Las sillas, deshabitadas
Al apagarse las luces se ha extinguido suavemente tambi¨¦n el rumor de las voces en la sala, y cuando ya estaba casi oscuro una acomodadora ha pasado entre las filas de butacas anunciando el comienzo de la representaci¨®n y agitando una campanilla. Tambi¨¦n ha rogado, signos de los tiempos, que se desconecten las alarmas de los relojes y los tel¨¦fonos m¨®viles. Para quien se educ¨® de ni?o con la misteriosa liturgia cat¨®lica anterior al Vaticano II, el sonido de una campanilla tendr¨¢ ya para siempre una sugesti¨®n de inminencia y sobrecogimiento, de espera de algo que ser¨¢ a la vez tremendo e invisible. Tambi¨¦n ahora, en la sala a oscuras, en el teatro de la Abad¨ªa, parece que va a ocurrir algo, y uno siente la compulsi¨®n doble de apartar los ojos y de atreverse a mirar, como cuando era ni?o y sonaba la campanilla de la consagraci¨®n, y se nos dec¨ªa que en ese momento no deb¨ªamos levantar los ojos.Vuelve la luz, que ahora es una claridad entre lunar y turbia, un poco acu¨¢tica, y al mismo tiempo que empieza a verse algo sobre el escenario que unos segundos antes estuvo vac¨ªo se oye un ruido de agua, de agua discurriendo en la oscuridad, golpeando en algo, goteando en la concavidad de alguna cisterna, de alg¨²n dep¨®sito subterr¨¢neo. Hace unos instantes el escenario era una tarima plana y negra, limitada por un semic¨ªrculo de confusos espejos, un espacio id¨¦ntico al de las butacas donde esper¨¢bamos nosotros, los espectadores, mientras charl¨¢bamos en voz baja o repas¨¢bamos los programas en espera del comienzo de la representaci¨®n. Ahora el escenario es como otro mundo, un mundo de espejos con una turbiedad de agua estancada, con una claridad lunar tamizada de telara?as y de polvo. En el centro, delante de nosotros, a tan s¨®lo unos pasos y a una distancia de sue?o o de alucinaci¨®n, hay dos sillas muy juntas, y sobre ellas un hombre y una mujer, apretados el uno contra el otro, reales, tan pr¨®ximos que los o¨ªmosy los vemos respirar, que advertimos el maquillaje en sus caras, el polvo que les cubre el pelo y la ropa, reales y tangibles y a la vez inveros¨ªmiles, aunque los tengamos delante de los ojos y a unos metros de distancia en la ala tan peque?a: parecen los dos, el hombre y la mujer, inconcebiblemente viejos, dos muebles o dos maniqu¨ªes de hace un siglo arrumbados en un almac¨¦n, uno de esos matrimonios tan remotos como los de las esculturas funerarias etruscas que se ven a.veces en las fotos m¨¢s antiguas, en las l¨²gubres fotograf¨ªas de bodas de nuestros bisabuelos, o peor aun, en las fotos nupciales de desconocidos que es posible, encontrar en las chamariler¨ªas del Rastro.
Es de los almacenes m¨¢s ruidosos y menos ventilados del Rastro de donde dir¨ªa uno que proceden, sus ropas: ella viste decr¨¦pitamente de novia, con un vestido largo y polvoriento de color marfil, y ¨¦l va vestido de algo que no llega a saberse, de jubilado, de mendigo, de muerto, con una chaqueta y un sombrero como de palurdo morm¨®n, con unas zapatillas de pa?o imposibles, barrocas, con cintas el¨¢sticas negras a los lados, como con orejeras, con las puntas alargadas, unas zapatillas de vejestorio austroh¨²ngaro, tan gastadas como si llevaran un siglo siendo arrastradas, recalentadas por los pies, guardadas debajo de una cama con olor a borra y a orines.
El hombre y la mujer est¨¢n inm¨®viles, respirando despacio, el uno junto al otro, protegi¨¦ndose o apuntal¨¢ndose, mirando en direcci¨®n a la sala, aunque no exactamente hacia nosotros, sino hacia el mundo extra?o al que los dos pertenecen, que es una casa grande y vagamente situada en medio del agua, un lugar que no vemos, pero que empezamos a vislumbrar mediante la luz y el sonido del agua, mediante las palabras y el puro vac¨ªo que rodea la presencia corporal de los dos personajes, de los dos actores a quienes reconocemos a pesar de las ropas del maquillaje, de la iluminaci¨®n fantasmal. Esos dos seres, imposibles, mitad n¨¢ufragos y mitad espectros, son tambi¨¦n Ver¨®nica Forqu¨¦ y Jos¨¦ Luis G¨®mez, que representan Las sillas, de Eugene Ionesco, repitiendo cada tarde, a la misma hora, ese misterio usual del teatro, la transfiguraci¨®n de las presencias y las cosas, del puro y simple vac¨ªo, algo que ocurre a la vez en la figura corporal de quien interpreta y en la mirada y en la imaginaci¨®n del espectador y sin embargo apenas modifica sustancialmente el espacio real, del mismo modo que en las liturgias de mi infancia el sonido de la campanilla en el instante de la consagraci¨®n no cambiaba nada el aspecto del altar.
Jos¨¦ Luis G¨®mez es un portero viejo y un mariscal inventado y lun¨¢tico y un orador, que arenga a un auditorio de sillas vac¨ªas. Ver¨®nica Forqu¨¦ es una novia de momificada candidez, una esposa cursi y entusiasta de la egolatr¨ªa pueril de su marido, una madre avejentada y dulzona, una amante suicida capaz de arrojarse al fondo de un precipicio con aspavientos de ¨®pera. Est¨¢n los dos solos, encima del escenario, en una casa de vecinos o una isla quim¨¦rica, y sin embargo ese espacio vac¨ªo se les va llenando de gente, de una multitud que debe de tener algo de vamp¨ªrica porque no la vemos ni se refleja en los espejos. A cada momento hay m¨¢s sillas, y como nadie est¨¢ sentado en ellas nos damos m¨¢s cuenta de esa arrogancia imp¨¢vida que suelen tener siempre: las sillas que se dejan vac¨ªas en la mesa de un banquete para subrayar la ausencia de alguien, las sillas de respaldo alto y severo de los velatorios, las que permanecen a la intemperie en las terrazas de las helader¨ªas despu¨¦s del final de temporada, a¨²n pintadas de blanco como veraneantes anacr¨®nicos.
Dec¨ªa Ram¨®n G¨®mez de Ia Serna que nadie sabe si las sillas est¨¢n de pie o est¨¢n sentadas. En la Abad¨ªa, Jos¨¦ Luis G¨®mez y Ver¨®nica Forqu¨¦ rescatan y le dan vida a una hermosa comedia olvidada de Eugene Ionesco, hecha de poes¨ªa y de comicidad, inventando cada tarde el hipnotismo inmemorial del teatro: sobre una tarima desnuda, nada m¨¢s que con dos sillas, con dos presencias y dos voces humanas, algo inusitado e invisible va a empezar a ocurrir en cuanto se extinga el sonido de una campanilla y se oiga m¨¢s claro un rumor de agua. Ya miro de otro modo, de soslayo, con respeto y recelo, a las sillas vac¨ªas, a las butacas solemnes que parecen reprobar mi antojo de ir a importunarlas sent¨¢ndome en ellas.
Babelia
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