De la guerra g¨¢lica /2
En esto del crimen de Estado se me antoja que los muchos ¨¢rboles judiciales no nos dejan ver el bosque pol¨ªtico, ni tan siquiera alg¨²n bosquecillo moral, y que, tantos vericuetos del procedimiento tienen como fin el perdernos. Esta ejemplar ocasi¨®n para engrosar nuestra tenue conciencia civil lleva todas las trazas de adelgazarla y engolfarla. En medio del f¨¢rrago vamos aprendiendo que el Estado de derecho no es, desde luego, un hecho y que, en la cosa p¨²blica, la pol¨ªtica es todav¨ªa el elemento sustantivo y lo democr¨¢tico su adjetivo m¨¢s o menos prescindible.La iniciativa, la provisi¨®n o el consentimiento de aquellos cr¨ªmenes se dieron no por motivos ligeros, es de suponer, sino por raz¨®n de Estado. As¨ª sea. El Estado puede, en circunstancias extraordinarias, albergar razones que la raz¨®n ciudadana no debe conocer; pero ?tambi¨¦n cuando encubren un plan asesino? De suerte que el primado de la publicidad en una democracia podr¨ªa quedar en suspenso por una temporada; ?tambi¨¦n para siempre? A menos que se desee la gangrena de nuestra convivencia pol¨ªtica, aquella presunta necesidad (referida a 13 a?os atr¨¢s y cuyo contenido ya est¨¢ en parte desvelado) no debe pasar m¨¢s tiempo en silencio. Lo que en su d¨ªa, y s¨®lo por su car¨¢cter inicuo hubo de ocultarse a los ciudadanos, hoy exige su abierta discusi¨®n. Aquello que se emprendi¨® en nombre de la salus publica, esa misma salud y salvaci¨®n pide ahora conocerlo para corroborarlo o para repudiarlo.
En cuanto a su grado de necesidad y oportunidad, ?de veras no hab¨ªa en 1983 otras medidas constitucionales, y no criminales, capaces de frenar la feroz carnicer¨ªa de ETA? Aceptarlo as¨ª ser¨ªa reconocer la flaqueza de un Estado que s¨®lo pod¨ªa demostrar su fuerza leg¨ªtima convirti¨¦ndola en bestial violencia. Ese exceso fue, sin duda, producto de un defecto. Y si venimos a sus resultados, a la vista est¨¢n. Aquellos desmanes pasados no causaron el amedrentamiento de la banda terrorista, y s¨ª un notable descr¨¦dito de ese Estado que la combati¨® al modo terrorista y una crecida de la sinraz¨®n abertzale. La eficacia, por ¨²ltimo, requisito y criterio imprescindibles de la acci¨®n pol¨ªtica, se aviene mal con una cadena hecha de imprevisiones, errores siniestros y lucro de rufianes. Aun si hubiera partido de una buena raz¨®n de Estado, el nuestro perdi¨® pronto su raz¨®n.
Pero es que, m¨¢s all¨¢ de asegurar su supervivencia, todo Estado apunta por naturaleza a fines o valores superiores. Rastreros m¨®viles aparte, ?por qu¨¦ tanto estr¨¦pito por los GAL sino porque el Estado, adem¨¢s de pol¨ªtico, es un organismo moral? Y ya se sabe que, ante el tr¨¢gico y tarde o temprano ineludible dilema de la pol¨ªtica (orden o justicia, fuerza o derecho), el gobernante se inclina a regir su conducta m¨¢s por una ¨¦tica relativa de la responsabilidad, que mira a las consecuencias, que por la absoluta y evang¨¦lica ¨¦tica de la convicci¨®n. Veamos ad¨®nde conduce esta doble l¨®gica aplicada al caso.
En realidad, ambas se apoyan en principios, aunque enfrentados. Para la primera, la que mantiene el principio de la eficacia por encima del de legalidad y moralidad, el mejor terrorista es el terrorista muerto; para la segunda, seg¨²n el principio de respeto al orden legal, incluso el peor terrorista es un ciudadano sujeto de derechos. Pero las dos ¨¦ticas se atienen asimismo a sus consecuencias, por diferentes que ¨¦stas resulten. El riesgo del pol¨ªtico de la convicci¨®n es que, al preservar la vida del criminal, nos deja expuestos a sus zarpazos; y que, por guardar impoluta su propia conciencia y la legalidad, se cuide menos del orden y la seguridad del Estado. Si sus medidas fallan, como es posible, adquiere una neta responsabilidad pol¨ªtica. El riesgo opuesto del pol¨ªtico de las consecuencias es que, a fin de proteger a toda costa aquella seguridad, atropelle el derecho, abuse del poder y hasta culmine en el asesinato. De ah¨ª que, tanto si fracasa como si acierta en sus c¨¢lculos, tienda a incurrir de lleno en responsabilidad penal (aunque, si triunfa, le ser¨¢ m¨¢s f¨¢cil eludirla).
