Un rinc¨®n cosmopolita
La exuberante portada del Cuartel del Conde Duque aparece cubierta de una malla verde que tapa un andamiaje, y s¨®lo deja al descubierto una m¨ªnima parte de su desaforada ornamentaci¨®n. Cualquier obra amenaza con hacerse eterna en este colosal paralep¨ªpedo, cuyo remate puso don Pedro de Ribera, el sufrido jefe de filas del barroco madrile?o, al que sus disc¨ªpulos, los tres hermanos Churriguera, continuadores de su delirio arquitect¨®nico, dieron su desafortunado nombre. Para contemplar con cierta perspectiva la portada es necesario esquinarse un poco hacia la plazuela de los Guardias de Corps, a¨²n m¨¢s recoleta y humilde a cuenta de la soberbia construcci¨®n militar.La puerta del cuartel, como el resto de las obras churriguerescas, recogi¨® toda clase de exabruptos de cr¨ªtica y p¨²blico, se sudas descalificaciones y coplas populares rebosantes de chunga. Los m¨¢s severos y ecu¨¢nimes cronistas madrile?os del siglo XIX, don Pascual Madoz y don ?ngel Fern¨¢ndez de los R¨ªos, llegan a perder los modales enfrentados con Io que consideraban un desafuero intolerable. Don Pascual escribe "que no deja, nada que desear en materia de mal gusto" y la califica "como una de las obras m¨¢s estupendas y disparatadas del churriguerismo", despachando unas cuantas lindezas sobre la degradaci¨®n de la arquitectura y la corrupci¨®n est¨¦tica deja ¨¦poca. Don Angel, por su parte, refrenda la opini¨®n de su colega y cita uno de los perversos comentarios que define la cartela central de la puerta como una especie de pelleia puesta a secar al sol. En la pelleja figura el nombre de Felipe V, inspirador y mecenas del denostado edificio.
Pero, desde los bancos de la plazuela de los Guardias, las cosas se ven de otra manera, a trav¨¦s de una malla verde, esta vez natural, formada por las hojas de frondosos ¨¢rboles que se amontonan en tan reducido espacio, y el cronista se siente tentado a reivindicar el buen, nombre de don Pedro de Ribera, como el m¨¢s castizo de los arquitectos de la villa que resumi¨® en piedra y f¨¢brica el car¨¢cter madrile?o. A sus portalones desaforados y grandilocuentes, lujuriosos y casi selv¨¢ticos, suelen ce?irse edificios m¨¢s comedidos, casi severos, en una contraposici¨®n que no se percibe f¨¢cilmente por el deslumbramiento y la facundia de su entrada principal, como los chulos de sainete y zarzuela o los chelis de chupa y tup¨¦ a los que se les va toda la fuerza por la boca.
Los Guardias de Corps que invoca el nombre de la plaza fueron los primeros residentes del acuartelamiento donde, a partir de 1720, se instalaron tres compa?¨ªas mercenarias: una italiana, una alemana y una flamenca, la "guardia valona". Esta vocaci¨®n de cuartel pretoriano y mercenario tuvo sus secuelas cuando, bien entrado el siglo XX, sirvi¨® de residencia a la Guardia Mora de Franco o la Legi¨®n Extranjera. Reivindicado y medio-rehabilitado para usos culturales, el vasto caser¨®n conserva algunas trazas de su belicoso pasado; en una de sus alas a¨²n puede leerse una inscripci¨®n que, entre infantiles garabatos, se?ala: "Grupo de Caballer¨ªa".
Sin m¨¢s guardias que los municipales, que tienen sus dependencias en el edificio, la plaza de los Guardias de Corps y sus aleda?os adoptan un inesperado aire parisiense; es ¨¦ste un rinc¨®n, perdido y camuflado entre el ramaje, que se deja descubrir todos los d¨ªas por los paseantes ciudadanos, raza en peligro de extinci¨®n, y los turistas despistados; un recoveco al que le sienta bien el oto?o. Casas de moderada altura que ya cumplieron o est¨¢n a punto de cumplir el siglo cierran la plaza entre la calle Conde-Duque y la del Lim¨®n, que es lo que resta de lo que fue la traves¨ªa de los Guardias, origen de la plazuela al derribarse las viviendas de la acera contraria. Estas casas est¨¢n alineadas con las de la calle del Cristo, breve en cualquiera de sus tres dimensiones, corta, estrecha y baja de tejados. Plaza y calle acogen un peque?o y selecto muestrario de establecimientos, una librer¨ªa especializada en temas econ¨®micos, una tienda de arte africano, una de reproducciones arqueol¨®gicas y una de grabados y litograf¨ªas art¨ªsticas. No faltan pata darle toque de barrio un ultramarinos, donde se preparan bocadillos, y una peluquer¨ªa. Y, por supuesto, una taberna; una taberna delicada, decorada con sencillez y gusto, recoleta y, sobre todo, cinematogr¨¢fica, La Bardemcilla, que viene de Bardem, como acredita con su fotogenia y su porte la taberna, y como recogen las fotograf¨ªas de la saga familiar que adornan los muros. La bardemtaberna ofrece un ecl¨¦ctico y apetitoso surtido de tapas entre la tradici¨®n y la modernidad, que es la t¨®nica de este recoleto enclave.Estamos tambi¨¦n en el barrio de la cerveza. Perdida entre los edificios de la zona, subsiste todav¨ªa la chimenea de la antigua f¨¢brica de Mahou, en la que un maestro cervecero alem¨¢n dio por fin con un brebaje al gusto de los madrile?os que por entonces tapeaban con la cerveza El Laurel de Baco o La Cruz Blanca. Detr¨¢s de la plaza, dando a las Comendadoras, est¨¢ El Cangrejero, taberna mod¨¦lica en el g¨¦nero cervecero de tirar las ca?as y servir las tapas. Frente al cuartel, una cervecer¨ªa germ¨¢nica, y algo m¨¢s moderna, reivindica tambi¨¦n su estirpe teutona.Un barrio cosmopolita desde sus or¨ªgenes en el siglo XVII, cuando fue colonizado por el Conde-Duque de marras, que fue el de Olivares, ministro plenipotenciario y mangoneador de Felipe IV en la decadencia de la casa de Austria. Don Gaspar de Guzm¨¢n construy¨® aqu¨ª un palacio, a la medida de su grandeza o de su soberbia, que no dur¨® mucho, pues el primer Borb¨®n, don Felipe V, mand¨® construir sobre sus solares su desmesurado cuartelazo que en el siglo XIX sirvi¨® tambi¨¦n como c¨¢rcel para presos pol¨ªticos, a buen recaudo entre regimientos de guardianes.
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