El falso "problema espa?ol"
La principal obsesi¨®n de Jos¨¦ Antonio Maravall, de cuya muerte se cumplen. ahora 10 a?os, fue ofrecer una interpretaci¨®n de la historia de Espa?a en la que ¨¦sta apareciera como "normal" homologable a los modelos europeos. Toda su obra, fuese sobre el llamado "Estado moderno", sobre, el pensamiento pol¨ªtico del siglo XVII, sobre el Barroco o la Ilustraci¨®n, colocaba los fen¨®menos en la encrucijada entre el pensamiento escol¨¢stico y el racionalismo cient¨ªfico moderno, utilizando conceptos tan generalizables como monarqu¨ªa parlamentaria, Estado moderno, utop¨ªa o revoluci¨®n. Ello chocaba frontalmente con los tiempos en que le toc¨® vivir, cuando se supon¨ªa que Espa?a era "diferente", no s¨®lo un eslogan del Ministerio de Turismo, sino la s¨ªntesis de toda una interpretaci¨®n de la historia y la cultura ib¨¦rica construida en tiempos de la llamada Leyenda Negra y reelaborada -en positivo, aunque con no menor carga de prejuicios- por los viajeros rom¨¢nticos. No era s¨®lo, por tanto, el Gobierno espa?ol quien participaba de esa idea -utilizada, en parte, para justificar la dictadura-, sino tambi¨¦n la, opini¨®n p¨²blica mundial, e incluso los intelectuales, tanto del r¨¦gimen como de la oposici¨®n y tanto del interior como del exilio. No hay que olvidar que desde las ¨²ltimas d¨¦cadas del siglo XIX hasta, aproximadamente, el final de la II Guerra Mundial el mundo entero hab¨ªa estado dominado por explicaciones raciales o etno-nacionales de tipo esencialista. La culminaci¨®n hab¨ªa sido la locura fascista, pero ser¨ªa un error atribuirle todo a ella.Los espa?oles se hab¨ªan dejado arrastrar con especial dramatismo por esta pasi¨®n de las esencias nacionales, porque la moda coincidi¨® justamente con dos graves crisis pol¨ªticas colectivas: el 98 y la guerra civil. En 1898, la p¨¦rdida de Cuba y los dem¨¢s restos del imperio, se interpret¨® traum¨¢ticamente como una demostraci¨®n de impotencia colectiva, especialmente humillante en el momento en que los europeos "normales" -seg¨²n se percib¨ªa desde aqu¨ª- demostraban en Asia y ?frica a golpe de ca?onazo la superioridad de su civilizaci¨®n. Hasta aquel momento, adem¨¢s, los progresistas espa?oles se hab¨ªan protegido de sus desventuras manteniendo la esperanza en una intervenci¨®n redentora de ese sano pueblo que seg¨²n la leyenda hab¨ªa salvado al pa¨ªs cuando las ¨¦lites vendepatrias lo hab¨ªan abandonado en manos de Napole¨®n. Pero las noticias de los sucesivos hundimientos de escuadras del 98 no hicieron reaccionar al pueblo, y ello agot¨® los ¨²ltimos restos de optimismo. Definitivamente -concluyeron las mentes preocupadas por el destino colectivo-, no ¨¦ramos como los dem¨¢s europeos, ¨¦ramos incapaces de adaptamos a la modernidad, no pertenec¨ªamos a las razas superiores.
La guerra civil, cuarenta a?os despu¨¦s, a?adi¨® el elemento cainita: adem¨¢s de desorganizados, individualistas, perezosos, ¨¦ramos fratricidas. No cab¨ªa m¨¢s angustia. Construida de esta manera, la identidad colectiva espa?ola carec¨ªa de la coartada m¨¢s ¨²til de cualquier nacionalismo: la expulsi¨®n, la proyecci¨®n de los males hacia el exterior, hacia un enemigo culpable de nuestras desgracias colectivas. Ya el pesimista Aza?a de La velada de Benicarl¨® hab¨ªa escrito con claridad que los males de Espa?a s¨®lo eran atribuibles a los espa?oles. Por supuesto que sigui¨® habiendo quienes sosten¨ªan que en 1936 el pa¨ªs hab¨ªa sido pura y simplemente v¨ªctima de una agresi¨®n internacional. Recuerdo una conversaci¨®n con Federica Montseny en que se empe?aba en que era incorrecto llamar "guerra civil" a lo que hab¨ªa sido una defensa del pueblo espa?ol contra un ¨¦j¨¦rcito invasor germano-italiano. Lo mismo dec¨ªa Franco respecto de la conjura judeo-mas¨®nica-comunista contra Espa?a, materializada en las Bnigadas internacionales. Pero eran esp¨ªritus partidistas, decididos a no reconocer la realidad. Sobre todo entre los republicanos derrotados y exiliados, hab¨ªa que ser ciego para negar que la lucha, hab¨ªa sido fratricida, incluso dentro de sus propias filas.
