200 a?os de ideolog¨ªa
Cuando en 1796 cierto pensador franc¨¦s, antiguo diputado de la Constituyente, acu?¨® el t¨¦rmino ideolog¨ªa, dif¨ªcilmente pod¨ªa imaginar la larga y parad¨®jica fortuna que a ese neologismo le estaba reservada. Destutt de Tracy, cabeza de un pu?ado de fil¨®sofos de la revoluci¨®n esencialmente preocupados por la pol¨ªtica cient¨ªfica y educativa, pretend¨ªa construir bajo esa r¨²brica nada menos que una ciencia de las ideas. La nueva disciplina, que deb¨ªa analizar el origen de los conocimientos humanos desde postulados antimetaf¨ªsicos y sensualistas, vendr¨ªa a dar por fin un fundamento cient¨ªfico, a la pol¨ªtica. As¨ª entendida, la ideolog¨ªa estaba destinada a integrarse en -esa global ciencia del hombre o de la sociedad cuyo estatuto epistemol¨®gico obsesion¨® a tantos sabios de la ¨¦poca. (Por cierto, tal filosof¨ªa de transici¨®n entre las Luces y el liberalismo ser¨ªa tempranamente recibida en Espa?a en los c¨ªrculos afrancesados de Salamanca y de Sevilla, para convertirse posteriormente -trienio liberal, a?os treinta- en uno de los ingredientes del pensamiento premoderado, ecl¨¦ctico y doctrinario de los A. Lista, R. Mart¨ª d'Eixal¨¤ o A. Alcal¨¢-Galiano).
As¨ª pues, el nacimiento de esa palabra testigo vino a se?alar el p¨®rtico de entrada en un tiempo -la era de las ideolog¨ªas- que sigue siendo el nuestro. La cosa, si bien se mira, tiene poco de sorprendente. La s¨²bita transici¨®n de un mundo ideol¨®gicamente tan un¨¢nime y estable cual lo fue la sociedad tradicional a la incertidumbre y el dinamismo de un tiempo trastornado, plet¨®rico de ideolog¨ªas en conflicto, no pudo menos de estimular la reflexi¨®n acerca de un fen¨®meno tan singular. Adem¨¢s, ?acaso no nos ense?¨® Tocqueville que las ideas cobran una importancia decisiva sobre todo en los momentos de graves crisis y cambios de r¨¦gimen por su capacidad para dotar de sentido a la acci¨®n humana? ?Qu¨¦ tiene, pues, de extraordinario que los id¨¦ol¨®gistes se propusieran fundar una ciencia de las ideas capaz de aportar un poco de luz sobre esas transformaciones precisamente en un momento de innovaci¨®n y de esperanzas, pero tambi¨¦n de desencanto y reflujo revolucionario, como el que se abre con la convenci¨®n termidoriana?
Los avatares del concepto de ideolog¨ªa a lo largo del ochocientos han, sido rese?ados a menudo. Aunque durante d¨¦cadas sigui¨® utiliz¨¢ndose (poco) el t¨¦rmino en este sentido cient¨ªfico-ling¨¹¨ªstico, lo cierto es que el viraje hacia su acepci¨®n peyorativa, anticipado por Bonaparte cuando rebautiz¨® despectivamente a Tracy y los suyos como id¨¦ologues, tendr¨ªa lugar medio siglo m¨¢s tarde. La pionera ideolog¨ªa a la francesa iba a dar paso, en efecto, en La ideolog¨ªa alemana (K. Marx y F. Engels, 1846), a su definici¨®n dominante por mucho tiempo; en lugar de una ciencia, la ideolog¨ªa pasaba a significar exactamente lo contrario: el producto mistificado de una falsa conciencia arraigada en un sustrato de ocultos intereses de clase, expresamente destinado a enmascarar la aut¨¦ntica realidad social... o sea, la ant¨ªtesis de esa verdadera ciencia social -el materialismo hist¨®rico- que Marx cre¨ªa haber descubierto por fin.
