Forzados a carreras
Los novedosos planes de estudio en la Universidad, tan nutridos de cr¨¦ditos, han agotado ya el suyo y conviene cambiarlos a toda prisa para no sacrificar a m¨¢s promociones de estudiantes. Pero, antes que ¨¦se, se produce cada a?o a sus puertas otro sacrificio a¨²n m¨¢s cruento, una especie de inaugural y continuada hecatombe. Me refiero al procedimiento por el que cada centro selecciona a sus candidatos y los distribuye entre sus facultades de tal suerte que son muchos (?unos cien mil?) los forzados por el numerus clausus a matricularse en carreras que prefieren menos o que francamente no desean. La fat¨ªdicanota de corte" funciona como un siniestro tajo de sus aspiraciones y hace que, siendo tantos los llamados, la mitad tan s¨®lo sean los escogidos. La otra mitad se compone de quienes inician el curso con el estigma de v¨ªctimas.
Para decirlo de una vez: tal mecanismo, aun si fuera necesario, produce efectos perversos. En principio, bien est¨¢ que el poder com¨²n organice de un modo consciente este sector de la divisi¨®n social del trabajo; que el acceso a una Universidad p¨²blica se base en una selecci¨®n asimismo p¨²blica de los aspirantes; que su criterio selectivo sea el de capacidad y m¨¦rito... Pero no puede ser lo bastante p¨²blico un m¨¦todo que frustra los proyectos individuales de tantos ni justo que el presunto bien de la sociedad prevalezca, sin fundamento, sobre el bien querido por bastantes de sus miembros.
Y subrayo sin fundamento porque la coyuntural escasez de plazas (v¨¦ase: de profesores, espacios y otros medios) no lo parece en grado suficiente. Mientras no se invoquen necesidades m¨¢s universales o urgentes, ?c¨®mo otorgar -tras un examen de admisi¨®n- un derecho gen¨¦rico a la ense?anza superior que no sea a la vez un derecho espec¨ªfico a esta rama particular de tal ense?anza, que no a otra o incluso a ninguna? Pese a todas sus dificultades t¨¦cnicas, en este campo el ideal ser¨¢ ajustar lo m¨¢s posible la oferta a la demanda. ?Debatiremos a fondo del asunto o lo dejamos al insustancial saber de los expertos?
Entretanto, nuestro sistema p¨²blico para el reparto de la poblaci¨®n universitaria dista de guardar los m¨ªnimos que la justicia demanda. Para alcanzarlos tendr¨ªa primero que asegurarse de que las calificaciones a lo largo del bachillerato y de la selectividad fueran fiel reflejo de la aplicaci¨®n en lo posible igual de un mismo baremo. No es el caso, como se sabe. Unos centros -en general, vaya por Dios, los privados- ponderan con mano m¨¢s pr¨®diga que otros, y as¨ª predeterminan un puesto de favor para los suyos. La ceremonia final de la selectividad (que requerir¨ªa para todos al menos id¨¦nticas pruebas, ya que no los mismos correctores), si en algo palia aquella arbitraria desigualdad anterior, viene m¨¢s bien a confirmarla, porque de entre ambas notas se obtiene la definitiva y valedera. El desaguisado no ser¨ªa tan crucial si no fuera porque el ingreso en una u otra carrera se juega no en un punto arriba o abajo, sino en mil¨¦simas de m¨¢s o de menos. Con unas de m¨¢s, que venga la Pur¨ªsima, y si algunas menos, nos conformaremos con san Ant¨®n.
Pero a¨²n queda otra variable, dif¨ªcil de medir y por principio no medida, cuyo desprecio aumenta la injusticia. Llam¨¦mosla la vocaci¨®n de cada cual o, m¨¢s laicamente, la disposici¨®n personal hacia los estudios elegidos. Nuestras autoridades acad¨¦micas parecen suponer que el orden de preferencia mostrado por los preuniversitarios no es lo bastante significativo, como si las carreras propuestas se apetecieran aproximadamente por igual. Convengo -y ya es grave- en que sus m¨®viles pueden ser tan peregrinos como mim¨¦ticos o fantasiosos, pero ¨¦sta es cuesti¨®n aparte. Admito tambi¨¦n que aquella sospecha, valga para bastantes que, a esa edad, no han aclarado todav¨ªa sus inclinaciones. ?Y todos esos otros, en cambio, a quienes no da igual ni de lejos el orden de sus opciones, que s¨®lo quieren ,de verdad la primera, y las dem¨¢s s¨®lo a falta de esa primera y con enorme disgusto? ?No ser¨ªa pensable que la mayor intensidad en su preferencia, prometedora de una dedicaci¨®n m¨¢s segura, pudiera compensar su acaso m¨¢s d¨¦bil curr¨ªculo escolar? Pues ¨¦stos son, desde luego, los que sufren verdadero perjuicio de no ingresar en la facultad preferida. Si a todos los desairados se les causa alg¨²n da?o, mayor ser¨¢ el quebranto para quienes lo sienten como una traici¨®n a lo m¨¢s ¨ªntimo, como una p¨¦rdida dif¨ªcilmente reparable.
