El precavido
Aqu¨ª lo tenemos. No fue f¨¢cil cazarlo. Es escurridizo, viscoso. Entre ¨¦l y nuestras pupilas se interpone una luz equ¨ªvoca, un brillo lustroso que continuamente nos ofusca y nos desorienta porque no desprende claridad, sino enga?osas opacidades.Si a estas dificultades a?adimos el silencio, ?qui¨¦n podr¨¢ dar con la madriguera del precavido?Porque, eso s¨ª, sabe muy bien guardar silencio, ser pacientemente t¨¢cito. Cuanto m¨¢s barullo hay a su alrededor, m¨¢s silente es su comportamiento. Acierta a esperar la ocasi¨®n propicia y cuando menos se piensa, esto es, cuando menos falta hace, suelta cuatro frases muy elaboradas que no dicen nada. Entonces, a su alrededor, surge un entusiasmo un tanto azarado. A m¨ª este sujeto me hace recordar a Pinha, el personaje que Ega de Queiroz dibuj¨® prodigiosamente. (Y no respondo de los detalles concretos del recuerdo porque no tengo a mano en este instante la admirable novela del escritor portugu¨¦s). Pero, poco m¨¢s o menos, la escena se desarrolla en estos t¨¦rminos: una tertulia hogare?a; aparecen los primeros fr¨ªos y las primeras lluvias; en ese momento, Pinha, ahuecando la voz, emite esta obviedad: "Temos c¨¢ o inverno". Era a?ade: "Todos assinten, e Pinha goza". Nada m¨¢s. Pero tambi¨¦n nada menos.
Esa habilidad que rinde a tirios y a troyanos, a unos y a otros, es lo que busca el precavido, disc¨ªpulo predilecto de Rousseau (el gran hip¨®crita), que le ense?¨® el valor decisivo de "les petites pr¨¦cautions" necesarias para conservar las grandes virtudes, o, en su defecto, la aquiescencia un¨¢nime de los complacientes, el "nemine discrepante" que dir¨ªa el falsario.O lo que es lo mismo: la distorsi¨®n, la adulteraci¨®n moral e intelectual de lo untuoso.
Por eso nuestro sujeto evita cualquier clase de roce personal. No discute. Jam¨¢s lleva la contraria a nadie. Camina por la vida envuelto en una educaci¨®n artificial y empalagosa que es otra manera, y no peque?a, de deslizarse sin m¨¢cula entre la mara?a de la convivencia social. En consecuencia, nadie puede decir que el tal fulano resulta arisco, ¨¢spero, de inc¨®modo trasiego. Todo lo contrario. Si pregunt¨¢is por ¨¦l, enseguida os dir¨¢n que se trata de una persona encantadora y atractiva. En rigor, y como ha demostrado recientemente Juli¨¢n Mar¨ªas (en un estudio profundo sobre la realidad de la persona), el blindado existencialmente puede poseerlo todo menos una cosa: el ser persona.
Por eso jam¨¢s puede contarse con ¨¦l para. que nos resuelva un apuro o para que deshaga un entuerto. Naturalmente, no es Don Quijote, pero tampoco es Sancho Panza. En definitiva, no le interesan para nada esos personajes. En ¨²ltima instancia, no le interesa nadie. Le importa ¨¦l a s¨ª mismo. Se importa. Y se importa en la medida en la que esa importancia gana alg¨²n reflejo valioso en la conciencia de los otros. Cocteau, antes de colgar sus dibujos para una exposici¨®n, sol¨ªa decir: "Yo no expongo. Me expongo". Pero ¨¦ste no es el estilo, el avatar ni la aventura del precavido. Jam¨¢s se expone. Jam¨¢s. Expone a los dem¨¢s, les obliga a soltar cuatro frases amables a fuerza de untuosidad, de buenas maneras, y, en el fondo, de adulaci¨®n. Su ebriedad verbal es protocolo y nada m¨¢s que protocolo. Una manera de atrincherarse en el ego¨ªsmo para escurrir el bulto y no adquirir compromiso alguno. Imaginemos un drama, un doloroso y vulgar drama que est¨¢ pidiendo a gritos comprensi¨®n y, m¨¢s que ayuda, simpat¨ªa. Y he aqu¨ª al atrincherado que asoma la cabeza, curioso peto, en el fondo, indiferente. Nunca ver¨¦is en sus ojos ese brillo enternecido que anuncia las l¨¢grimas. Observar¨¦is, en cambio, la dureza fr¨ªa de la no participaci¨®n. Nada de delicadeza humana y s¨ª, en cambio, melifluas palabras, vaciedades sin contenido y por eso son vaciedades, es decir, no realidades.