La larga tradici¨®n de an¨¢lisis marxista en tomo a la determinaci¨®n. social del pensamiento iba a renovarse, ya en nuestro siglo, con un libro clave en el que K. Mannheim echaba las bases de un nuevo saber: la sociolog¨ªa del conocimiento (Ideolog¨ªa y utop¨ªa, 1936). Sosten¨ªa Mannheim -en una direcci¨®n en parte coincidente y en parte opuesta a la de Tracy- que s¨®lo los cient¨ªficos sociales estaban en condiciones de escapar a las trampas de las ideolog¨ªas (y de su reverso, las utop¨ªas). Corr¨ªan a?os dram¨¢ticos, decisivos para el mundo entero. En nuestro pa¨ªs se iniciaba entonces una guerra terrible -una guerra en buena medida ideol¨®gica- que iba a tener continuidad muy pronto en otras latitudes.
Hace un tercio de siglo, en circunstancias mucho m¨¢s propicias y optimistas -el Estado de bienestar hab¨ªa sido acogido ben¨¦volamente por casi todos-, Daniel Bell lanzaba un diagn¨®stico tan bien conocido como pol¨¦mico: en Occidente las viejas ideolog¨ªas pol¨ªticas estaban francamente agotadas y, a la vista del elevado grado de consenso en las cuestiones fundamentales, su capacidad para suscitar controversias y enfrentamientos tocaba a su fin (The end of ideology, 1960). A?adamos, a modo de ep¨ªlogo, que el derrumbamiento del socialismo real ha venido a a?adir verosimilitud al anuncio del ocaso de las ideolog¨ªas, reformulado esta vez por un publicista avispado bajo el r¨®tulo m¨¢s efectista del "fin de la historia" (mientras, desde la otra banda ideol¨®gica, arrecian las denuncias contra la silenciosa dictadura tecnocr¨¢tica del pensamiento ¨²nico). Detr¨¢s de este sucinto rastreo tras la pista del concepto de ideolog¨ªa parece entreverse el ¨¢nimo permanente de sus sucesivos protagonistas de poner fin de una vez a las ideolog¨ªas para sustituirlas ora por un tipo de conocimiento verdadero ¡ªya sea una ciencia de las ideas (Tracy), la ciencia de la historia (Marx) o, m¨¢s modestamente, una sociolog¨ªa del saber (Mannheim)¡ª, ora por un repertorio de incontestables soluciones pragm¨¢ticas ¡ªdigamos el welfare state (Bell), o esa vulgata dogm¨¢ticocan¨®nica de la econom¨ªa de mercado con que nos apostrofan los sumos sacerdotes del nuevo economicismo liberal.
Desde este punto de vista te¨®rico, la era de las ideolog¨ªas aparece, pues, extra?amente jalonada por los sucesivos intentos de procurar su abolici¨®n; una ¨¦poca que se caracteriza, en suma, por la lucha tenaz ¡ªy escasamente exitosa¡ª contra la incertidumbre. Esta paradoja tiene en el fondo mucho que ver con las debilidades de la condici¨®n humana no siempre es f¨¢cil sustraerse a la tentaci¨®n de camuflar bajo la forma de incontrovertibles aserciones de hecho lo que no son sino creencias entreveradas de intereses, especulaciones y juicios de valor. (Apenas es preciso a?adir que estos intentos se han saldado con un notorio fracaso: la pretensi¨®n de oponer de manera absoluta la ciencia ¡ªpresuntamente verdadera¡ª a la ideolog¨ªa ¡ªde la que a priori se predica su falsedad¡ª se ha mostrado como una falacia ideol¨®gica m¨¢s). Sin embargo, el aspecto m¨¢s tr¨¢gico de nuestra historia (contempor¨¢nea) hay que buscarlo en otro designio bastante m¨¢s pr¨¢ctico y mort¨ªfero: el irrefrenable celo de los abanderados de algunas ideolog¨ªas fuertes por acabar con todas las dem¨¢s. Desde esta perspectiva, el siglo XX ha sido un gigantesco laboratorio de experimentaci¨®n ideol¨®gica (esto es, de puesta en marcha de diversas tentativas de destrucci¨®n en masa ad maiorem gloriam del Moloch totalitario). El escarmiento ha sido duro. Abandonadas antiguas certezas, canceladas no pocas ilusiones, hoy podemos cerrar el balance de este banco de pruebas con la constataci¨®n de que el novecientos ha usado y ha deshecho gran parte de los sistemas ideol¨®gicos gestados en las dos centurias anteriores.
