Cafet¨¦n
Supongo que hay otros, esparcidos por la ciudad, con preferencia en los viejos barrios. Son parientes pobres de los grandes caf¨¦s, de los que quedan s¨®lo el Gij¨®n, el Comercial y pocos m¨¢s; aquellos recintos, amplios como garajes, con presuntuosas columnas de estuco, en las que se reclinaba un camarero pasmado, bajo la enigm¨¢tica esfera de metal chispeante, donde dejar el trapo a mano, para enjugar del tablero la huella del recuelo, el pegajoso rastro del an¨ªs, la suma hecha a l¨¢piz o el estrambote de un soneto de urgencia. Pariente pobre, de barriada, cuyo aspecto desmejorado pronostica un problem¨¢tico futuro. Entr¨¦, de prima noche, esta pasada primavera, de pura chiripa, al llegarme, al pasar, la bocanada de una canci¨®n de Georges Brassens, solicitud irresistible para quienes tenemos la patria de la memoria en el Par¨ªs de los a?os sesenta. Un hombre rasguea. la guitarra, y yo me sab¨ªa casi todas las canciones, sublevadas en la retaguardia del recuerdo. Un p¨²blico atento, aplaude al final de las tonadas. Del franc¨¦s al italiano, al ingl¨¦s, al catal¨¢n, al portugu¨¦s, con preciso acento.Lo perd¨ª, como se nos extrav¨ªan los lugares hasta donde nos lleva la aventura imprevisible; la otra noche, como si fuese una cita convenida, reconozco el lugar, quiz¨¢ porque la calle segu¨ªa estando en obras, como en el pasado mayo o volv¨ªa a estarlo. Un local alargado, que se crispa, al fondo en un ¨¢ngulo recto, de corto recorrido. El mostrador, de madera, a tres pasos del acceso, de sopet¨®n, tiene un ancho z¨®calo de lat¨®n f¨²lgido. Un corrido div¨¢n de terciopelo granate -rinconcito de caf¨¦ flanquea los muros y guarda, de un d¨ªa para otro, el estremecimiento de los amantes, que entrelazaron las manos al atardecer. Velado res ovalados y redondos, con pie de hierro, sillas con asiento de rejilla, inc¨®modas, como deben serlo; l¨¢mparas de tulipa que rebotan en los anchos espejos.
Bulle la clientela, emparentada por la amistad, el gusto y el deleite. En el ceremonial no va incluido el usufructo de la mesa: dos mujeres j¨®venes y un corpulento barbudo se acomodan a mi lado, tras el breve saludo al forastero, que era yo. El artista se instala sobre el estrado ex profeso, templa al rasgueo la guitarra, mientras bromea con los parroquianos. Las luces se han atenuado y desde mi rinc¨®n atisbo lo que tomo por la consola electr¨®nica de la meg¨¢fon¨ªa y result¨® ser la llama de gas y el piloto o testigo de la cafetera a presi¨®n. Previo al inminente recital, un largo sonido, como el acompanamiento de un basso profondo, preludia la primera intervenci¨®n. Es el vapor contenido de la m¨¢quina italiana, que despacha unos "cortados" urgentes. Lo dicho va en m¨¦rito al desarrollo de la velada, sin la menor premeditaci¨®n y la mayor naturalidad.
Como pr¨®logo, una doliente balada caboverdiana, en l¨¢nguido portugu¨¦s insular; se alza el tono con una reciente canci¨®n inglesa -quiz¨¢ americana-, conocida por todos, menos yo, aunque segu¨ª el ritmo con los dedos, con tan poca destreza que volqu¨¦ el platillo de los manises, desparramados entre las consumiciones de los vecinos. Ahora, una cadenciosa samba br¨¢silera, luego una canci¨®n protesta en catal¨¢n, con ¨¦se aire de buena educaci¨®n mascullada que suelen tener, para entrar en el terreno donde el virtuoso aficionado pisa fuerte, pone emoci¨®n y sentimiento. Son la hoguera desde donde se despidi¨® ?le nuestro mundo la larga hegemon¨ªa francesa. La luz que alumbr¨® cuatro siglos de cultura adelantada, termin¨® el 68, como la crem¨¢ en la noche de san Juan. ?Qu¨¦ hermoso desenlace! El postrer susurro rom¨¢ntico de Trenet, la bondadosa reflexi¨®n de Brassens, las catastr¨®ficas premoniciones de L¨¦o Ferr¨¦, el acento partisano de Yves Montand, el genial desgarro unisex de la Piaff, las incitaciones de la Greco y la, Patachou est¨¢n agazapados entre las cinco cuerdas, y es lo que transmite la c¨¢lida voz en falsete del cantante ocasional, cuya no es la profesi¨®n ni la ganancia. Los textos y su melancol¨ªa se entretienen detr¨¢s de los espejos velados, no se sabe si por el vaho del invierno o la tristeza de las rimas perdidas. Busquen el cafet¨ªn de barrio; es algo m¨¢s que un bar, que una taberna, una cafeter¨ªa. Quienes lo frecuentan, lo reconocer¨¢n. A ¨¦ste le llamo Cafet¨¦n, porque es sincero, aut¨¦ntico, evidente. Y barato.
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