?A los toros!
Empez¨® la Feria de San Isidro y todo el mundo quiere ir a los toros. Quiz¨¢ se exagera: hay quienes ni ahora ni nunca ir¨¢n a los toros, pues se lo impide su religi¨®n. Pero, salvo ¨¦sos, Madrid entero, m¨¢s los vecinos de la Comunidad y provincias adyacentes, aspiran a ir a los toros durante la feria. Y es un problema, porque en la plaza de Las Ventas no cabe tanta gente.Los que desean ir a los toros en la feria recurren a las amistades. Quieren un par de entradas para cualquier d¨ªa, les da igual. Aunque no exactamente. Al decir "cualquier d¨ªa" se refieren a aquellos en los que toreen Joselito, Ponce y Rivera Ord¨®?ez, mejor si est a1n los tres juntos en el cartel. Y las entradas, que sean buenas, cerquita del ruedo, preferentemente donde se suelen poner los famosos.
Los aficionados de siempre tienen sus reservas ante tanta expectaci¨®n. Los aficionados de siempre, llega San Isidro y se hacen cruces, temerosos de lo que se les viene encima. All¨ª, una masa desinformada y arbitraria cuya ¨²nica aspiraci¨®n es ver muchas orejas, y que impondr¨¢ en el tendido su triunfalismo por la fuerza de la superioridad num¨¦rica. Este p¨²blico triunfalista se pasa la tarde aplaudiendo. Empieza en cuanto suena el clar¨ªn y ya no para hasta que arrastran el ¨²ltimo toro. Recuerda mucho al de los conciertos. Uno -que le tiene ley a la m¨²sica sinf¨®nica y ha ido lo suyo al Real y al Auditorio- no recuerda haber asistido jam¨¢s a un concierto en el que, al acabar, no se viniera abajo la sala de aplausos y de v¨ªtores. Se supone que alguna vez errar¨¢ el contrabajo, entrar¨¢ a destiempo el fagot, se descuadrar¨¢n los violines. Pero da igual. Concluida la pieza, estalla una ovaci¨®n que funde el misterio. Y el director ha de salir a saludar cinco, seis, diez veces, y cada vez le da la mano al concertino, y se descoyunta a reverencias.
Los madrile?os est¨¢n de un aplaudidor subido, y en esto tambi¨¦n se nota lo que han cambiado los tiempos. Anta?o los madrile?os les infund¨ªan un respeto imponente a los artistas, que hab¨ªan de hilar fino; en el concierto, no desafinar; en la corrida, no meter el pico de la muleta, por lo que pudiera suceder. Una vez, en el viejo coso de la calle de Alcal¨¢, porque los toros salieron malos, el p¨²blico se fue a quemar conventos. La posguerra vino con mucha hambre, pero tambi¨¦n con mayor moderaci¨®n. En lugar de liberar frustraciones quemando conventos, el p¨²blico pronunciaba discursos durante la lidia. Sol¨ªan empezar mentando al gerente de la plaza: "?Don Livinio!". Y, a partir de ah¨ª, el repertorio de cargos. Don Livinio Stuyck est¨¢ siendo muy glosado estos d¨ªas, pues cre¨® la Feria de San Isidro, hace medio siglo. El orador principal de la plaza era El Ronquillo, un taxista abonado al tendido 7 al que llamaban as¨ª no por ofender, sino porque estaba ronco. Le segu¨ªa Juanito Parra, ¨¦ste en la andanada del 8, que de ronco, nada: pose¨ªa una privilegiada voz de tenor y ten¨ªa m¨¢s gracia. Ambos murieron ya, y los aficionados antiguos les echan de menos. Tambi¨¦n echan de menos a don Mariano y a la Tumbacristos, que no se han muerto; lo que se les ha muerto es la afici¨®n. Don Mariano dej¨® de ir cuando vio c¨®mo sacaban por la puerta grande a un torero que hab¨ªa matado de un bajonazo. Se ech¨® las manos a la cabeza, dijo "¨¦ste es el fin de la fiesta, que talle otro", se march¨® y no ha vuelto a pisar la plaza. La Tumbacristos, por el contrario, jam¨¢s dijo esta boca es m¨ªa. Se sentaba en la andanada del 9, prietos los muslos, el bolso encima, monol¨ªtica y adusta, y a Juanito Parra le daba miedo. Influ¨ªa el mote. Juanito Parra y muchos m¨¢s cre¨ªan que le ven¨ªa de turbulentos episodios. Nunca supieron que se lo hab¨ªan puesto don Mariano y su vecino de localidad, el coronel Echalecu, porque llevaba colgada del cuello una crucecita de plata, y, como era muy tetuda, la crucecita se quedaba horizontal encima de aquella enormidad. A la Tumbacristos acabo de verla sentada a la puerta de un centro de la tercera edad de la barriada de Las Ventas. Conserva el porte monol¨ªtico, los muslos prietos, la pechuga, la crucecita y el bolso. Estuve por invitarla a los toros. Pero la mir¨¦, me mir¨® y, por la cara que puso, un elemental sentido de la conservaci¨®n me indujo a seguir mi camino, silbando El sitio de Zaragoza.
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