Sentido del Estado
El diario barcelon¨¦s La Vanguardia public¨® el domingo pasado un art¨ªculo de Miguel Herrero de Mi?¨®n en el que ¨¦ste reflexiona sobre el sentido del Estado que deben poseer el Gobierno, los jueces y los administradores p¨²blicos. Comenta al respecto, entre otras consideraciones, que la prohibici¨®n impuesta a Jes¨²s de Polanco de salir de Espa?a para recoger un t¨ªtulo acad¨¦mico afecta al prestigio exterior del Estado. Sobre el mismo asunto reflexiona Santiago Carrillo en el ¨²ltimo n¨²mero del semanario Intervi¨². El veterano pol¨ªtico argumenta que es l¨®gico pensar que el acoso judicial al que se ve sometido el presidente de PRISA es una operaci¨®n pol¨ªtica de la derecha y que se quiere imprimir un paralelismo entre su situaci¨®n y la de Mario Conde, recientemente condenado.
Los juristas saben que el Estado es uno, de modo que, m¨¢s all¨¢ de sus complejidades constitucionales, de la separaci¨®n y aun de la dispersi¨®n de poder propia de los sistemas pol¨ªticos contempor¨¢neos, es el Estado, s¨®lo y como un todo quien act¨²a, se compromete y responde. Eso dice la mejor teor¨ªa; pero eso tambi¨¦n es lo que siente el hombre de la calle que, intuitivamente, mete en el mismo saco a gobernantes y representantes, pol¨ªticos, jueces y administradores, los que mandan, sea para denostarlos, sea incluso para elogiarlos; para sufrirlos lo mismo que para apoyarlos.Ese sentido del Estado, tan generalizado en la teor¨ªa y en la vivencia popular, escasea, sin embargo, entre quienes protagonizan al Estado mismo. As¨ª parece demostrarlo la atenci¨®n celosa que prestan a su respectiva posici¨®n, cuando no a sus intereses particulares y el correlativo olvido de la empresa com¨²n y de la repercusi¨®n que sobre la misma pueden tener sus actuaciones.
Y me refiero, claro est¨¢, a sus intereses leg¨ªtimos, a los de su partido o estamento, a las indiscutibles prerrogativas de su funci¨®n, todas ellas respetables y aun apreciables, pero que sin coordinaci¨®n alguna pueden ser fatales al magno artificio, la obra de arte, que el Estado es.
Muchos espa?oles moderados, por ejemplo, nos alegramos extraordinariamente de la influencia que sobre el Gobierno del Estado tiene el nacionalismo catal¨¢n y nos sentimos mucho m¨¢s tranquilos cuando sabemos que determinadas competencias institucionales est¨¢n sujetas al saludable control de la doble llave. Pero no es conveniente alardear de que se tiene la llave en el bolsillo y va a utilizarse seg¨²n lo requieran "los propios intereses" (sic). Porque eso, aparte de no favorecer a la larga la proyecci¨®n hisp¨¢nica de tales intereses (entiendo que los de los nacionalistas), parece supeditar a los mismos lo que necesariamente les trasciende: los de Catalu?a y el Estado.
El Estado de derecho tiene, como una de sus piezas fundamentales, la independencia de los jueces. Pero que haya jueces que confundan su independencia con la posibilidad de hacer de su capa un sayo, sin atender a lo que los intereses del Estado o su prestigio exterior padecen como consecuencia inmediata de sus decisiones, por legales y aun leg¨ªtimas que ¨¦stas sean, es cosa muy distinta. Porque es claro que, a la hora de imputar responsabilidades, la opini¨®n p¨²blica, incluso. la exterior, no las concreta en el juez-estrella ni analiza sus motivaciones psicol¨®gicas, sino que hace responsable al Estado como un todo, ya de la infiabilidad de sus confidencias, ya de la arbitral r¨ªa limitaci¨®n de la libertad de la cultura. Que un editor ilustre pueda o no recibir un grado honor¨ªfico de una ilustre universidad excede con mucho la posici¨®n del se?or Polanco y, la independencia de un juez. Afecta, nada m¨¢s y nada menos, que al prestigio exterior de Espa?a. Y es evidente, por poner un tercer ejemplo, que nada es m¨¢s importante para el Estado de derecho que la en¨¦rgica defensa que de la normatividad de su Constituci¨®n puede hacer el Tribunal Constitucional.
Pero es claro tambi¨¦n que poco, favorece el imperio de la Constituci¨®n y de las leyes el dejar a Espa?a, de la noche a la ma?ana, sin legislaci¨®n urban¨ªstica y en absoluto caos normativo y competencial, como es el caso desde hace pocos d¨ªas.
Quienes tienen a su cuidado parcelas tan importantes del Estado no debieran olvidar el consejo famoso de Burke: a la hora de tocarlo, h¨¢gase con mano. temblorosa. Pero me temo que, por doquier, ha echado ra¨ªces otra frase menos feliz, seg¨²n la cual la firmeza del pulso es una cualidad suprema, sin parar mientes en lo que la mano hace.
En algunos de los casos mencionados y en otros que cabr¨ªa citar puede presumirse la buena fe al asumir las respectivas responsabilidades. Pero ¨¦sta no es suficiente, porque se trata de asumir, adem¨¢s, la corresponsabilidad en la globalidad del Estado, de su estabilidad y eficiencia. El constitucionalismo democr¨¢tico se basa en el principio de dispersi¨®n del poder sobre bases territoriales, funcionales y sectoriales, para su mejor control. Pero la coordinaci¨®n de lo disperso requiere un gran esfuerzo de corresponsabilidad -algo inherente, por cierto, a la cosoberan¨ªa-, que exige tomar en cuenta la trascendencia del propio hacer sobre el conjunto. De ah¨ª la importancia que debieran tener las instituciones arbitrales, tan encomiadas en la teor¨ªa y tan eclipsadas en la pr¨¢ctica.
Pero volvamos a lo cotidiano. Es aqu¨ª donde incide la indeclinable funci¨®n de liderazgo pol¨ªtico que al Gobierno corresponde asumir. La direcci¨®n pol¨ªtica de que habla el art¨ªculo 97 de la Constituci¨®n es mucho m¨¢s que el poder ejecutivo dom¨¦stico y exterior. Requiere la habilidad suprema no s¨®lo de respetar las competencias ajenas, sino de saberlas integrar en la pol¨ªtica de Estado, puesto que la imagen e incluso la responsabilidad del mismo se benefician o padecen a causa de ellas. Y eso requiere no s¨®lo una estrategia de poder, sino un sentido del Estado tan profundo que se pueda irradiar hasta impregnar de ¨¦l -que buena falta le hace- nuestra vida p¨²blica.
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