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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Un traductor en Par¨ªs (2)

Por Resumen de lo publicadoSus amigos le dijeron que un viaje le vendr¨ªa bien. Un viaje a Par¨ªs, su ciudad preferida, le ayudar¨ªa a superar el accidente que lo hab¨ªa dejado cojo. Y ¨¦l quer¨ªa escapar, era "el cojo que quiere correr": Alberto lo hab¨ªa dejado tras el accidente y su psic¨®logo ve¨ªa bien lo del viaje, siempre que lo hiciera seg¨²n ciertas reglas, como una ceremonia. Pens¨® que pod¨ªa ser una salida. Y se puso a hacer la maleta.

Para decirlo de una forma vagamente melodram¨¢tica, llegu¨¦ a Par¨ªs con la esperanza de encontrar ese agarradero que los que caminan por el alambre necesitan para no caer al abismo. En la maleta, aparte de la ropa y algunos objetos personales, s¨®lo llevaba un diccionario, la colecci¨®n completa de los libros de Baudelaire y varios cuadernos, en uno de los cuales, en una hoja m¨¢s dibujada que escrita, figuraban los pasos que hab¨ªa dado durante mi primera estancia en la ciudad: el itinerario que, de acuerdo con el ceremonial propuesto, deb¨ªa seguir para alejar de m¨ª el horror al vac¨ªo. Al ser nuestra memoria m¨¢s sensible a los primeros est¨ªmulos que a los recibidos cuando la costumbre ya ha hecho su aparici¨®n, el itinerario que hab¨ªa logrado plasmar en el cuaderno era m¨¢s preciso al principio que al final. "Compr¨¦ un ejemplar de Le Spleen de Paris en la misma estaci¨®n. Me cost¨® 10 francos", dec¨ªa la primera l¨ªnea. "Abandon¨¦ la traducci¨®n y me dediqu¨¦ a salir con mis nuevos amigos", dec¨ªa la ¨²ltima.

La dependienta del puesto de la estaci¨®n a punto estuvo de frustrar mi primer paso en la ciudad, al empe?arse en que no ten¨ªan ning¨²n ejemplar de Le Spleen de Paris; pero al ver que yo no me mov¨ªa de la caja y que los dem¨¢s clientes comenzaban a impacientarse en la cola, no le qued¨® otro remedio que seguir mirando y encontrarme uno, que result¨® ser de lujo, y me cost¨® 475 francos. Lo met¨ª en un compartimento exterior de la maleta y, tras un delicioso trayecto por las escaleras mec¨¢nicas, sal¨ª a la plaza y me sent¨¦ en uno de los bancos, en parte para descansar, en parte para aprovechar mejor mi primer contacto con el aire, el olor y las voces de la ciudad. Era temprano a¨²n, y las luces rojas de la torre de Montparnasse, rayas rojas sobre fondo negro, estaban encendidas. ?Empezaba a ser feliz? S¨ª, estaba empezando a serlo. Un poco.

Desgraciadamente, mi imaginaci¨®n no hab¨ªa cambiado durante el viaje. Rebel¨¢ndose contra mis apreciaciones, rebel¨¢ndose tambi¨¦n contra la emoci¨®n que me embargaba en aquel momento por el simple hecho de haber sido capaz de recorrer mil kil¨®metros para estar all¨ª, me mostr¨® un suicidio: un hombre se precitaba al suelo desde aproximadamente el piso n¨²mero 35 de la torre. Record¨¦ entonces, porque mi imaginaci¨®n y mi memoria siempre van juntas, que aquella escena bien habr¨ªa podido corresponder a la muerte de Nikos Poulantzas, muerto en aquella plaza, y de aquella manera. Record¨¦ a continuaci¨®n dos art¨ªculos que, al d¨ªa siguiente de la muerte del fil¨®sofo, hab¨ªa le¨ªdo en Le Monde. En uno de ellos, en el m¨¢s largo, se hablaba del fracaso del comunismo y de la depresi¨®n qu¨¦ por ese motivo sufr¨ªa Poulantzas. En el otro, muy breve, se citaba de paso cierta ruptura sentimental. Naturalmente, digan lo que digan los demagogos y los aficionados a la ret¨®rica, el verdadero motivo estaba en la ruptura, en lo nimio, en lo estrictamente personal.Apoyandome en el bast¨®n, y arrastrando con una mano la maleta de ruedas, avanc¨¦ unos 500 metros en direcci¨®n al cementerio de Montparnasse. Sucedi¨® entonces algo que, repentinamente, me devolvi¨® a la realidad, a un mundo bastante peor que el que yo ve¨ªa en mis momentos de euforia, pero m¨¢s soportable que el de mi imaginaci¨®n: una mujer africana, que no se hab¨ªa dado cuenta d¨¦ mis intenciones, me adelant¨® justo cuando yo me dispon¨ªa a sentarme y me quit¨® el sitio, un asiento de pl¨¢stico bajo la marquesina de la parada del autob¨²s. Inmediatamente, varias de las personas que estaban esperando all¨ª comenzaron a recriminar a la mujer. "C¨®mo puede usted quitarle el sitio a un impedido", le dijeron, o le vinieron a decir, a coro. "Hay que tener m¨¢s educaci¨®n, se?ora, estamos en Francia". Pens¨¦ para m¨ª: "Aqu¨ª se ve bien a las claras lo repugnante que puede ser la bondad. Los muy hip¨®critas han aprovechado la ocasi¨®n para recordarnos nuestras taras: a ella, su extranjer¨ªa; a m¨ª, la cojera". Les dej¨¦ discutiendo y segu¨ª adelante, hacia el cementerio donde yac¨ªa el poeta que tanto hab¨ªa luchado contra aquella terrible bondad de la gente que llamamos, y se llama a s¨ª misma, normal.