De ah¨ª la sorpresa. Pero el individuo en trance menesteroso necesita, por lo menos, vocablos de esperanza, pues la esperanza es la forma m¨¢s acendrada de la ayuda. Y en su lugar se da de bruces con la indiferencia, la dura y compacta indiferencia del que "no se mete en nada" porque lo que m¨¢s teme es incomodar a los dem¨¢s, inyectarles sus prop¨®sitos de entendimiento, quiz¨¢, quiz¨¢ arrepentirse de su inveterado ego¨ªsmo. En el precavido todo es virtual, nonato, parto sin t¨¦rmino. As¨ª, siguiendo esa l¨ªnea, va dibuj¨¢ndose la curva vital, la ¨®rbita biogr¨¢fica.
Un d¨ªa muere. Su memoria no resiste la prueba del tiempo. Queda olvidado. Lo que fueron fiorituras del trato, en eso se quedan, en floraci¨®n ef¨ªmera. A buen seguro que el recuerdo de los dem¨¢s no persiste ni a lo largo de una generaci¨®n. Queda, eso s¨ª, la transverberaci¨®n incruenta y grotesca del pintoresco. Nada m¨¢s. En resoluci¨®n, la esterilidad y la nada.
Y ya, para finalizar, y como siempre, el modelo. Este, del que tantos y tantos comentarios destilamos N¨¦stor Luj¨¢n y yo. Suena as¨ª: un profesor de Qu¨ªmica. Explica el plomo a sus alumnos: "Un metal pesado, de color sucio, peligroso, sumamente t¨®xico. Una de, sus sales lleva el nombre de 'az¨²car de Saturno', ya saben, la figura mitol¨®gica que devoraba a sus propios hijos". Al llegar a este punto hac¨ªa una pausa y a?ad¨ªa: "Se?ores, les advierto que yo no tengo nada contra el plomo. Es que el plomo es as¨ª". Y respiraba tranquilizado.
No. No quer¨ªa tener cuestiones ni con un metal. Y cuidadoso, meticuloso y respetuoso lo volv¨ªa a su sitio, es decir, a la tabla peri¨®dica de los elementos de Mendeleiev, donde, si la memor¨ªa no me falla, ocupa el lugar n¨²mero 82. Hasta este punto de as¨¦ptica condescendencia llegan las cosas del precavido.
Meditemos una pizca. ?Es la precauci¨®n llevada a esos extremos una anomal¨ªa? Y?, en caso de serlo, ?no posee por ventura alg¨²n rostro positivo? Sin duda. La exquisitez de la educaci¨®n es como una coraza que nos defiende de los inoportunos, de los pesados. En una palabra, de los pelmas. Recu¨¦rdese la feliz definici¨®n del pelma que a Croce le comunic¨® un ciudadano, y que yo he procurado divulgar: "El pelma es el individuo que nos quita la soledad y no nos da la compa?¨ªa". Pues bien, de esos intrusos que sin miramiento alguno perforan y deshacen nuestra intimidad cabe cerrarse con la armadura (le la cortes¨ªa. Eso hac¨ªa Mallarm¨¦, y parece que no le fue del todo mal.
Pero aqu¨ª tropezamos con otra cuesti¨®n de no escasa monta. La vida espa?ola est¨¢ construida a base de violentas intromisiones, de desconsideradas intromisiones. Por eso es discontinua.. Averiguar los motivos a favor de los cuales la inveterada soluci¨®n de continuidad se produce, y los porqu¨¦s intr¨ªnsecos de tales saltos, resulta empresa intelectual de sumo inter¨¦s. Es menester indagar en esas ra¨ªces, en su consistencia; hay que ponerlas al aire, porque son el humus de nuestro temple colectivo.
Cumple, antes que cualquier otra cosa, huir de las falsas inhibiciones del archiprecavido. Que es una forma, y a buen seguro la m¨¢s delet¨¦rea, de la convivencia en comunidad. La educaci¨®n es necesaria, es imprescindible. Pero su Ersatz, su sustituci¨®n por el vacuo, por el condescendiente verbalismo, es un fraude.
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