Juticia y barro
Ciega de nacimiento y tuerta de conveniencia, la diosa Justicia tiene en Madrid su sede palaciega en la plaza de la Villa de Par¨ªs, donde vive de prestado en dominios que fueron conventuales y regios, a espaldas de la Salesas Reales, piadosa y b¨¢rbara obra, seg¨²n sus contempor¨¢neos, inspirada, financiada y supervisada por do?a B¨¢rbara de Braganza, esposa de Fernando VI, segundo de la afrancesada dinast¨ªa borb¨®nica.La plaza de la Villa de Par¨ªs la forman dos rect¨¢ngulos arenosos separados por una calzada guarnecida de umbrosos pl¨¢tanos que confluye en la dubitativa fachada principal del Palacio de Justicia, un edificio chato y acomodaticio que fluct¨²a entre el barroco y el neocl¨¢sico, lo laico y lo religioso, donde las severas y mediocres efigies de los juristas Papiniano y Gayo, entronizadas a ambos la dos de la puerta, hacen lo que pueden por darle al conjunto una cierta prestancia institucional y justiciera, subrayada mala mente por un grupo escult¨®rico que sirve de escolta a la bandera que flamea en su cima. Las estatuas de do?a B¨¢rbara y don Fernando VI centran y presiden sus respectivos arenales en la plaza, espacios tradicionalmente con sagrados al infantil asueto, como recuerdan, sin mucha convicci¨®n, algunos aparatos l¨²dicos confinados en uno de sus rincones, instalaciones que en esta lluviosa ma?ana de oto?o sirven de improvisado refugio a una pandilla, de adolescentes reci¨¦n salidos de las aulas que disimulan ostentosamente, protegi¨¦ndose con sus carpetas y formando c¨ªrculo con sus espaldas, para que ni los escaso los viandantes, ni los omnipresentes guardias que vigilan el palacio, observen que se est¨¢n liando un porro.
La plaza de la Villa de Par¨ªs cubre un aparcamiento subterraneo cuyos respiraderos, sin coartadas, tratan tambi¨¦n de disimularse entre los setos. La plaza de la Villa de Par¨ªs es hoy un barrizal intransitable, zona palustre tatuada por innumerables huellas perrunas. Pero la lluvia no es obst¨¢culo suficiente para que una animosa cuadrilla de vagabundos, m¨¢s clochards que homeless por el galicismo del enclave, cocine su escueto men¨² en un fog¨®n improvisado y protegido por cartones, escoltados, a una respetuosa distancia, por sus perros.
En algunas papeleras de la zona hay bolsas de pl¨¢stico para recoger excrementos caninos y severas admoniciones que prometen cuantiosas multas a los amos de los canes transgresores. Los clochards de la plaza, habituados a hacer su vida al margen de la sociedad, pero a la vista de los guardias, civiles, nacionales, municipales o de inc¨®gnito, que pululan por los alrededores, cuidan de que sus perros no molesten, ni ensucien, ni inquieten a los viandantes. Por eso les perturba la inesperada irrupci¨®n de un chucho vagabundo en las proximidades de su vivac, un escu¨¢lido perro canelo que con su comportamiento puede poner en tela de juicio su statu quo. Ha de priar el orden en las mism¨ªsimas fauces de la justia, el can intruso inmediatamente denunciado y los laceros munipales no tardan en llegar para proceder a su detenci¨®n. He aqu¨ª un modelo de colaboraci¨®n ciudadana, los clochards y los guardias civiles, con falsas promesas y buenas palabras, sin violencia alguna, consiguen que el perro canelo acuda de buen grado y sin ofrecer resistencia a la furgoneta celular y la operaci¨®n resulta todo un ¨¦xito, todo un ejemplo, aunque humilde, de eficacia policial a peque?a escala.