Conoc¨ªa el camino de memoria y llegu¨¦ enseguida hasta la sexta divisi¨®n, donde est¨¢ la tumba: Charles Baudelaire, 1821-1867. Me apoy¨¦ en el bast¨®n con las dos manos y susurr¨¦ las palabras de agradecimiento que, veinte a?os antes, con la sentimentalidad y la desmesura propias de la juventud, hab¨ªa pronunciado all¨ª mismo:

"Me arrancaste primero. de la Iglesia llev¨¢ndome lejos de su poes¨ªa vulgar y castrante. Luego me apartaste del d¨ªa, conduci¨¦ndome hacia una noche en la que mi cuerpo pudo, por fin, encontrar los cuerpos que deseaba. M¨¢s tarde, como colof¨®n, desarmaste mi esp¨ªritu igual que una mano poderosa desarma una caja de cart¨®n, y me hiciste libre. Supe, gracias a ti, que la vida es una compleja mezcla de luces y sombras, y que esa complejidad es magn¨ªfica".

Quiz¨¢s no fueran exactamente las mismas palabras del pasado, pues no recordaba bien si en aquella ocasi¨®n hab¨ªa dicho luces y sombras o si hab¨ªa dicho mal y bien, una compleja mezcla de mal y bien. Con todo, me di por satisfecho. No quer¨ªa obsesionarme con la exactitud. La obsesi¨®n, la idea fija, tambi¨¦n era un peligro para m¨ª, porque quien teme al vac¨ªo y busca un punto de apoyo se agarra con frecuencia a algo absurdo, a cualquier cosa que, por decirlo as¨ª, pasa en ese momento por all¨ª. Una hora despu¨¦s de mi visita al cementerio de Montparnasse estaba ya, siguiendo con mi itinerario, junto al parque de Montsouris, en un peque?o apartamento con cocina que, contra lo que me hab¨ªa aconsejado el concierge del hotel, hab¨ªa preferido a la habitaci¨®n. A diferencia de veinte a?os antes, no ve¨ªa desde la ventana el estanque del parque, sino ¨²nicamente los ¨¢rboles, muy crecidos, redondos y grandes. Unos con otros formaban una fronda de hojas donde el color verde ya hab¨ªa empezado a mezclarse con el amarillo y el rojo. Est¨¢bamos a primeros de septiembre y el oto?o avisaba de su llegada.

Intent¨¦ repetir los versos del poeta: Nos sumergiremos pronto en las fr¨ªas tinieblas; ?adi¨®s, viva claridad de nuestros veranos demasiado cortos! Oigo ya los golpes f¨²nebres de la le?a que cae sobre el pavimento de los corrales... No me acordaba de m¨¢s. ?sa era otra de las diferencias con el pasado. Me gustara o no, lo confesara o no, mi pasi¨®n por la poes¨ªa de Baudelaire se hab¨ªa reducido. Ya no era capaz de recitar sus poemas de memoria. Pero tampoco me quer¨ªa obsesionar con aquello. Acerqu¨¦ la mesa hasta aquella ventana y coloqu¨¦ lo que Alberto, al comienzo de nuestra relaci¨®n, en los d¨ªas felices, llamaba el altar del traductor. Primero una peque?a muralla de libros, delimitando el campo donde deb¨ªa tener lugar la transformaci¨®n de unas palabras en otras, luego la pluma de tinta azul que iba a trazarlas y la pluma de tinta roja para las correcciones, a continuaci¨®n mi amuleto, un trozo de ¨¢nfora que hab¨ªa encontrado en una playa griega, y por fin el diccionario, el libro y el cuaderno nuevo, los verdaderos protagonistas de la alquimia.

