El camarero surrealista
Un lejano d¨ªa de enero, tan lejano que yo preferir¨ªa no acordarme de su fecha exacta, cuatro j¨®venes sub¨ªan con emoci¨®n la Torre de Madrid recordando una contrase?a. Yo era uno de los cuatro, y en un apartamento con vistas nos esperaba el causante de muchas noches de fiebre cinematogr¨¢fica, que hab¨ªa accedido -por mediaci¨®n de su amigo Ricardo Mu?oz Suay- a conversar con esos verd¨ªsimos aspirantes a entrar por todas las puertas, grandes y peque?as, del cine. Bu?uel se escudaba en su sordera -al modo en que Borges administraba con exageraci¨®n o picard¨ªa su ceguera- para rehuir el contacto con los periodistas, para evitar los viajes, una de sus no-aficiones predilectas, pero aquel d¨ªa sobrepas¨® el tiempo acordado y habl¨® con humor y calidez casi tres horas, en v¨ªsperas de un viaje que acabar¨ªa permiti¨¦ndole el rodaje por un tiempo prohibido de Tristana.De la tarde de la Torre de Madrid sali¨® una entrevista autorizada que Bu?uel despu¨¦s desautoriz¨® en una carta, aunque Carlos Fuentes, que le conoci¨® bien, afirmaba que nunca hab¨ªa o¨ªdo la voz del maestro tan viva como en la transcripci¨®n publicada de aquella charla. En mi propio recuerdo permanecen dos im¨¢genes: una caja embalada de botellas de vino junto al equipaje hecho, que Bu?uel se pas¨® toda la reuni¨®n lamentando no poder dejarnos probar, y el atuendo del director, pantal¨®n negro con cintur¨®n mal ajustado al amplio abdomen, camisa blanca y corbata de pajarita. Un amable y rechoncho camarero de provincias.
En ese tiempo de mis universidades, pasadas tanto o m¨¢s en los cines y en los festivales de cine como en las aulas, tuve ocasi¨®n de ver cerca o entrevistar a algunos dioses de nuestro olimpo cinematogr¨¢fico: Dreyer, suav¨ªsimo y firme en su ancianidad, levitando sobre la laguna de Venecia mucho menos que los que acab¨¢bamos de ver en trance su ¨²ltima obra Gertrud; Visconti, acariciando el codo del cr¨ªtico que le ped¨ªa una entrevista, antes de que un jefe de prensa rompiese con la brutalidad del horario tan tierna proximidad; Truffaut, en el brillo de una inteligencia veloz y mordaz; Pasolini, entre el espect¨¢culo de su s¨¦quito de "muchachos de la vida" y la seriedad del polemista que nunca escurr¨ªa un bulto. Todos me cautivaron m¨¢s en su d¨ªa que el modesto, antisofisticado, en alg¨²n rasgo cazurro Luis Bu?uel de la Torre de Madrid, pero en ning¨²n hombre de cine he sentido, con el paso del tiempo y la presunta sabidur¨ªa de espectador asiduo, una m¨¢s conmovedora y aut¨¦ntica correspondencia entre la persona y la obra.
En una respuesta de 1962 a Robert Hughes, el hoy c¨¦lebre autor de La cultura de la queja, que da gusto ver metido entonces en el cine, Bu?uel dice querer realizar pel¨ªculas que revelen al p¨²blico que no vive en el mejor de todos los mundos posibles, algo que, seg¨²n ¨¦l, la mayor parte del cine, incluidas las supuestas pel¨ªculas sociales, hace de hecho al presentar los establecidos conceptos de patria, religi¨®n, amor o justicia como "¨²nicos y necesarios". Para el aragon¨¦s, una mirada f¨ªlmica que critique esos conceptos como meramente "imperfectos" no basta para acabar con el conformismo al que la gigantesca maquinaria del filme se consagra en su totalidad". Son palabras, por simples o evidentes que parezcan, de puro surrealista, secta en la que Bu?uel, m¨¢s all¨¢ de capillas, profesiones de fe y excomuniones, nunca dej¨® de creer. Es m¨¢s, yo dir¨ªa que la desfachatez aguda de sus ¨²ltimas intervenciones p¨²blicas y, desde luego, la gran trilog¨ªa francesa que cerr¨® su carrera muestran a las claras que si bien Bu?uel, como Picasso, centrifug¨® creativamente muy diversos estilos y corrientes (hay documentalismo, casticismo, neorrealismo, psicologismo y m¨¢s ismos a¨²n en su filmografia), mantuvo siempre como su fundamento la convulsiva belleza del surrealismo.
Este verano la exposici¨®n del Reina Sof¨ªa y la complet¨ªsima retrospectiva de la Filmoteca Nacional cubrir¨¢n al artista de Calanda de multitud de olores, de inciensos, glosas y laureles. Que ning¨²n homenaje o ditirambo, que ninguna erudita revisi¨®n nos quite de la vista que el cine de Bu?uel, rudo y desaseado, paleto a veces como su vestimenta el d¨ªa de la Torre de Madrid, es un saboteador de la estabilidad de lo real. El m¨¢s hermoso, duradero y desasosegante acto de extra?amiento o desorientaci¨®n de las certezas inamovibles (el d¨¦ paysement de Breton) que el arte capital del siglo XX ha aportado al hombre que querr¨ªamos ser en el siglo XXI.
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