Quinientas palabras
Cinco a?os y varias biograf¨ªas despu¨¦s de su muerte la figura de Graham Greene tiende a desdibujarse un poco, incluso para muchos de sus lectores m¨¢s adictos. La gente muere y se desvanece en la memoria p¨²blica, y los libros, que estuvieron alimentados por la vida y la presencia del autor, se borran parcialmente o del todo cuando el autor ya no existe, cruzan por un purgatorio de indiferencia del. que muchas veces ya no vuelven, porque a donde va a dar es al olvido. Graham Greene se muri¨® en Ginebra en abril de 1991, y para conmemorar el quinto aniversario de su ausencia, el novelista y editor Michael Korda ha escrito en The New Yorker una larga evocaci¨®n de su amistad Con el maestro, a quien conoci¨® a principios de los a?os cincuenta a bordo de un yate de lujo que hac¨ªa un crucero por el Mediterr¨¢neo.Aquel verano, Michael, Korda, sobrino del productor de El tercer hombre y El ¨ªdolo ca¨ªdo, era un adolescente de 16 a?os que acababa de terminar el curso en un internado ingl¨¦s y al que su padre enviaba ahora a pasar obligatoriamente las vacaciones en un yate poblado de adultos a los que no conoc¨ªa. Era tan t¨ªmido, cuenta, que le daba terror el simple hecho de salir de su camarote. Una ma?ana no tuvo m¨¢s remedio que subir a cubierta a la hora del aperitivo, y se encontr¨® perdido entre mujeres de vestidos claros y gasas y hombres de pantalones blancos, chaquetas azules con botones dorados y pa?uelos al cuello que beb¨ªan c¨®cteles y charlaban frente al horizonte de calma azul del Mediterr¨¢neo'. Acobardado, r¨ªgido en su nerviosismo, oir¨ªa las risas de las mujeres y el tintineo de las copas dispersado en el aire por la brisa del mar. Entonces, alguien s¨ª lo vio: un hombre alto, de cara gruesa y rojiza, de ojos extraordinariamente claros, se acerc¨® a ¨¦l con una sonrisa alentadora y ofreci¨¦ndole un dry martini:
-Esto es lo que te est¨¢ haciendo falta -le dijo.
De modo que en menos de un minuto Michael Korda se emborrach¨® instant¨¢neamente con el primer dry martini de su vida y trab¨® con Graham Greene una simpat¨ªa mutua que a los dos los salvaba del tedio lujoso del crucero por el Mediterr¨¢neo, y que iba a durar a lo largo de 40 a?os, hasta la muerte de Greene. Recordando a quien fue su amigo, que aquella ma?ana de principios de los cincuenta hab¨ªa tenido la delicadeza generosa de adivinar su desamparo y de ofrecerle el auxilio tan necesario de su camarader¨ªa y su magisterio, Michael Korda se extra?a de no encontrar apenas los rasgos de la persona que ¨¦l conoci¨® en ninguna de las copiosas biograf¨ªas publicadas hasta ahora, que oscilan sin t¨¦rmino medio entre la santificaci¨®n y la calumnia, que reconstruyen paso a paso, cada una de las fechas, domicilios, viajes y pormenores laborales o sentimentales de Greene y sin embargo no parecen reparar en lo que aquel chico de 16 a?os vio enseguida, la bondad misteriosa de aquellos ojos transparentes, su benevolencia y su curiosidad hacia los m¨¢s d¨¦biles, hacia los que tienen rniedo y se sienten perdidos, su dedicaci¨®n diaria y sin ¨¦nfasis al oficio de escribir.
A Graham Greene, que hab¨ªa sido esp¨ªa, le gustaba inventar tramas de espionaje no s¨®lo, en sus novelas, sino tambi¨¦n en su vida personal, y alimentaba la vanidad de que el FBI llevaba muchos a?os persigui¨¦ndolo, interviniendo sus cartas y sus llamadas telef¨®nicas. Cuando en Estados Unidos se permiti¨® el acceso p¨²blico a una parte de los archivos de los servicios de inteligencia, Greene le pidi¨® ansiosamente a Korda que hiciera lo posible por conseguir el expediente que sin la menor duda habr¨ªa elaborado ¨¦l FBI contra ¨¦l, con todos los detalles de sus viajes y sus conspiradores, de su amistad ¨ªntima con Fidel Castro, con Torrijos, con Kim Philby, de su tenaz antiamericanismo. Korda, que viv¨ªa en Estados Unidos, solicit¨® a Washington el expediente sobre Greene y lo recibi¨® con toda normalidad a vuelta de correo, comprendiendo enseguida, nada m¨¢s palpar su delgadez, la decepci¨®n que iba a llevarse su amigo: los documentos que hab¨ªa imaginado tan novelescamente Graham Greene, las fotograrf¨ªas y los informes y las transcripciones de cintas telef¨®nicas que atestiguar¨ªan d¨¦cadas de acoso y espionaje norteamericano, se reduc¨ªan en la realidad a un par de recortes viejos de peri¨®dico sujetos con un clip y guardados en un sobre marr¨®n.
Dice Korda que ese sobre casi vac¨ªo y la tenacidad de la Academia, sueca en no darle el Nobel fueron las dos grandes decepciones de la vejez de Graham Greene. Desde 1978, cuando termin¨® esa maravilla imborrable de melancol¨ªa y transparencia que es El factor humano, la calidad de su escritura sufri¨® un declive muy acentuado, al que no eran ajenos ni el whisky ni la decrepitud f¨ªsica. Pero hasta el final sigui¨® trabajando, como un anciano laborioso que no se resigna a la infamia de la jubilaci¨®n: escrib¨ªa quinientas palabras diarias, ni una m¨¢s ni una me nos, porque despu¨¦s de tantos a?os ten¨ªa para calcularlas un instinto tan seguro como el del artesano que sabe medir las cosas a ojo y con toda exactitud. Esas son las quinientas palabras diarias que justifican una vida, la p¨¢gina y media que es el fruto del trabajo sin el cual algunos no sabemos situamos en el mundo, una cosa tan fr¨¢gil como un pu?ado de polvo, una pura destilaci¨®n de empe?o y paciencia que no es nada d¨ªa a d¨ªa y sin embargo se convierte luego en la hilera de las obras completas de Graham Greene. A la ma?ana siguiente de conocerlo, muy temprano, Michael Korda subi¨® a la cubierta del yate de su t¨ªo y vio a Greene escribiendo, echado en una hamaca, con atenci¨®n, con rapidez, sin apariencia de dudas o de arrepentimientos.
Al cabo de un rato, escritas. sus quinientas palabras, Greene guard¨® la estilogr¨¢fica y el cuademo de tapas negras en el que hab¨ªa estado escribiendo y s¨®lo entonces pareci¨® que reparaba en el sol reci¨¦n salido y en el aire fresco de la ma?ana. Con todo el entusiasmo, el aturdimiento y la gratitud de los 16 a?os, Michael Korda pens¨® que no habr¨ªa en el mundo otro oficio mejor que el de su amigo Graham Greene.
Babelia
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