RELATOS DE VERANO

Cuaaba acabando de vaciar las maletas, record¨¦ una cosa nueva, algo que no hab¨ªa apuntado en mi itinerario. Veinte a?os antes, al sentarme por primera vez con el diccionario, el libro y el cuaderno nuevo, yo no me hab¨ªa limitado a traducir el primero de los textos de Le Spleen de Paris, sino que, antes de nada, en la primer¨ªsima hoja, a modo de frontispicio, hab¨ªa copiado aquel texto, L'¨¦tranger, en la versi¨®n original, con las mismas palabras que hab¨ªa utilizado el poeta.

Volv¨ª a la mesa, abr¨ª el cuaderno, y, con la mejor letra posible, empec¨¦ a copiar el maravilloso di¨¢logo:

-Qui aimes, tu le mieux, homme ¨¦nigmatique, dis? Ton p¨¨re, ta m¨¨re, ta soeur, ou ton fr¨¨re... ?".

Despu¨¦s de la copia me di un ba?o, un ba?o de los que me doy ahora, irritantemente lento, y sufr¨ª, en ese momento dif¨ªcil, un nuevo ataque de ese ser que parece vivir dentro de m¨ª saltando de la imaginaci¨®n a la memoria y de la memoria a la imaginaci¨®n, y que ¨²ltimamente, tras todo lo sucedido, yo llamo Terry, por lo terrible que es. Terry me record¨®, me mostr¨®, una de las tantas veces en que Alberto y yo decid¨ªamos de pronto ir al cine y logr¨¢bamos en menos de cinco minutos levantarnos de la cama, ducharnos, vestirnos y llegar al ascensor. Despu¨¦s de la visi¨®n, mis pensamientos derivaron una vez m¨¢s hacia las zonas oscuras. Pens¨¦, utilizando una met¨¢fora vulgar, que los impedidos somos como los autos que necesitan el doble o el triple de gasolina para seguir andando, con la salvedad de que nosotros gastamos tiempo, no gasolina. Pens¨¦ luego, vali¨¦ndome esta vez de una met¨¢fora m¨¢s delicada, que la vida se me estaba yendo con extrema rapidez, que en el reloj que cuenta mis d¨ªas los granos iban cayendo a pu?ados, y no de uno en uno.

En otra ocasi¨®n y en otro lugar me habr¨ªa quedado quiz¨¢s all¨ª, sentado en el taburete del cuarto de ba?o, d¨¢ndole vueltas y m¨¢s vueltas a la cuesti¨®n; pero en Par¨ªs, aquel d¨ªa, no pod¨ªa permitirme tal abandono. Estaba dentro de un juego, de un ceremonial, y ten¨ªa cosas que hacer. La traducci¨®n de L'¨¦tranger esperaba sobre la mesa.

Antes de ponerme a trabajar ped¨ª una pizza al restaurante del hotel y me sent¨¦ frente a la televisi¨®n. Acababa de morir Fran?ois Mitterrand y todos los programas estaban dedicados a ¨¦l. Record¨¦ algo que mi madre sol¨ªa decir en situaciones como aqu¨¦lla: "Ya le ha llegado la hora de las alabanzas". Siempre me hab¨ªa hecho gracia aquel eufemismo, y tambi¨¦n entonces. Me devolvi¨® el humor.

Acab¨¦ de comer y me puse a traducir el texto. Lo hice bastante deprisa, porque, por fortuna, el accidente no hab¨ªa afectado a la velocidad de mi mente ni a la de mi mano.

-Di, hombre enigm¨¢tico, ?a qui¨¦n quieres m¨¢s? ?A tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano?

-Yo no tengo padre, ni madre, ni hermana, ni hermano.

-?A tus amigos?

-Utiliz¨¢is una palabra cuyo sentido todav¨ªa no conozco.

-?Tu patria?

-Ignoro en qu¨¦ latitud est¨¢ situada.

-?La belleza?

-La amar¨ªa gustoso, diosa e inmortal.

-?El oro?

-Lo odio como t¨² odias a Dios.

-Entonces, ?qu¨¦ es lo que amas t¨², extraordinario extranjero?

-?Yo amo las nubes... las nubes que pasan... por all¨ª... por all¨ª ... las maravillosas nubes!".

Estuve contemplando el texto, m¨¢s que ley¨¦ndolo, durante un buen rato. Luego, al atardecer, cuando las primeras sombras ya se hab¨ªan adentrado en el parque de Montsouris anulando las diferencias entre hoja y hoja, entre rama y rama, entre un ¨¢rbol y el siguiente, sal¨ª a dar mi primer paseo por el distrito XIV. Era la hora en que los canalillos de las calles se llenan de agua, recogiendo las colillas y las peladuras de fruta, y era inevitable la asociaci¨®n de lo que ve¨ªa con lo que hab¨ªan escrito, con fe, con optimismo, los padres de aquel progreso, all¨ª mismo, en la ciudad que yo estaba pisando. Llegu¨¦ as¨ª a la calle Tombe-Issoire, igual que lo hab¨ªa hecho veinte a?os antes, y entr¨¦ en una tienda de comestibles. Me atendi¨® un muchachito ar¨¢be.

