La idea genial
Leyendo la prensa de estos d¨ªas, me llamaron la atenci¨®n las manifestaciones a uno de los miembros del jurado del concurso internacional para ampliar el Museo del Prado, que aseguraba que el jurado no encontr¨® entre los proyectos presentados ninguna idea genial merecedora del primer premio. Este se?or, no se si d¨¢ndose cuenta del todo o no, hab¨ªa puesto el dedo en la llaga. No recuerdo ahora qui¨¦n era, ni tampoco hace el caso. Pero que puso el dedo en la llaga no cabe duda. ?Es que lo que se buscaba era la idea genial, costara lo que costara? Esto parece que era evidente desde el primer momento en que se convoc¨® el concurso, por su ambiciosa convocatoria, por su car¨¢cter internacional, capaz de llamar a rebato a las figuras m¨¢s rutilantes del gremio arquitect¨®nico, por la elecci¨®n de un jurado que correspondiera al mismo prop¨®sito. Un jurado ajeno a las inquietudes y necesidades de una instituci¨®n venerable, pero que, no por albergar un tesoro universal, deja de ser una instituci¨®n espa?ola y madrile?a, que exig¨ªa conocimiento y devoci¨®n. Pero para los l¨ªderes de concurso eso era lo de menos, lo principal era encontrar la idea genial.Qui¨¦n se atrever¨ªa hoy a montar una f¨¢brica de genios, algo que no est¨¢ entre las capacidades de los hombres, algo que sale de lo imprevisible del acontecer humano. Cuando Francisco de Goya iniciaba modestamente su carrera como un pintor acad¨¦mico de la dimensi¨®n de un Bayeu o un Maella, qui¨¦n dir¨ªa que se estaba incubando un genio. El genio, dir¨ªamos, es siempre imprevisible e imposible de programar. Y eso ha sido la aventura de un concurso orientado para programar genios. ?Qu¨¦ desilusi¨®n! Nos hemos visto compuestos y sin novia, y si no hubi¨¦ramos aspirado a tanto acaso nos hubi¨¦ramos encontrado con una consorte digna de unos esponsales meritorios.
Luego, con este af¨¢n de surpasser ¨¤ tout monde en que tan frecuentemente caemos los espa?oles, hemos querido dejar peque?os todos los alardes que se hayan producido en el mundo, empezando por los que llev¨® a cabo la megaloman¨ªa de Mitterrand. ?Por qu¨¦ ser menos?
Hay algo que siempre me ha preocupado. La propensi¨®n de los espa?oles a mirarnos en los ejemplos de fuera y no tener nunca la voluntad de ser lo que somos. ?Por qu¨¦ Espa?a no empieza a pensar que es Espa?a? Una naci¨®n con personalidad propia, con caudales culturales propios, con fuerza para andar por sendas no trilladas por los dem¨¢s, sino abiertas por ella misma.
Y el desdichado ejemplo del concurso del Prado ha sido un testimonio m¨¢s de lo que decimos, una prueba m¨¢s de la infecundidad espa?ola, cuando Espa?a es manejada por hijos ingratos, por no decir espurios.
?Nos servir¨¢ esto alguna vez de lecci¨®n? Tienen que cambiar muchas cosas. Parec¨ªa que con el desenga?o que supuso la p¨¦rdida de los ¨²ltimos jirones de nuestro imperio colonial, y con la llegada de aquellos hombres insignes que protagonizaron la generaci¨®n del 98, Espa?a hab¨ªa vuelto a surgir reencontrando sus ra¨ªces, ra¨ªces a veces amargas pero siempre aut¨¦nticas.
Hoy, superada la melancol¨ªa de aquellos tiempos, hemos ca¨ªdo en una complacida fatuidad, que nos invita a medirnos con los de fuera renegando de nosotros mismos, y a ese precio m¨¢s vale retornar a la modestia y humildad de otros tiempos. Porque a veces, el salirnos del tiesto, con vanidad y orgullo desmedidos, da malos resultados. V¨¦ase el acongojante concurso del Prado, planteado como una batida a la busca de ideas geniales.
?Para qu¨¦ necesit¨¢bamos ideas geniales? Nos bastaba con ideas, correctas, sensatas, equilibradas y a ser posible bellas. Ideas que no destruyeran una realidad lograda y, en Madrid no abundan muchas de ¨¦stas, que cumplieran una funci¨®n espec¨ªfica bien estudiada con la mesura de lo estrictamente necesario. Porque tampoco es necesario desorbitar un problema demasiado cacareado en estos tiempos. El Prado tiene, de acuerdo, -muchas necesidades, pero no tantas como para convertirlo en un museo inabarcable que a la vez contenga una burocracia equiparable a la de un ministerio.
Pero volvamos al tema de la genialidad. Si queremos genialidad, ya la tenemos con el extraordinario edificio de Juan de Villanueva. Pero ahora parece que buscamos una genialidad nueva, que aplaste la de nuestro primer arquitecto neocl¨¢sico. Pero esa genialidad no se obtiene por concurso. Viene cuando nadie la llama. Es un misterio.
Babelia
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