Pues bien, el penoso episodio de los GAL, por reunir a un tiempo ilegalidad e ineficacia, por ser un delito in¨²til, revela una responsabilidad pol¨ªtica y penal indisociables. Quienes organizaron, consintieron o ejecutaron tal fechor¨ªa han de pagar su fracaso y su delito, de igual modo que celebran p¨²blicamente el ¨¦xito cada vez que asestan alg¨²n golpe legal al enemigo. Es verdad que, en este trance, ser¨ªa est¨²pido o hip¨®crita quien olvidara que el hombre p¨²blico est¨¢ forzado a sellar un pacto con el diablo, quien se mofase del desgarro que atraves¨® la conciencia del gobernante ante tama?a decisi¨®n. El peso de ese drama merecer¨¢, a no dudarlo, en quien deba juzgarle un esfuerzo de comprensi¨®n y la debida clemencia. Mas el que decidi¨® acogerse a la ¨¦tica de la responsabilidad no tiene otro camino que responder de las consecuencias de su opci¨®n.?C¨®mo, entonces, diluir esa segura responsabilidad personal de algunos en una hipot¨¦tica culpa de muchos o en la presunta complicidad de la mayor¨ªa? A lo peor cabr¨ªa extenderla a otros cuantos hombres p¨²blicos, si fuera cierto que "ning¨²n pol¨ªtico puede vanagloriarse de ser inocente". Pero ser¨ªa de c¨ªnicos escudarse tras una vaga culpabilidad general so pretexto de que fueron bastantes s¨²bditos los que, en su fuero interno (o externo), se mostraron conformes con la atrocidad seg¨²n iba conoci¨¦ndose. Dice Julien Freund que "los hombres conceden a las colectividades pol¨ªticas el derecho de emplear medios que proh¨ªben a los individuos". Tal vez, pero ellos mismos -digamos que por compensaci¨®n- se erigen en jueces m¨¢s estrictos cuando aquellos medios excepcionales no rinden el fruto apetecido. Sea como fuere, quienes est¨¢n lejos del poder no son sujetos culpables de los actos del poder. Ni siquiera hay que reprocharles el no haber vigilado lo suficiente a los encargados de vigilar. En todo caso, eso s¨ª, a tales ciudadanos habr¨¢ que pedirles la decencia de no ensa?arse con el pol¨ªtico que adopt¨® las cruentas medidas que entonces aplaudieron.
Algo se ha ganado cuando se aceptan ya los hechos, aunque todav¨ªa se rechace con gesto indignado la calificaci¨®n penal que los condenara. Claro que, para desde?arla, cabezas pol¨ªticas eminentes no temen recurrir a la m¨¢s torpe petici¨®n de principio: no hay terrorismo de Estado, dicen, porque el Estado no puede ser terrorista. Otros se niegan a denominar "crimen de Estado" a lo que ser¨ªa, dada la divisi¨®n de poderes, un crimen de Gobierno. Como si no fu¨¦ramos testigos abochornados de las incesantes trampas, minas y parapetos que el poder ejecutivo (tras devorar al legislativo) opone al despliegue del judicial o del manto con que el nuevo Gobierno cubre las verg¨¹enzas del anterior. M¨¢s un secreto de Estado que de Gobierno debe de ser, y se dir¨ªa que tremebundo, si el nuevo jefe del Gabinete est¨¢ dispuesto a seguir guard¨¢ndolo.
A todas ¨¦stas, el ex presidente de Gobierno viene a conceder por lo bajo la probable comisi¨®n de esos delitos y por todo lo alto a disculparlos. La excusa subjetiva reside en el sosiego de su conciencia. Ojal¨¢ tan envidiable dictamen moral coincida con el de los jueces, porque no es el tribunal m¨¢s ¨ªntimo de cada uno, sino el legal, el que aqu¨ª ha de dictar sentencia. La disculpa objetiva aduce que no hay pa¨ªs democr¨¢tico donde no hayan ocurrido y ocurran hechos semejantes sin verse por ello sus Gobiernos puestos en la picota. Alguna exageraci¨®n habr¨¢, pero aunque as¨ª fuese, no podr¨ªa la extensi¨®n del mal justificar el mal. A lo sumo pone de manifiesto una ley tendencial de toda pol¨ªtica antiterrorista, pero eso para nada prueba que una pol¨ªtica particular (y menos a¨²n si cae en pura inhumanidad) haya sido la correcta ni vuelve a su autor irresponsable.
Para hacer por fin la luz y recuperar la confianza hay tantas razones p¨²blicas que bastar¨¢ con recordar una. De aquel horror hubo v¨ªctimas irremediables o inconsolables, y estas v¨ªctimas, que lo fueron de la venganza, reclaman justicia. Una tarea que encomendamos, no a los jueces de los jueces (sean pol¨ªticos o periodistas), sino s¨®lo a los jueces.
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