverde, en Jusep Torres Campalans y en las novelas populosas del Laberinto m¨¢gico, se mezclan los muertos y los vivos, y la verdad y la mentira se funden en una aleaci¨®n que da el oro indudable de la literatura, de lo que pudo o debi¨® ser y no alcanz¨® la existencia. El. folleto del discurso falso, pero tangible, es una sola gota de ficci¨®n que provoca graduales modificaciones qu¨ªmicas en la realidad. Un solo d¨ªa, el 12 de diciembre imaginario de 1956, cambia retrospectivamente los veinte a?os anteriores de la vida espa?ola. [ ... ]
Cronista amargo y minucioso de las cosas que en realidad hab¨ªan ocurrido, Aub se toma la revancha contando las que merecieron ocurrir: en 1956, el jefe del Estado espa?ol no es el general Franco, sino don Fernando de los R¨ªos, sucesor de don Manuel Aza?a en la presidencia de la Rep¨²blica que acaba de cumplir 25 a?os; seg¨²n la relaci¨®n de acad¨¦micos que viene al final del discurso, Federico Garc¨ªa Lorca no fue asesinado en Granada en el verano de 1936: ahora, a los 58 a?os, acad¨¦mico desde 1942, escucha las palabras de Max Aub, sentado cerca de Miguel Hern¨¢ndez, que no muri¨® de tuberculosis y de desolaci¨®n en una c¨¢rcel dos a?os despu¨¦s del final de la guerra, porque no hubo ninguna guerra, y por lo tanto, ni Jorge Guill¨¦n, ni Pedro Salinas, ni Rafael Alberti, ni Luis Cernuda tuvieron que marcharse al xilio, y ¨¦l, Aub, mira sus caras atentas y serenas cuando levanta los ojos de las cuartilas que est¨¢ leyendo en el mismo lugar donde yo leo hoy las m¨ªas, casi cuarenta a?os despu¨¦s de aquella fecha que no est¨¢ en los calendarios: ve a los que en 1956 ya estaban muertos y a los que nunca volver¨ªan a Espa?a, pero como no hubo guerra, y por lo tanto tampoco vencedores ni vencidos, cerca de Am¨¦rico Castro est¨¢ sentado Jos¨¦ Mar¨ªa Pem¨¢n, y Ram¨®n J. Sender y Blas de Otero comparten su condici¨®n de acad¨¦micos con Ernesto Gim¨¦nez Caballero y con Pedro Sainz Rodr¨ªguez. La fisura tremenda entre los que se fueron y los que se quedaron, la tierra de nadie del desconocimiento y el olvido, no han llegado a existir: D¨¢maso Alonso puede encontrarse habitualmente en la Academia con sus mejores amigos de la juventud, que no han tenido que marcharse a pa¨ªses lejanos; Miguel Delibes y Camilo Jos¨¦ Cela conversan con los maestros de m¨¢s edad, con Emilio Prados, con el sabio Moreno Villa, con el propio Max Aub, que tal vez ha entrado en la Academia m¨¢s en su condici¨®n de director del teatro Nacional que de novelista, pues, si no hubo guerra, si no tuvo que irse al exilio, si no sinti¨® la necesidad rabiosa de contar lo que hab¨ªa vivido, ?qu¨¦ novelas hab¨ªa escrito este Max Aub en lugar del Laberinto m¨¢gico? ?No hab¨ªa dicho ¨¦l que fue el general Franco quien lo convirti¨® de verdad en novelista? Escribir y recordar son actos de pura rebeli¨®n contra el tiempo: "Hubo un tajo y todo volvi¨® a crecer, se curaron las heridas, lo destrozado se volvi¨® a levantar, ni ruinas quedaron. La gente se acostumbr¨® a no tener ideas acerca del pasado".[ ... ] Ahora que a todos nos quieren encerrar y subdividir en particularismos miserables, y que la palabra espa?ol es pronunciada en muchos lugares como un insulto o una acusaci¨®n, creo que est¨¢ bien acordarse de alguien que, como Max Aub, decidi¨® ser espa?ol, un espa?ol dem¨®crata y de izquierdas, sin m¨¢s ra¨ªces que las elegidas por ¨¦l mismo, sin otras lealtades que las de la convicci¨®n civil y la libertad. Ahora que en Espa?a crece cada d¨ªa un delirio de pertenencias y genealog¨ªas, de atornillamientos ancestrales, me gusta admirar el ejemplo de este hijo de padre jud¨ªo alem¨¢n y de madre francesa que vino por primera vez a Espa?a en 1914, a los 11 a?os, y se march¨® de aqu¨ª en 1939, a los 36, y sin embargo cont¨® y sinti¨® como nadie la vida del pa¨ªs y la desgarradura del exilio. Jud¨ªo, alem¨¢n, franc¨¦s, valenciano, ap¨¢trida, mexicano, peregrino en su patria, regresado al destierro y muerto en ¨¦l en 1972, Max Aub me parece un ejemplo de ciudadan¨ªa y de inteligencia espa?olas, de esa clase de ciudadan¨ªa y de inteligencia espa?olas, de esa clase de ciudadan¨ªa y de inteligencia que para nuestra desgracia acab¨® demasiadas veces en el infortunio y el exilio.