Entre los vencedores, la victoria permiti¨® imponer un optimismo oficial que contrarrest¨® los tradicionales planteamientos del problema espa?ol. Decadencia, fracaso, crisis, eran t¨¦rminos que pertenec¨ªan al torcido curso de la historia espa?ola de los ¨²ltimos siglos, debido a err¨®neos experimentos extranjerizantes. El nuevo r¨¦gimen iba a restablecer los gloriosos tiempos de los Reyes Cat¨®licos o Felipe II, esto es, la comunidad de creencias, la armon¨ªa social basada en una justicia establecida por decreto, y con ellas el poder¨ªo pol¨ªtico y econ¨®mico. Hubo esp¨ªritus honestos, como un Dionisio Ridruejo, que participaron sinceramente de esta ret¨®rica durante algunos a?os. Pero s¨®lo durante algunos a?os. En 1949, diez despu¨¦s de terminada la guerra, publicaba La¨ªn Entralgo su Espa?a como problema, libro todav¨ªa plenamente inserto en el paradigma nacional esencialista pero dominado por. unas dudas sobre las virtudes del ser nacional muy distantes de la versi¨®n oficial. La respuesta cargada de soberbia le lleg¨® de inmediato de la pluma de Calvo Serer, quien obsequi¨® al p¨²blico con un Espa?a sin problema donde recordaba que el franquismo hab¨ªa resuelto el problema nacional y no hab¨ªa ya lugar para derrotismos del viejo estilo.
El tema que hab¨ªa tocado La¨ªn segu¨ªa, sin embargo, vivo y en boga entre lo! medios intelectuales, mal que le pesara al pensamiento oficial. Insisti¨® sobre ¨¦l, con su Espa?a inteligible, Juli¨¢n Mar¨ªas, disc¨ªpulo de Ortega que, aunque tambi¨¦n desde el interior, no ten¨ªa conexiones con el r¨¦gimen. Y era lo que estaban haciendo desde el exterior republicanos exiliados como Am¨¦rico Castro o S¨¢nchez Albornoz. Para ellos, la obsesi¨®n era explicar el fracaso de la Rep¨²blica y el ensa?amiento de la guerra civil; para La¨ªn, el fracaso mismo. del r¨¦gimen del que empezaba a distanciarse. Pese a las diferencias pol¨ªticas, todos ellos compart¨ªan un mismo marco mental, el de las esencias nacionales, cuya m¨¢xima expresi¨®n se alcanzaba quiz¨¢ en la obra de un Men¨¦ndez Pidal, el intelectual que aunaba la herencia de Men¨¦ndez y Pelayo y de Giner de los R¨ªos, el maestro reconocido de los historiadores espa?oles durante los primeros sesenta a?os del siglo XX.
Todo un g¨¦nero literario se desarroll¨®, as¨ª, alrededor del llamado "problema de Espa?a", en busca de las ra¨ªces y causas de la supuesta anormalidad del pa¨ªs. Aunque los diagn¨®sticos sobre este "problema" variaron considerablemente, un rasgo com¨²n caracteriz¨® a la mayor¨ªa de los participantes en el debate: ya que la traslaci¨®n de culpa no se pod¨ªa hacer en el espacio (es decir, ya que no hab¨ªa un enemigo exterior al que atribuir nuestros males) se hac¨ªa en el tiempo. La discusi¨®n se centr¨®, por tanto, en el origen hist¨®rico de la gran tragedia espa?ola, intentando explicar, por un lado, el supuesto fracaso ante la modernidad y, en ¨²ltimo extremo, la guerra civil. Ortega y Gasset hab¨ªa culpado a los visigodos, cuyo dominio gregario habr¨ªa producido una Edad Media sin feudalismo y una modemidad sin ¨¦lites capaces de dirigir el progreso. S¨¢nchez Albornoz reivindicaba en cambio a los visigodos y remontaba la esencia nacional al periodo prerromano. Am¨¦rico Castro, muy sensatamente, reprochaba a Albornoz la construcci¨®n de una identidad permanente, impermeable a la historia, y explicaba en cambio la peculiaridad de la sociedad hispana a partir de la Inquisici¨®n y la represi¨®n contra jud¨ªos y moriscos; pero ello habr¨ªa originado, seg¨²n ¨¦l, una "morada vital" que adquir¨ªa enseguida tambi¨¦n los rasgos de esencia imperecedera, capaz de explicar todo lo ocurrido y lo por ocurrir en el pa¨ªs. Otros hab¨ªa que culpaban a los ¨¢rabes -la sangre oriental, ap¨¢tica durante largos periodos, con explosiones de exaltaci¨®n y ferocidad-, a los fenicios o a las guerras civiles de los tiempos de Sertorio.
