?Ay Macarella!
El t¨ªtulo nada tiene que ver, con la canci¨®n omnipresente del verano, pero s¨ª con el clima pol¨ªtico que la ha rodeado en Espa?a. Macarella es una peque?a cala en una isla tambi¨¦n de moda, Menorca, separada por un peque?o promontorio de otra casi min¨²scula, Macarelleta, en tiempos reserva nudista. Las gu¨ªas tur¨ªsticas de los a?os setenta advert¨ªan que para llegar a ella, como a otras del t¨¦rmino municipal de Ciutadella, era preciso seguir caminos nunca asfaltados y atravesar predios cuyas barreras conven¨ªa dejar cerradas tras el paso. El acceso libre al litoral de los ciudadanos se cumpl¨ªa as¨ª, aun sirvi¨¦ndose de caminos privados. Desde entonces, las cosas han cambiado. Primero fue un propietario que estableci¨® filtro 1 s pintorescos para el acceso a unas playas. Se contaba en la villa que muchas veces se colocaba ¨¦l mismo en la barrera, convenientemente armado, para impedir el paso a quienes no ten¨ªan limpieza de origen, encarg¨¢ndose de ello el resto del tiempo una compa?¨ªa privada de seguridad. Luego entr¨® en juego la coartada ecol¨®gica, con lo cual- los propietarios vieron llegada la hora de ver remunerada la custodia de sus pasos para los veh¨ªculos. El hecho es que en la actualidad las seis mejores calas de Ciutadella son de pago. El Ayuntamiento del PP, fiel a sus notables, no recurre a la expropiaci¨®n para hacer p¨²blicos los caminos. En esa feliz situaci¨®n de playas cerradas, la de Macarella bati¨® durante alg¨²n tiempo este verano el r¨¦cord de la privatizaci¨®n: al cruzar cada propiedad, un guardia requer¨ªa el pago de 600 pesetas, la tasa establecida por el concierto de propietarios.Macarella podr¨ªa muy bien convertirse en el emblema del orden social deseable para Espa?a, cuyos rasgos viene definiendo con claridad desde sus primeros pasos el gobierno de Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar. El orden social. es visto como campo de acci¨®n para el conjunto de sujetos econ¨®micos individuales, donde cada cual interviene de acuerdo con su poder. Cualquier interferencia del sector p¨²blico resulta negativa, m¨¢s all¨¢ de garantizar a los individuos su propiedad y el libre juego de sus actuaciones. Y en la medida que cada una de ¨¦stas encierra una satisfacci¨®n que al Estado nunca compete atender, es preciso gravarla, bien sea ¨¦ste quien proporciona el servicio, bien sea otro sujeto privado. El sistema fiscal atiende las necesidades de mantenimiento del Estado, pero en lo posible toda intervenci¨®n en el sistema econ¨®mico ha de individualizarse y ser objeto de un pago puntual. Las nociones de servicio p¨²blico y de inter¨¦s colectivo, desaparecen.
Al modo de Swift podr¨ªamos imaginarnos a los habitantes de la Espa?a "popular" como un enjambre de hombrecillos pagando incesantemente tasas por cada uno de los actos que se ven obligados a realizar: por acceder a la red viaria del Estado, por necesitar m¨¦dico y medicinas al ponerse enfermo, por abrir el grifo del agua, por acceder a los bienes culturales. El ciudadano deber¨¢ entender que en modo alguno sus impuestos sirven como hasta ahora para financiar las infraestructuras en que se apoyan tanto la vida privada como la social.
Todo indica que Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar y los suyos nada tienen que ver con el conservadurismo relativamente social de la Francia gaullista y s¨ª con el anarcoliberalismo de la l¨ªnea Margaret Thatcher-Ronald Reagan. Claro que por esta v¨ªa, en condiciones normales, el Estado descarga costes y puede tender a reducir la presi¨®n fiscal sobre aqu¨¦llos a quienes considera los motores del crecimiento econ¨®mico. La consigna de la Espa?a de Carlos Solchaga fue "enriqueceos". La de ahora ser¨¢ "acumulad", eso s¨ª, con el ruego de invertir tambi¨¦n, pero siempre por su libre iniciativa, como el acuerdo que resolvi¨® el doble pago de tasas en el acceso a Macarella, por lo dem¨¢s bastante sucia a pesar de su inclusi¨®n en el campo de lo privado.
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