Ropa interior
Desde la terraza de un segundo piso, en una calle m¨¢s bien desolada de Moratalaz, un ni?o agitaba en el aire una prenda blanca al tiempo que gritaba a los transe¨²ntes:-?Las bragas de mi madre! ?Las bragas de mi madre!
La gente pasaba de largo., casi sin mirar, como atacada por un sentimiento de pudor, o quiz¨¢ con miedo de que aquella escenificaci¨®n correspondiera a una estafa sin catalogar. Aquel hombre, sin embargo, se detuvo atra¨ªdo por la visi¨®n de la prenda ¨ªntima, aunque temeroso tambi¨¦n de que el ni?o se asomara m¨¢s de la cuenta y cayera al vac¨ªo. Pasaron unos minutos sin que la situaci¨®n progresara, de manera que cuando estaba a punto de abandonar la vigilancia, el peque?o solt¨® las bragas y el hombre se apresur¨® a esperarlas con el temor absurdo de que tocara el suelo. Descend¨ªan como un copo de espuma, mecidas por un viento sin direcci¨®n precisa que le oblig¨® a correr de un lado a otro de la acera llamando la atenci¨®n de los escasos transe¨²ntes. Finalmente, se depositaron entre sus dedos produciendo en todo su cuerpo un estremecimiento, si no nuevo, al menos muy antiguo.
. Entonces se abri¨® la puerta de la terraza y apareci¨® detr¨¢s del ni?o una diosa de unos 35 a?os, con el pelo mojado, envuelta en una bata de ba?o. La diosa mir¨® al ni?o, observ¨® al hombre, e hizo enseguida un gesto de comprender lo que hab¨ªa ocurrido. As¨ª que grit¨®:
-?Le importar¨ªa sub¨ªrmelas? Las estaba buscando.
El hombre entr¨® con la respiraci¨®n cortada en el portal y subi¨® los escalones de dos en dos pregunt¨¢ndose en qu¨¦ puerta tendr¨ªa que. llamar. Pero cuando alcanz¨® el segundo piso, ya hab¨ªa una abierta de la que sali¨® la voz de ella.
-Pase, por favor.
Entr¨® en un espacio dom¨¦stico, donde flotaban los vapores de un guiso casero, y alarg¨® el brazo para entregarle las bragas a la mujer. Al pasar de una mano a otra, los dedos de ambos se rozaron y el cuerpo de ¨¦l fue recorrido por una descarga de reconoci¨® tambi¨¦n como bastante antiguo. "Algo va a sucederme", pens¨®, "quiz¨¢ algo malo, porque no puede ocurrir una cosa tan buena sin el contrapeso de un castigo".
La mujer s¨®lo llevaba sujeta la bata de ba?o por la cintura. Dijo:
-Gracias. Estaba busc¨¢ndolas desde hace media hora. ?Quiere una copa?
Respondi¨® que s¨ª aun a sabiendas de que ella meter¨ªa en el whisky una pastilla de Rohipnol y que despu¨¦s le dar¨ªa el beso del sue?o, -pero no le importaba dormirse si al despertar pod¨ªa recordarlo. Ella se perdi¨® unos instantes en la oscuridad del pasillo para ponerse las bragas y cuando regres¨® al sal¨®n el hombre continuaba despierto, incluso m¨¢s despierto que nunca.
-No se lo va a creer -dijo la mujer con una sonrisa en la frontera de la carcajada-; ahora no encuentro el sujetador.
En ese instante, el hombre comprendi¨® que ella, a pesar de su aspecto, no era una diosa; que el whisky era un whisky sin beso; que el ni?o cuya sombra se agitaba en la terraza no era ning¨²n se?uelo. "No va a sucederme nada", se dijo con un desaliento infinito,y fue un instante parecido a aquel otro, ya lejano, en el que al comprender que Dios no exist¨ªa la realidad adquiri¨® una pesadez como de domingo por la tarde de la que esta mujer, aun a costa de enga?arle, podr¨ªa haberle redimido.Entonces se ofreci¨® a buscar el sujetador.
-Quiz¨¢ tambi¨¦n lo haya tirado el ni?o por el balc¨®n.
-Se lo agradecer¨ªa tanto -dijo ella.
El hombre baj¨® los escalones de uno en uno y al alcanzar la calle vio el breve sujetador de fin¨ªsimo encaje arrebujado como un p¨¢jaro muerto al pie de un ¨¢rbol. Lo tom¨® con delicadeza entre sus dedos y tras lanzar una mirada fugaz al balc¨®n, ahora vac¨ªo, se lo meti¨® en el bolsillo de la chaqueta y continu¨® andando calle abajo. No era un fetichista, pero aquel d¨ªa necesitaba creer en algo, y ya que no encontraba motivos para creer en otra cosa, pens¨® que durante alg¨²n tiempo podr¨ªa colocar su fe en la ropa interior.
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