Una tarde cualquiera
La vida en la ciudad es un grito que suena cada ma?ana, un eco incesantemente repetido a lo largo del d¨ªa. A la escuela, a la f¨¢brica, a la oficina, al trabajo, quien lo tiene; al paseo, los jubilados; al acecho, los ladrones; cautelosa, la polic¨ªa; el deudor, insomne; pigre, la curia. El alarido se quiebra y despedaza, por momentos crece, mengua y vuelve, como la tozuda marea. Extra?a primavera febril, en la que no nos damos cuenta de que quiz¨¢ alguien se est¨¢ olvidando de nosotros, nos deval¨²an y racionan las lluvias de abril y el viento marzal, signos de la turbia transici¨®n que va, de un siglo a otro y pronto a otro milenio. Ya empez¨® la cuenta atr¨¢s en la Torre Eiffel.?Ay!, la vida en la ciudad, tan parecida a s¨ª misma, aunque cambie con mayor parsimonia que la hierba crece. Cuando nos aupamos sobre el recuerdo, se adivina un Madrid desfigurado, que apenas reconocemos, y a nadie le importa un pito; ni a nosotros. C¨®mo no va a estar cambiado, si hasta el tiempo demuda, los bulevares se han secado y no corre el agua de un alcorque a otro, porque cegaron los canalillos, que es el medio que tienen los ¨¢rboles de saber unos de otros.
Como tarea de topos, de duendes, de poceros, percibimos el latido subterr¨¢neo de la ub¨¦rrima oferta cultural, que tiene algo de resignada exhibici¨®n en un zoco marroqu¨ª. Aparte de la cartelera de espect¨¢culos venales, nunca hubo tantas y variadas proposiciones y uno se pregunta si existe demanda para tanto prometimiento.
En el Madrid paleto de medio siglo atr¨¢s, salidos del horror y las fatigas de una guerra, tuvo sentido escuchar la palabra acontecimiento, junto al anuncio de una exposici¨®n de pintura, un recital de viol¨ªn, una disertaci¨®n sobre el Renacimiento o -no es broma- la lectura de versos por el inspirado poeta Fulano. Con tan faustos motivos, sub¨ªamos las escaleras del Ateneo, en la calle del Prado, que nunca fue del todo clausurado ni perdi¨® lo m¨¢s sutil de su aroma liberal, defendido por unos cuantos viejos obstinados. Antes -o despu¨¦s- nos ve¨ªamos en el Caf¨¦ Gij¨®n, en el Colonial, el Europeo, el Varela, o cualquiera de los que pespunteaban en el centro de la capital.
No era una minor¨ªa intelectual ni una ¨¦lite; los que asist¨ªan a los estrenos teatrales o cinematogr¨¢ficos, veladas l¨ªricas, exposiciones y conciertos eran siempre los mismos, porque no hab¨ªa m¨¢s. Luego llegaban, pausadamente, desde las remotas provincias, que tan lejana estaba Segovia como Gerona, Pontevedra o Tenerife. "Si me lees, te leo", era la amenaza y la s¨²plica de quienes llevaban constantemente encima 150 gramos de sonetos, un par de comedias o la primera entrega de los nunca concluidos Episodios Nacionales. Madrid no se sal¨ªa de sus costuras, era acogedor, sentimental y maldiciente. El acad¨¦mico, el divo consagrado, la finalista del Nadal, el premio nacional de Literatura, de Poes¨ªa o de Pintura, andaban barajados con la plebe aspirante. En aquella Rep¨²blica hab¨ªa pocos ricos -en Espa?a hab¨ªa pocos ricos, entonces- y los que lo eran por sus recursos particulares procuraban ocultarlo y ponerse a resguardo de un tipo muy abundante, que hoy ha ido directamente a parar al lumpen irredento; el sablista.
Hoy resulta muy dif¨ªcil perforar el herm¨¦tico mundo de los famosos, que viven en una infranqueable burbuja de metacrilato, homologados con presentadoras de televisi¨®n, estrellas del balompi¨¦, multidivorciados y maniqu¨ªes de pasarela, en recintos socio-pol¨ªtico -financieros, muy estrictos. Dan la impresi¨®n de estar a la vista, porque aparecen con frecuencia en los programas televisivos, con soltura y familiaridad de andar por casa. Pero est¨¢n muy lejos.
El ilustrador de esta columna, Enrius, me dec¨ªa la otra tarde, en el momento en que se pon¨ªa el sol, mientras repas¨¢bamos la muestra, apenas iniciada, de Alberto Coraz¨®n: "He de ver, a¨²n, tres exposiciones de pintura, a las que no puedo ni quiero faltar. ?Vienes?". Me excus¨¦. Media hora despu¨¦s, servidumbres amistosas me requer¨ªan en otra de las celebraciones m¨¢s en boga, a la que mi edad coloca en las inmediaciones: un funeral en la parroquia de la Concepci¨®n. No puede uno estar en todas partes.
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