La Academia conjetural a la que ¨¦l se dirigi¨® en su discurso de 1956 estaba compuesta parcialmente de muertos y de desterrados: el linaje en que debe ser incluido su nombre es el de tantos espa?oles que debieron abandonar su pa¨ªs o que sufrieron la desgracia de no escapar a tiempo de ¨¦l. Max Aub es heredero de Gaspar Melchor de Jovellanos, que fue miembro de esta Academia, y tambi¨¦n de Jos¨¦ Mar¨ªa Blanco White, que hubo de renunciar no s¨®lo a su nacionalidad, sino tambi¨¦n a su idioma; la condici¨®n de acad¨¦mico no es incompatible con la de fugitivo, proscrito o exiliado. [ ... ] Como los jud¨ªos y los moriscos de varios siglos atr¨¢s y los liberales de 1814 y de 1823, como Antonio Machado y Manuel Aza?a y Niceto Alcal¨¢ Zamora -que tambi¨¦n fue acad¨¦mico, por cierto-, Aub huy¨® de su pa¨ªs para no ser ejecutado o encarcelado por sus compatriotas. Igual que muchos de ellos, pag¨® su lealtad con el destierro permanente, con la extra?eza sin remedio. [ ... ]
En ninguna parte, ni en Espa?a ni en M¨¦xico, encontr¨® Max Aub el acogimiento que deseaba y merec¨ªa. [ ... ]
Max Aub no pod¨ªa olvidar y no pod¨ªa volver, y su destiempo, su expulsi¨®n del presente, para usar de nuevo las palabras de Claudio Guill¨¦n, era m¨¢s grave y amargo que el destierro. De esas imposibilidades est¨¢ echo lo mejor de su literatura. Y a pesar de todo, de tantos a?os y tanto desconocimiento, de aquel olvido que, seg¨²n ¨¦l dec¨ªa, trepaba como una hiedra por Espa?a, sus libros vuelven poco a poco a recuperar su ciudadan¨ªa entre nosotros, al mismo tiempo que se han ido cumpliendo algunas invenciones tan fant¨¢sticas como las del discurso de 1956. Porque no est¨¢n ni el ma?ana ni el ayer escritos, la imaginaci¨®n puede corregir las cosas que han sido irremediables y vaticinar las que a¨²n falta mucho para que sucedan, y hacerlas de ese modo menos imposibles. La muerte de Antonio Machado en Colliure no puede ser modificada, y su discurso de ingreso en esta Academia nunca se llegar¨¢ a concluir, pero el destierro de Max Aub se alivia parcialmente cada vez que un editor recobra uno de sus libros y que un lector se encuentra con ¨¦l. La lista de los acad¨¦micos que hoy me honran tan desmedidamente recibi¨¦ndome no es menos diversa que la imaginada por Aub en 1956, o que el Parlamento que en 1977 restaur¨® las libertades espa?olas, en el que, por cierto, se sentaban algunos personajes del Laberinto m¨¢gico. Del mismo modo que el sistema pol¨ªtico actual se legitima en la medida en que restaura las libertades de 1931 y con ellas la herencia progresista de las Cortes de C¨¢diz, yo no creo que la cultura espa?ola pueda lograr su verdadera plenitud si no recobra la tradici¨®n abolida en 1939, la herencia intelectual y c¨ªvica que representan con tal exactitud los escritores que compartieron la misma edad que Max Aub y un destino semejante al suyo, algunas veces m¨¢s terrible y otras no tan definitivamente amargo. Dije al principio que la literatura era el di¨¢logo entre los vivos y los muertos, el lugar donde se quiebran las leyes del tiempo. Don Quijote, en nuestra imaginaci¨®n y en nuestra biblioteca, es contempor¨¢neo de Aquiles y de Huckleberry Finn, y los versos de Dante y los de don Francisco de Quevedo nos hablan con una voz tan pr¨®xima como la de nuestra propia conciencia. En este sal¨®n uno siente la presencia de los acad¨¦micos que hoy me escuchan a m¨ª y de los que murieron hace mucho tiempo, pero el di¨¢logo no se detiene en este recinto, y se prolonga en las voces de quienes nunca llegaron a ingresar aqu¨ª, pero pudieron o debieron haber ingresado. En Luces de bohemia, Rub¨¦n Dar¨ªo comparte el div¨¢n de un caf¨¦ con el marqu¨¦s de Bradom¨ªn, con Max Estrella y Don Latino de Hispalis. En la ciudadan¨ªa de la literatura, donde ni el destiempo ni el destierro existen, el discurso acad¨¦mico de Max Aub y el de Antonio Machado son menos reales, pero no menos memorables, que el de don Benito P¨¦rez Gald¨®s o el de don P¨ªo Baroja. Pero ya advert¨ª al principio, con palabras de Machado, que los honores desmedidos perturban siempre el equilibrio ps¨ªquico de todo hombre medianamente reflexivo. A estas alturas, y a causa de la emoci¨®n, de los nervios, del aturdimiento, de la gratitud, de la extra?eza solemne y abrumadora de las ceremonias, yo no estoy muy seguro que este discurso m¨ªo no sea tambi¨¦n parcialmente, maxaubianamente, imaginario.
Muchas gracias.
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