Claro que tal vez la cosa no parezca tan terrible a la conciencia colectiva de hoy, y ello explicar¨ªa su vergonzante *resignaci¨®n ante este desafuero. Sometidos todos en su que hacer al despotismo uniformizador del capital, amenazadas por el paro creciente sus mismas posibilidades de subsistencia..., lo que ante todo importa a la mayor¨ªa ya no es la clase de trabajo, sino el puesto de trabajo a secas. No es esta o aquella actividad lo que persigue, sino, el equivalente general y el fruto com¨²n de cualquier actividad laboral: el dinero. All¨¢ estos firmes candidatos a infelices, que no les arriendo la ganancia. Contra esa conciencia raqu¨ªtica y mentirosa, doy por sentado que el bienestar o la satisfacci¨®n vital de uno depende en gran medida de su ajustada ocupaci¨®n profesional. ?Y c¨®mo ha de ser de otro modo si el trabajo le llevar¨¢ la mayor parte del tiempo de su existencia? Mirando a lo general, a ver qui¨¦n calcula el riesgo de incompetencia y desidia de esa cohorte de titulados a los que el ministerio ha impuesto de por vida un destino forzoso. 0 a ver c¨®mo se corresponde todo ello con el malestar palpable de una multitud cada vez m¨¢s abocada al aburrimiento (o sea, a la diversi¨®n en serie) o a la desesperaci¨®n (y con ella a la agresividad).
Sin salir del m¨¢s inmediato espacio acad¨¦mico, a mi se me ocurren varias penosas consecuencias de lo apuntado. Quiz¨¢ todav¨ªa no en el jard¨ªn de infancia, pero ya enseguida los cursos se convierten objetivamente en combates a brazo partido con el vecino de pupitre a fin de rebanar esas mil¨¦simas de ventaja que al final ser¨¢n decisivas. Que no se busque el est¨ªmulo de la curiosidad ni el gozo del saber, sino la asimilaci¨®n mec¨¢nica y rutinaria, all¨ª donde el estudio no tiene otra meta que aquel trabajo indefinido ni ¨¢rbitro m¨¢s supremo que la calculadora inteligencia de un ordenador que dictar¨¢ su veredicto inapelable. Llevar¨ªa su tiempo aludir a ese otro efecto inducido por la "nota de corte": la divisi¨®n entre unas carreras prestigiosas y otras desprestigiadas, estas ¨²ltimas recogiendo a la legi¨®n de desahuciados por las primera s. Pero viniendo a nuestro trance, ?acaso no ser¨¢ la derrota en el empe?o de acceder a la carrera deseada el mayor fracaso universitario y la causa principal de ese otro fracaso de los que, desilusionados desde el comienzo, abandonan m¨¢s tarde? ?No podr¨ªa ser que unos cuantos de quienes dejan la compa?¨ªa de Keynes hubieran sido, como pretend¨ªan, aceptables seguidores de Hip¨®crates?
Ya imagino varias y serias objeciones a esta denuncia, pero ninguna tan insalvable como para vetar lo que merece ser un derecho individual a elegir los estudios y, de paso, la profesi¨®n. El numerus clausus de la Universidad resulta una pr¨¢ctica condenable, signo m¨¢s bien de alguna clausura o pereza mental de sus rectores. No lo exige el sacrosanto mercado, porque ¨¦ste s¨®lo acierta a evaluar ( a lo sumo) las necesidades colectivas rentables, pero no las necesidades profundas de cada cual. Tampoco debe exigirlo nuestro Estado, a menos que vea en sus s¨²bditos s¨®lo proveedores de fuerza de trabajo hoy (y, en parte, probables desempleados ma?ana) en lugar de ciudadanos libres con derecho al saber. Por eso no le puede imponer su Universidad si quiere acordar- esa libertad civil con la suya propia acad¨¦mica.Aurelio Arteta es profesor de Filosof¨ªa Pol¨ªtica de la Universidad del Pa¨ªs Vasco.
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