Postal de Isla Negra
Hay una fotograf¨ªa de Lucho Poirot de los ¨²ltimos d¨ªas de Pablo Neruda ante el mar de Isla Negra, en Chile. El poeta regresa de la orilla a su casa legendaria, apoyado en un bast¨®n, encorvado sobre el sudor fr¨ªo de las premoniciones de la muerte, como si su mano y su pierna izquierda tambi¨¦n estuvieran vencidas. Estaba sobre el septiembre chileno la sombra negra de la dictadura y el viejo barco humano realizaba su m¨¢s triste traves¨ªa. Bajo sus pies, la arena blanca sobre la que ¨¦l hab¨ªa reposado los milagros l¨ªricos de su vista. ?Por qu¨¦ miraba el viejo, ya minado definitivamente por el mal, hacia la arena que le llevaba hasta la casa que so?¨® con sus manos? Despedida terrible de una vida gozosa, de un largo instante de plenitud po¨¦tica, de felicidad verdadera. Al final de ese paseo de las postrimer¨ªas que recogi¨® Poirot en esa foto de nostalgia perenne est¨¢ hoy, incontrovertible, la tumba floreada del poeta, al que acompa?a ya en esa eternidad que no es un sue?o Matilde Urrutia, su compa?era y su musa. Ante esa tumba se renueva ahora, cada d¨ªa, la lujuriosa presencia parad¨®jica del Pac¨ªfico, que a¨²lla como un mill¨®n de gaviotas, esplendor del agua difusa acerc¨¢ndose con la violencia que tiene el mar hasta los pinos desordenados de la costa.Isla Negra es hoy el centro de una romer¨ªa plural, que aparece por el poblado del que Neruda quiso ser habitante perpetuo y enseguida se sumerge en la magia verbal de la casa del poeta: desde el principio te recibe su palabra, contando la historia de los mascarones de proa que almacen¨® con la delectaci¨®n de un coleccionista de miniaturas: primero vino La Mascarona, "directora del nav¨ªo, rectora del derrotero, con tus manos rotas por el mar", y despu¨¦s vino Mar¨ªa Celeste, a la que el invierno hac¨ªa llorar porque extra?aba el, mar, y luego fue La Medusa, que estuvo en el jard¨ªn hasta que los pobladores de Isla Negra creyeron que estaban ante una santa que hac¨ªa milagros y le encend¨ªan velas... Son las rectoras de esa casa a la que la fama ahora ha convertido en el museo m¨¢s visitado acaso de toda Am¨¦rica Latina. Los rincones del poeta se han convertido en escenarios de su propia mitolog¨ªa, y esa pulcritud que est¨¢n obligados a guardar los sitios donde se conservan cosas le da a esta construcci¨®n marina el aire sepulcral de todo lugar sin habitantes. Est¨¢ la espl¨¦ndida cama que ¨¦l orient¨® hacia el norte para reposar mejor los pies, y su colecci¨®n de trajes y de pipas, y sus zapatos elegantes, como de compa?ero nocturno del gran Gatsby, y los posavasos con los retratos de barcos legendarios, y las bromas pornogr¨¢ficas que reservaba en los ba?os para sus amigos machos, y el frac del Nobel, que se guarda como si a¨²n no hubiera regresado de Estocolmo, y las gorras de visera con las que viajaba en los barcos, y los barcos diminutos guardados en botellas, ese misterio insondable que tienen las botellas que guardan artilugios de ubicaci¨®n tan milagrosa como el famoso elefante que cupo por el ojo de una aguja, y los retratos de sus escritores del alma, entre los cuales reserv¨® sitio de honor para Baudelaire, Dumas, Keats, Poe y Lorca...
Un hombre feliz rodeado de todos los recuerdos de que lo dot¨® su amor por la vida. Pero el lugar de la casa donde ¨¦l quiso que esa felicidad tambi¨¦n fuera un sonido es lo que llam¨® La covacha: all¨ª escrib¨ªa, con una pasi¨®n desenfrenada, como si no le turbara el ¨¢nimo del mundo, como si siempre estuviera a la espera de la sorpresa a la cual ya ten¨ªa reservada una palabra. El secreto de esa felicidad creadora est¨¢ en el sonido. El poeta de Isla Negra le pidi¨® a Rafita, su carpintero que a¨²n hoy hace obras en la vivienda vac¨ªa de Neruda, que pusiera un techo de zinc a este anexo de su cuarto, donde adem¨¢s guardaba toda su colecci¨®n de animalillos de metal (y un retrato de Matilde que, seg¨²n dec¨ªa, estaba entre los animalillos que m¨¢s quer¨ªa). Sobre el zinc ca¨ªa la lluvia invernal de Isla Negra, y ese sonido de m¨²sica hind¨² o antigua le recordaba la vieja lluvia de Caut¨ªn, el lugar donde naci¨®: territorio de dif¨ªcil regreso, esos pueblos que han cambiado de sitio cuando pasa el tiempo como una boina gris de olvido por los que se han ido y tambi¨¦n por los que te reciben. A ese recinto para escuchar la lluvia que se fabric¨® Neruda vino un d¨ªa un inquilino soberano: estaba el poeta en la ventana de la covacha y vio que sobre las duras olas del Pac¨ªfico ven¨ªa un madero de grosor extraordinario. Lo vio llegar con la paciencia de sus ojos, y le grit¨® a Matilde, que estaba en el centro de la casa: "?Mira, Matilde, ah¨ª viene mi escritorio!". Cuando estuvo varado en la arena, Rafita y ¨¦l lo llevaron al jard¨ªn, lo limpiaron, lo barnizaron y lo convirtieron en el sitio escueto donde Neruda pudo escribir los versos m¨¢s tristes y los m¨¢s extraordinarios. Hoy no escribe nadie sobre ese madero que ahora escucha la lluvia innumerable de Cuat¨ªn o de cualquier sitio, la misma lluvia que caer¨¢ en invierno sobre la tumba silenciosa y compartida de uno de los grandes pobladores del siglo. Qui¨¦n dir¨ªa en medio de este silencio que adorna el recuerdo de la lluvia que aqu¨ª ya no vive sino que reposa como un mito el joven enamorado de los versos del capit¨¢n. Ahora s¨®lo quedan arena y versos.
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