Reglas o furores
Desde hace meses asistimos a un complejo y laborioso reajuste de fuerzas en el que, aparentemente, lo que se juega es el poder, el dinero y la reputaci¨®n de personas, empresas medi¨¢ticas y partidos diferentes. Pero, desde mi punto de vista , m¨¢s importante que ese reajuste de fuerzas, en el que tantos cifran sus temores o sus esperanzas, lo que se dirime en estos momentos son las reglas de juego de la sociedad civilizada que intentamos ser, as¨ª como nuestra capacidad para enjuiciar fr¨ªamente las circunstancias y manejar los conflictos, para controlar la imaginaci¨®n y contener la inclinaci¨®n al drama, y para no ofuscarnos sobre cu¨¢les son, ahora, las prioridades del pa¨ªs.Las reglas de juego, en ¨²ltimo t¨¦rmino la ley, son la pieza clave de una sociedad civil. Hay quien olvida que ¨¦sta es imposible sin esa base, y m¨¢s a¨²n si el propio estado no se ajusta a derecho, y la clase pol¨ªtica no se somete a ¨¦l.
El olvido de ese hecho elemental tiene que ser subsanado, una y otra vez, hasta que los h¨¢bitos del respeto a las reglas de la convivencia se incorporen a la personalidad de las gentes. ?sos h¨¢bitos se aprenden con tiempo, dificultad y una mezcla de persuasi¨®n y de firmeza. Algo se ha aprendido sobre ello estos a?os atr¨¢s (y a¨²n queda por aprender) a prop¨®sito de los casos de financiaci¨®n irregular de los partidos, abuso de los fondos reservados y actuaciones presuntamente criminales de servidores p¨²blicos o gentes a sueldo de ¨¦stos. Se espera del aparato de justicia que subsane ese olvido y ayude a la formaci¨®n de esos h¨¢bitos. Para que esto suceda, la justicia tiene que trabajar con cuidado, y encontrar un dif¨ªcil equilibrio. Debe resistir el atosigamiento a que la someten o intentan someter quienes deber¨ªan respetarla. Con ecuanimidad y con paciencia, los jueces, aun a sabiendas de que ellos mismos han podido ser objeto, injustamente, de estigmatizaciones personales, deben entender que forma parte de la dignidad de su papel proteger, como s¨®lo ellos pueden hacerlo, la reputaci¨®n de los individuos, evitando, paliando o conteniendo la insidia y el vituperio con los que se puede destruir la imagen y la estimaci¨®n de las personas. Debe tambi¨¦n, y mucho, la justicia, porque ata?e tanto a su cr¨¦dito como a su conciencia, cuidar la realidad y la apariencia de su imparcialidad, y en esto toda discreci¨®n quiz¨¢ sea poca. Y debe encontrar la forma de acomodar sus actuaciones no s¨®lo a la letra de la ley sino a su esp¨ªritu, atemper¨¢ndolas a la vista de los h¨¢bitos de convivencia y los sentimientos de justicia de la sociedad que la rodea. Importa que los servidores de la justicia sepan conectar con esos sentimientos y responder a ellos; los eduquen, los encaucen o les sirvan de ense?anza, seg¨²n dicte, en cada caso, su prudencia y su oficio. S¨®lo as¨ª conseguir¨¢n, al final, la confianza de la sociedad.
Hay quienes piensan que estas reflexiones son poco m¨¢s que m¨²sica celestial, y est¨¢n convencidos de que asistimos a la confrontaci¨®n entre dos tribus, una encarnando el bien y la otra (como no pod¨ªa ser menos) el mal. Para algunos, detr¨¢s de las tribus hay conspiraciones pol¨ªtico-medi¨¢tico-judiciales, y personas dedicadas a esta tarea con sus mapas y sus planes de guerra. Los del lado de ac¨¢ ponen unos nombres propios en el cuartel de mando, y los del lado de all¨¢, ponen otros. Confieso mi escepticismo acerca de estas grandes teor¨ªas conspiratorias. No porque las conspiraciones no existan, sino porque la cuesti¨®n est¨¢ en saber cu¨¢nta importancia tienen, y cu¨¢nta conviene darles. Creo que suelen tener poca, y que, en general, conviene darles todav¨ªa menos, habida cuenta de que vivimos en un pa¨ªs dado a conflictos costosos e innecesarios, que tienden a desviar las energ¨ªas de su cauce, para enterrarlas en agujeros negros de agravios y resentimientos.
Las teor¨ªas conspiratorias parten de una lectura de la vida seg¨²n la cual los adversarios, rebosantes de poder, buscan el exterminio del contrario. Pero suele haber cierta exageraci¨®n en esta atribuci¨®n de poderes y de animosidades.
Por ejemplo, los adversarios de un Gobierno pueden pensar que ¨¦ste es omnipotente; olvidando que un Gobierno vive en buena medida de su reputaci¨®n y de su cr¨¦dito, y no le conviene producir la impresi¨®n, en la opini¨®n o los mercados, de que su conducta es demasiado partidista, propicia a intereses con nombres y apellidos, o alentadora de excesos de celo. A su vez, los adversarios de un grupo de medios de comunicaci¨®n pueden imaginar que ¨¦ste casi es capaz de decidir unas elecciones y est¨¢ obsesivamente impulsado a intentarlo a favor de sus amigos pol¨ªticos; olvidando que su poder no es tanto, ni su pensamiento es un¨¢nime, ni su inter¨¦s est¨¢ tan claro al respecto, aunque s¨®lo sea porque el sentido de la realidad m¨¢s elemental le dice que no le conviene encadenar su suerte a la de unos amigos pol¨ªticos de porvenir incierto, frente a la de un Gobierno que durar¨¢ lo que decidan los espa?oles que dure (que podr¨ªa ser bastante).
De modo que, al final, uno y otro, ni son omnipotentes, ni les conviene tener un ¨¢nimo demasiado afanoso de terribles venganzas. S¨ª, parece cierto que no se aman. Pero en este mundo (?hace falta recordarlo?) el poco amor es muy frecuente; lo que no impide que las gentes hagan sus tratos y negocios, sin dramas, convivan y, qui¨¦n sabe, quiz¨¢ acaben acostumbr¨¢ndose hasta el punto de que no pueden vivir los unos sin los otros.
Dec¨ªa san Pablo que el amor es la ausencia de temor; de donde podr¨ªa seguirse que el odio se alimenta de un exceso de miedo. Pero si se enfr¨ªan los ¨¢nimos, cabe reducir los temores rec¨ªprocos a su justa proporci¨®n. En ese momento, si no brota el amor, al menos puede brillar la inteligencia para analizar los costes y los riesgos de una operaci¨®n de exterminio, y deducir que, por lo general, en el mundo complejo y semi-civilizado que vivimos, esas operaciones (demasiado costosas y arriesgadas) son poco probables.
Si dejamos las imaginaciones de las conspiraciones y los exterminios, hipot¨¦ticamente, al margen, lo que queda son conflictos que conviene tratar, civilizadamente, por partes, y atentos a las reglas de juego que deban aplicarse. Unos se sit¨²an en el terreno jur¨ªdico; otros, en el de los intereses econ¨®micos; otros, en el de los debates medi¨¢ticos; otros, en el de las rivalidades pol¨ªticas. Reunirlos en un haz, hacerlos m¨¢s intensos y urgir una contienda apasionada s¨®lo impulsa a una situaci¨®n de furor en la que todo vale y las reglas se olvidan; y s¨®lo conduce a quebrantar a quienes, personas, empresas o partidos, sirvan de punta de lanza.
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