Y as¨ª ocurri¨® que estos excelentes eruditos e investigadores, y otros como Altamira o Madariaga, se pasaron los ¨²ltimos a?os de su vida debatiendo, desde Princeton, California, Oxford o Buenos Aires (con alguna aportaci¨®n desde Madrid)" problemas metaf¨ªsicos sobre el ser espa?ol. La situaci¨®n, para el observador distante actual, resulta surrealista. Pero ellos sent¨ªan una angustia muy aut¨¦ntica. Basta leer la excelente poes¨ªa inspirada por el "tema de Espa?a" en.los a?os cuarenta y cincuenta, de la que tan buena- antolog¨ªa public¨® Jos¨¦ Luis Cano en los sesenta: domina en ella la mat¨¢fora sobre Espa?a como madrastra ("miserable y a¨²n bella entre las tumbas grises", seg¨²n Cernuda): las referencias a la mala raza, como la de Cernuda tambi¨¦n sobre "la hiel sempiterna del espa?ol terrible /, que acecha lo cimero / con su piedra en la mano"; la visi¨®n de Espa?a como "nav¨ªo maldito", a cuyo hundimiento definitivo Jos¨¦ Hierro quisiera asistir; la "patria de pechos mutilados, de boca p¨¢lida", de Eugenio de Nora; el "Hija de Yago" de Blas de Otero ("tal¨®n sangrante del b¨¢rbaro Occidente..."); el "oh, no toqu¨¦is a Espa?a: quema su tierra roja", de Carlos Bouso?o...
La salida del t¨²nel iba a iniciarse a finales de los cincuenta, y no por la v¨ªa de la literatura, sino gracias a las ciencias sociales. Un enorme creador literario, Francisco Ayala, que por azares de la vida hab¨ªa tenido que ense?ar y escribir sobre sociolog¨ªa, public¨® en M¨¦jico su Raz¨®n del mundo: la preocupaci¨®n de Espa?a, un libro luminoso en el que se distanciaba de los planteamientos de su propia generaci¨®n. Era la ¨¦poca en que, desde Barcelona, Jaume Vic¨¦ns Vives (guiado tambi¨¦n inicialmente por esta preocupaci¨®n por explicar el atraso espa?ol) iniciaba la renovaci¨®n de la historia en, t¨¦rminos cercanos a la escuela de los Annales, lo que le llevaba a hablar simplemente de industria, demograf¨ªa, o ¨¦lites sociales. Y desde Vera de Bidasoa y Madrid, coincidieron alrededor de 1960 en esta misma embestida Julio Caro Baroja, quien titul¨® expl¨ªcitamente un peque?o libro El mito de los caracteres nacionales, y Jos¨¦ Antonio Maravall, que trat¨® el tema en varios art¨ªculos dedicados a la obra de S¨¢nchez Albornoz y Men¨¦ndez Pidal.
La r¨¦plica comprensiblemente airada, corri¨® a cargo de Madariaga y S¨¢nchez Albornoz. Y fue Maravall quien sostuvo la pol¨¦mica, valiente y dif¨ªcil porque era contra sus maestros, y titul¨® uno de sus art¨ªculos, publicado en la Revista de Occidente, igual que el expresivo librito de Caro Baroja. Aquella nueva manera de ver las cosas nos sedujo a muchos de los entonces j¨®venes, entre otras razones porque nos liberaba de un peso agobiante. Y en estos d¨ªas, cuando termina el a?o en que ha muerto Caro Baroja y se cumplen diez de la desaparici¨®n de Maravall, quisiera aprovechar para rendirles este peque?o homenaje. Como debemos rend¨ªrselo a ese otro gran escritor y gran intelectual, afortunadamente vivo y creativo, que se llama Francisco Ayala. Ellos cerraron unas disquisiciones sobre la esencia nacional que hoy a la mayor¨ªa nos parecen carentes de, sentido. Aunque algunos sigan obsesionados por la identidad colectiva, esta vez no ya de Espa?a, sino de los nacionalismos alternativos.
Jos¨¦ ?lvarez Junco es catedr¨¢tico de Historia de las Ideas y los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense. Ocupa actualmente la c¨¢tedra Pr¨ªncipe de Asturias de Historia de Espa?a en la Universidad de Tufts (Boston, Massachusetts).
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