Antes de que la televisi¨®n, los burgers, los videojuegos y los disco-pubs aparecieran en el horizonte, los colegiales preconsumistas se reun¨ªan en plazas como ¨¦sta para iniciarse en los rituales adolescentes de la pandilla y del flirteo, para fumarse sus primeros cigarrillos y abordar sus primeras conquistas. La plaza de la Villa de Par¨ªs recog¨ªa a las alumnas y alumnos del Liceo Franc¨¦s, oportunamente ubicado en la calle colindante del marqu¨¦s de la Ensenada. La omnipresente pupila de la justicia y de sus severos tribunales no arredraba a las patinadoras y patinadores que se deslizaban a las puertas del palacio, ni a las ne¨®fitas parejas que se guarec¨ªan en sus bancos.
La plaza de la Villa de Par¨ªs conserva restos de su decimon¨®nico encanto en los edificios de la calle del General Castanos, casas burguesas que no han perdido su empaque y se protegen a la sombra de los casta?os de Indias. Del otro lado de la plaza, en Marqu¨¦s de la Ensenada, conviven en forzosa promiscuidad construcciones antiguas y modernas. La Embajada de Francia, pa¨ªs anfitri¨®n y veterano hu¨¦sped de la calle, ha erigido un edificio funcional y discreto entre el jacobino caser¨®n de su instituto y la rotunda y despojada sede del Consejo del Poder Judicial. Junto al instituto en los bajos de un inmueble impersonal y funcional, se despliega la marquesina de Bocaccio, santuario laico de la intelectualidad noct¨¢mbula en los a?os de la protomovida, templo donde oficiaron sus b¨¢quicos ceremoniales sacerdotisas y pont¨ªfices de la far¨¢ndula y la cam¨¢ndula en mesas rigurosamente reservadas, lugar de peregrinaci¨®n de ac¨®litos perif¨¦ricos y conspicuos aspirantes a la esquiva fama de las candilejas o de las letras de molde. El Bocaccio madrile?o, menos divino y m¨¢s gauchista que su central de Barcelona, era la ¨²ltima etapa del peregrinaje noct¨¢mbulo que arrancaba en los peluches manchados de tinta del caf¨¦ Gij¨®n y recalaba luego en la claustrof¨®bica cava del Oliver, estaciones de un v¨ªa crucis et¨ªlico en el que cayeron innumerables penitentes de las tablas y las letras.
Pero la justicia que aqu¨ª oficia sus m¨¢s altos y solemnes. procesos ti?e la plaza de la Villa de Par¨ªs y sus entornos con sus afanes y trasiegos. Los bares aleda?os El Supremo y El Birrete no generan dudas sobre la composici¨®n de su clientela de abogados, reos, polic¨ªas, jueces o fiscales fugazmente hermanados ante el igualitario mostrador, ajenos por un momento al aura gris y negra, de sombra y reja, que oscurece el paisaje siempre oto?al de esta plaza d¨²plice, afrancesada y melanc¨®lica.
Al caer la noche en la plaza de la Villa de Par¨ªs, entre la bruma y bajo la lluvia, pierde su afrancesamiento para adoptar fantasmales hechuras londinenses. Do?a B¨¢rbara y don Fernando reinan espectrales sobre las p¨¢lidas farolas, de espaldas a las luminarias de la cercana plaza de Col¨®n, a la escenograf¨ªa de cienciaficci¨®n que remata en verde fosforescente y gal¨¢ctico las emblem¨¢ticas y pol¨¦micas torres con su cimera en forma de clavija el¨¦ctrica que los madrile?os llaman "el enchufe" y que podr¨ªa ser la garita de control de un futurible espacio-puerto.
La rotunda admonici¨®n que encarna el Palacio de Justicia, difuminado entre los ¨¢rboles, impide a los posibles ¨¦mulos de Jack el Destripador dejarse caer por estos contornos tan propicios al terror g¨®tico y al thriller nocturnal. Vagas y huidizas sombras se diluyen en los bordes del rect¨¢ngulo escapando entre los desmedrados setos, hacen su ronda los guardianes protegidos entre las piedras de su ominosa fortaleza que en la oscuridad ha perdido sus enga?osos rasgos de coqueter¨ªa, los afeites embellecedores de su cosm¨¦tica francesa. El carraspeante motor de arranque de un coche constipado rompe el espeso muro de silencio con sus toses espasm¨®dicas y una r¨¢faga de viento hace bailar las hojas de los pl¨¢tanos en ins¨®lito y vegetal aquelarre.
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