?La segunda transici¨®n?
Afloran ahora indicios suficientes de autoritarismo o reaparecen en la vida p¨²blica espa?ola actuaciones de abuso y biograf¨ªas inconclusas del pasado que nos invitan a apearnos de algunas complacencias democr¨¢ticas y a pensar en si la prodigiosa transici¨®n era la ¨²nica manera posible de cambio o a preguntamos si la osad¨ªa y la rapidez de aquella transformaci¨®n pol¨ªtica y social se ha cobrado a la postre un alto precio.La transici¨®n pol¨ªtica de la dictadura a la democracia constituy¨® una sucesi¨®n de nuevas leyes, decretos, nombramientos, debates o tiras y aflojas necesarios. Pero fue, adem¨¢s, un estado de entusiasmo, de euforia collectiva; quiz¨¢ un modo nuevo de respirar y de mirar, de expresarse y de sentir, de poder reconocemos al fin sin complejos. Se descubri¨® pronto, la debilidad de las inrstituciones anacr¨®nicas de la dictadura y el vac¨ªo ret¨®rico del atado y bien atado. Sin embargo, no faltaron, como se sabe, los sobresaltos, las conjuras, los miedos y los sainetes. Y, por supuesto, cont¨® la transici¨®n con los silencios, que hoy se prolongan sobre aquella historia real y con las actuaciones dubitativas y ambiguas en momentos de crisis que todav¨ªa est¨¢n por esclarecerse. Se ha contado a veces como un milagro; y es posible que hubiera razones para semejante deslumbramiento. Al fin y al cabo, no son tantos los episodios de tolerancia, de di¨¢logo y de renuncias de los que se pueda hacer recuento sosegado a lo largo de nuestra historia. Lo peor de los milagros es que pueden sustentar formas de ciego fanatismo que s¨®lo llega a resolver la vida eterna a aquellos que la consigan. No pasa lo mismo con los m¨¢s apegados a la tierra: el discurrir del tiempo se encarga de revelarles que lo que fue tenido por milagro pudo ser una mera alucinaci¨®n colectiva. En cualquier caso, la transici¨®n constituy¨® una fiesta de gran relumbr¨®n a la que casi todo el mundo quiso apuntarse, una ceremonia de la expiaci¨®n de las culpas antidemocr¨¢ticas de los nuevos conversos, un, banquete de la reconciliaci¨®n en el que el deseo de tener la fiesta en paz se impuso a la realidad de quienes se sentaban un poco a rega?adientes y por cuesti¨®n de oportunidad al banquete fraterno. Se han exaltado mucho las generosidades de unos y de otros y poco se ha valorado cu¨¢ndo estaban movidas o no por la necesidad de salvar el propio pellejo, o sea, los intereses particulares.
En el a?o 1995, con motivo de los 20 a?os del principio de aquello, hubo tr¨¢fico de protagonismos, intentos de apuntarse tantos o de rest¨¢rselos al vecino. M¨¢ximo puso su aguda filosof¨ªa en una vi?eta en la que presentaba a una multitud pregunt¨¢ndose, a prop¨®sito de la transici¨®n: "Y nosotros, ?qu¨¦?". Por alguna parte del dibujo aparec¨ªa un r¨®tulo que indicaba: "Pueblo soberano". Era la reclamaci¨®n de un nosotros democr¨¢tico y participativo frente al yo, narcisista de los que contemplaban su propio papel en el proceso de tr¨¢nsito, animados por una egolatr¨ªa excluyente. La irremisible complacencia que los pose¨ªa les hac¨ªa reconocerse favorecidos en las fotos del pasado mientras endilgaban a la moda y al tiempo los rasgos menos complacientes del retrato. Fue, en todo caso, una ocasi¨®n para que los espa?oles que vivieron aquel cambio se dieran por aludidos y enarbolaran la bandera de la transici¨®n como la de su propia educaci¨®n sentimental.
En ese marco comnemorativo parec¨ªa f¨¢cil constatar la evidencia: la transici¨®n acab¨® el d¨ªa mayor sentarse a comer palomitas delante de sus monumentos, lo llevaba a aspirar al liderazgo de otro nuevo estado de entusiasmo. Lo que pasa es que la ilusi¨®n colectiva no se impone por decreto ni se aprende en las hemerotecas a contagiarla; quien en los viejos peri¨®dicos quiera encontrar recetas de buen gobierno del Estado est¨¢ condenado al patetismo que el tiempo imprime en quien ignora su paso. La voluntad de ilusi¨®n de una sociedad es tanto mayor cuanto m¨¢s elevado se halle su ¨ªndice,de desconcierto y de desencanto, que al final de la etapa socialista -corrupciones, oscuros asuntos como el GAL, m¨¢s la crispaci¨®n alimentada por la oposici¨®n del PP, con su que rencia de tierra quemada creaba un marco id¨®neo para que esta sociedad aspirara a un nuevo clima de euforia y de acuerdos. Pero ni Aznar gan¨® tantas adhesiones como para instalar el entusiasmo, de lo que se deduce que no lo despierta, ni ha querido administrar aquellas con las que cuenta para que el entusiasmo sea posible. Por el contrario, en unos tiempos en los que la so lidaridad ya no es la que era y muchas veces se queda en el mero impacto medi¨¢tico, su Gobierno estimula el individualismo, implanta el temor o sustituye la voluntad integradora de la transici¨®n por una arrogante exclusi¨®n del adversario. No es que no admita pulsos como el presidente ha, declarado, sino que a quien les critica le desautorizan moralmente o atribuyen su juicio al rencor o al odio. Que el presi dente no admita pulsos puede entrar en los comportamientos raciales de su car¨¢cter, pero la democracia no es c¨®moda para el que gobierna precisamente. porque le echa pulsos de modo constante. Sin embargo, aqui parece ocurrir lo contrario: los pulsos se los echa el Gobierno a la sociedad toc¨¢ndola en sus propias libertades, no s¨®lo en la de expresi¨®n, sino, y esto es lo que resulta m¨¢s ins¨®lito en un Gobierno conservador, en la de mercado. No es que el Estado de derecho se tambalee, o al menos eso esperamos, pero la incorporaci¨®n o los intentos de incorporaci¨®n a la administraci¨®n de la justicia de biograf¨ªas y talantes que pueden valer, por sus afinidades y coincidencias para, una segunda transici¨®n, si es eso lo que buscaban, no parece que generen en el ciudadano precisamente certidumbres. Todo eso a?adido a la peligrosa, inevitable y creciente sensaci¨®n de desprestigio que los ciudadanos tienen de la justicia. Vale preguntarse, pues: ?estamos ya en la plenitud de esa segunda transici¨®n que se nos promet¨ªa? ?Era ¨¦sta la regeneraci¨®n buscada? La primera transici¨®n fue un cambio cierto de la dictadura a la democracia, ?hacia d¨®nde transitamos ahora con esta alforjas?
Los pactos de olvido de aquella transici¨®n pol¨ªtica nos han desmemoriado generosamente y la amnesia ha originado los retornos sin complejos de una derecha. que pas¨® por tiempos de claudicaciones y baja moral y se recupera ahora. Al escenario de la segunda transici¨®n no le faltan comparsas significativos. Por ejemplo: los editorialistas que apoyaron los ¨²ltimos cr¨ªmenes de Franco pretenden darnos lecciones de libertad, mientras los centristas de anta?o se retraen, a veces perplejos, ante el avance, en su propio partido y fuera de ¨¦l, de los franquistas reconvertidos. Menos mal que ?lvarez Cascos ha declarado en el Sella que en el r¨ªo somos todos iguales. Al menos en el r¨ªo.
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