"Necesito siete cosas", le dije. "Arroz indio, una lata de at¨²n, un aguacate maduro, uva blanca, aceitunas, un paquete de caf¨¦ de Colombia y una botellita de crema".

Era la misma compra que la primera vez. La diferencia estaba en que el arroz indio y el aguacate ya no me resultaban ex¨®ticos.

"?Exactamente siete? ?No ser¨¢n ocho?", me dijo el muchachito ¨¢rabe con humor. Ten¨ªa una sonrisa especial, extra?a y deliciosa a un tiempo. En vez de encoger los labios, los alargaba y cerraba, como si estuviera de morros, pero sin estarlo.

?C¨®mo te llamas?", le dije.

No me respondi¨® enseguida, sino que se fue a por las cosas que le hab¨ªa pedido. Pens¨¦ que tendr¨ªa unos diecis¨¦is o diecisiete a?os.

"Abdelah", me respondi¨® a la vuelta, empezando a meter mi compra en la bolsa de papel. Me di cuenta de que su mirada iba alternativamente de la bolsa a mi bast¨®n.

?Te gusta?", le dije. Ya hab¨ªa acabado de meter las cosas y su mirada se hab¨ªa quedado fija en el bast¨®n.

"?Argent?", dijo de pronto alargando la mano y acariciando la bola de la empu?adura. Le respond¨ª que s¨ª, que era de plata.

"Y las iniciales son de oro", a?ad¨ª se?al¨¢ndole las letras. Nada m¨¢s decir aquello, me arrepent¨ª. Hab¨ªa sido una fanfarronada, un intento vulgar de impresionarle.

"C'est tr¨¨s beau", dijo ¨¦l sin apartar la mano de la bola. Me sent¨ª ligeramente excitado.

La cuenta ascend¨ªa a 146 francos. Repitiendo mi error, dej¨¦ 150 sobre el mostrador y sal¨ª afuera. All¨ª, a lo largo de la calle Tombe-Issoire, el agua corr¨ªa por los canalillos brillando como podr¨ªa brillar un espejo l¨ªquido, y la gente beb¨ªa cerveza en los bistrot y charlaba en voz baja. Par¨ªs inspiraba una calma que, en algunos momentos, cuando la brisa levantaba un papel de la acera o mov¨ªa un mech¨®n de pelo, me devolv¨ªa la sonrisa de Abdelah.

Dej¨¦ la compra en la recepci¨®n del hotel y me dirig¨ª al parque. Pero, en veinte a?os, las cosas hab¨ªan cambiado. Las puertas estaban cerradas; unas puertas que adem¨¢s no eran tales, sino unos armatostes de acero de unos tres metros de altura y cuatro o m¨¢s de ancho. Dentro del parque todo era soledad, sombras, silencio. De vez en cuando se o¨ªa el chillido de un cisne o de un pavo real.

"?C¨®mo es posible?", dije en alto. ?Por qu¨¦ cierran Montsouris?"

Caminando por la acera pasaba un matrimonio. Se detuvieron dispuestos a responder mi pregunta. Yo era el extranjero, hab¨ªa que informarme.

"Esto a la noche se convert¨ªa en algo peor que Pigalle", me dijeron. Yo puse cara de comprender lo grave que era el problema. "?Hay prostituci¨®n masculina en su pa¨ªs?", me preguntaron al final. Yo les dije que s¨ª, que en todas partes hab¨ªa problemas.

Volv¨ª a mi apartamento y encend¨ª la televisi¨®n. Segu¨ªan con los debates sobre la figura de Mitterrand. "Fue un hombre que devolvi¨® a Francia el protagonismo internacional que hab¨ªa perdido con Pompidou y con Giscard", dec¨ªa uno de los contertulios. "Despu¨¦s de De Gaulle no ha habido nadie tan preocupado por la grandeza del pa¨ªs".

Entr¨¦ en la cocina y me prepar¨¦ una ensalada de arroz: "Hay algo que ha mejorado en estos ¨²ltimos veinte a?os", pens¨¦. "En aquella ¨¦poca, Abdelah no exist¨ªa".

Estuve viendo la televisi¨®n hasta muy tarde. Cuando me fui a dormir, los ¨¢rboles de Montsouris eran parte de la oscuridad, una masa negra incrustada dentro de otra igualmente negra, pero mayor.

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