En primera persona
Cuando Sancho Panza se dispon¨ªa. a tomar posesi¨®n de su cargo de gobernador en la. Insula Barataria, uno de los muchos y muy sensatos consejos que le da don Quijote es que no incurra en -el antojo de dejarse crecer muy larga la u?a del dedo me?ique, calificando ese h¨¢bito de "purco y extraordinario abuso". Leyendo estos d¨ªas las memorias de Jes¨²s Par do, me entero de que el refina do esteta y presunto dandi C¨¦sar Gonz¨¢lez-Ruano, adem¨¢s de su bigote din¨¢stico, sus camisas y sortijas con monograma y otros indicios visibles de distinci¨®n social, cuidaba y pul¨ªa con extrema delicadeza una u?a muy larga en su dedo me?ique, cuya utilidad no era exclusivamente suntuaria: la misma u?a, dice Pardo, le serv¨ªa para practicar dos orificios opuestos en los huevos crudos que se desayunaba, lo cual ya eleva el puerco y extraordinario abuso cervantino a una altura de n¨¢usea, y da una informaci¨®n m¨ªnima, pero muy reveladora, sobre la catadura del personaje.La u?a de Gonz¨¢lez-Ruano, la toquilla de vieja que se pon¨ªa don P¨ªo Baroja sobre los hombros para no coger fr¨ªo mientras charlaba con las visitas, los trajes perfectamente cortados de Cela en medio de la pobreter¨ªa indumentaria del Gij¨®n, los pu?os de sus camisas, que Pardo llama agresivos, el regreso fantasma a Madrid de Ram¨®n G¨®mez de la Serna, la irrupci¨®n resplandeciente de Ava Gardner en una tertulia melanc¨®lica de literatos y artistas sin mucho porvenir, que la miraban luego, extranjera, inaccesible, camal, mientras el gomoso seductor Mario Cabr¨¦, que se pavoneaba con ella del brazo por los bares modernos y las salas de fiestas de Madrid, recitaba poemas taurinos a los que nadie prestaba la menor atenci¨®n.
De pormenores as¨ª est¨¢n llenos las memorias de Jes¨²s Pardo. Uno encuentra en ellas la malevolencia y la aptitud para el detalle de las memorias de Rafael Cansinos-Assens, aunque no su amargura y su propensi¨®n al victimismo blando, aquella pose de lateralidad y fracaso que para desgracia de Cansinos acab¨® siendo real, seg¨²n cuenta tambi¨¦n Jes¨²s Pardo en un pasaje admirable: Cansinos viejo y grande como una aparici¨®n, en una gran casa l¨®brega, rodeado de tallas barrocas, de cuadros -oscuros y de diccionarios, uncido a la tarea pol¨ªglota y esclavista de traducir sin descanso vol¨²menes de obras completas impresas en papel biblia.
Pero lo que m¨¢s seduce en el libro de Pardo no son las estampas breves y mal¨¦volas de escritores, ni el retrato justamente despiadado de un pa¨ªs en perpetua posguerra, ahogado en el aislamiento, en la miseria intelectual y la jactancia ignorante, administrado como una finca particular por tah¨²res y pistoleros con o sin uniforme, con sotana o sin ella. Lo que a m¨ª me ha impedido dejar el libro a lo largo de los dos o tres d¨ªas que he pasado ley¨¦ndolo ha sido la voz que cuenta y confiesa una vida, el yo narrador que desde las confesiones de san Agust¨ªn viene siendo casi siempre un "yo pecador", para citar el comienzo de una oraci¨®n que me ense?aron a m¨ª tal vez los mismos curas eternos que ya amedrentaban a Pardo a base de bofetadas y de penitencias veinte a?os antes de que yo naciera.
En Espa?a, contra lo que suele decirse, se publican muchos libros de memorias, pero en la mayor parte de los casos su posible valor queda malogrado por la hipertrofia del yo, que suele ser un yo vociferante, como de tenor desatado de ¨®pera, un yo ciego o miope que s¨®lo ve en tomo suyo figuras diminutas. Por supuesto que no hay autobiograf¨ªa sin ensimismamiento, sin un volverse desenga?ado y l¨²cido hacia uno mismo en el curso del cual el acto de escribir no es el hilo mismo, el impulso del recuerdo y del pensamiento. Pero esa disposici¨®n interior, que podr¨ªamos llamar egotismo, en atenci¨®n a uno de sus m¨¢s virtuosos cultivadores, Stendhal, con mucha frecuencia se convierte entre nosotros en pura egolatr¨ªa, en una soberbia m¨¢s o menos embustera o disimulada que siempre acaba teniendo un filo de crueldad. Crueldad hacia los otros, desde luego, no hacia el yo eg¨®latra que escribe, que se levanta una estatua y un t¨²mulo anticipado de palabras.
Algunos libros se escriben para ocultarse, dice Nietzsche: sobre todo algunos libros de memorias. A los espa?oles, por alg¨²n motivo, nos cuesta mucho escribir con naturalidad en primera persona. Para un adicto a Gald¨®s nada es m¨¢s frustrante que la lectura de sus escritos autobiogr¨¢ficos, tan opacos a todo, tan distra¨ªdos y hechos para salir del paso. El yo de los art¨ªculos y los diarios de Josep Pla tiene el tono perfecto, Pero es demasiado elusivo, se detiene siempre uno o dos pasos antes de la revelaci¨®n personal. Uno le pide al autor que deje de serlo para convertirse unos minutos en un ser humano, para hablarnos con su voz verdadera y mir¨¢ndonos a los ojos, como nos habla Cervantes al final del pr¨®logo del Persiles, sabiendo que le faltan unas horas para morir.
Baroja nos habla as¨ª algunas veces, y yo creo que la suya es una de las voces en las que se ha educado el yo narrador de Jes¨²s Pardo, igual que en la de san Agust¨ªn y Rousseau, en los diarios de Stendhal, en el Baudelaire de Mon coeur mis aun nu, en la tradici¨®n tan asidua, y para nosotros tan ex¨®tica, de los memorialistas ingleses y norteamericanos, capaces de aliar un m¨¢ximo de naturalidad y sofisticaci¨®n, de desverg¨¹enza y digna reserva. En la mayor parte de los libros de memorias espa?oles se nos informa de que su autor ya era un genio desde la primera infancia. Pardo se cuenta las dificultades y las incertidumbres en las que es tan f¨¢cil que la vida se pierda sin llegar a cumplirse: no el yo invariable, innato, fortalecido de soberbia, sino lo que uno va llegando a ser a lo largo del tiempo, una suma de tentativas, resignaciones y errores que de pronto pueden ser redimidos por un despertar de la voluntad, por la clarividencia de una vocaci¨®n. El secreto de una autobiograf¨ªa es convertirse de alg¨²n modo en el relato de la vida de quien la est¨¢ leyendo. Mir¨¢ndose a s¨ª mismo, Jes¨²s Pardo mira de hito en hito al lector y le ofrece un espejo. No todos nos atrever¨ªamos a miramos en ¨¦l.
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