En vista de tanta carnicer¨ªa se comprende el indisimulado alborozo de algunos ante la creciente desideologizaci¨®n y despolitizaci¨®n: ciertamente no faltan razones para la ideofobia. Derrotado el fascismo (1945), desmoronado el comunismo (1989), quedan sin embargo en pie (?y con qu¨¦ pujanza!) otras dos familias ideol¨®gicas no menos exclusivistas y despiadadas, inequ¨ªvocamente ligadas a la reacci¨®n contrailustrada; me refiero, claro est¨¢, a nacionalismos e integrismos (ideolog¨ªas, por cierto, emparentadas entre s¨ª y que, m¨¢s o menos diluidas, en determinados casos han logrado infiltrarse en los nuevos movimientos sociales). A estas alturas es evidente que desde cierta cultura de la protesta el vac¨ªo ideol¨®gico ha tendido ¨²ltimamente a llenarse a base de apelaciones a la identidad y al comunitarismo. Ahora bien, el culto autista a la identidad ha demostrado ad nauseam su nula capacidad para racionalizar la vida colectiva. En este sentido, sustituir la pol¨ªtica ideol¨®gica por ideolog¨ªas antipol¨ªticas, que giran en tomo a valores tan acreditadamente devastadores como la tierra y la sangre, la cultura (¨¦tnica) y la religi¨®n, no parece el mejor expediente para conjurar las incertidumbres de este fin de ¨¦poca.
Bienvenida sea, por tanto, esta desideologizaci¨®n si trae consigo una actitud desacralizada y sabiamente esc¨¦ptica que nos distancie de nuestras propias convicciones y creencias. Pero, puesto que al parecer no podemos pasarnos sin alguna clase de representaciones mentales colectivas que simplifiquen el complejo mundo social en que vivimos, ser¨ªa deseable optar al menos por ideolog¨ªas d¨¦biles, respetuosas con los derechos humanos y conscientes de su propia parcialidad; ideolog¨ªas, en suma, que, aspirando simplemente a ser razonables -o lo que es lo mismo, renunciando definitivamente a su insensato celo por la verdad total-, permitan a sus adeptos seguir siendo individuos aut¨®nomos y ciudadanos disidentes, felizmente capaces, como dijo una vez I. Berlin, de hacer del pluralismo su ¨²nica creencia fija.
Y es, llegados a este punto, donde cobran todo su valor las instituciones demoliberales que nos hemos dado para hacer posible ese pluralismo (instituciones, dicho sea de paso, que, sin identificarse estrictamente con ninguna doctrina, han de ser apreciadas y defendidas en s¨ª mismas, en lugar de estimarlas tan s¨®lo en la medida en que nos sirven para la realizaci¨®n del programa ideol¨®gico de nuestro propio grupo). Ya que -por fortuna- la unanimidad es imposible y jam¨¢s podremos ponemos de acuerdo sobre el bien -supremo (la sociedad no es ninguna comunidad unida por un corpus de dogmas compartidos), esforc¨¦monos en procurar, para decirlo a la manera de Rawls, "un consenso entrecruzado de doctrinas religiosas, filos¨®ficas y morales" (overlapping consensus) que haga posible "una sociedad justa y libre en condiciones de profundo conflicto doctrinal, sin perspectivas de soluci¨®n".
Javier Fern¨¢ndez Sebasti¨¢n es profesor de Historia del Pensamiento Pol¨ªtico en la Universidad del Pais Vasco
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