Se?oras desnudas en un jard¨ªn cl¨¢sico
En los a?os sesenta, buena parte de los cuales viv¨ª en Par¨ªs, escuch¨¦ muchos chistes sobre los belgas, tan malvados como los que los espa?oles inventan a los nacidos en Lepe, o los peruanos a los de Huacho, chistes con que los franceses provocaban siempre la carcajada a costa de una bober¨ªa ontol¨®gica que arrastrar¨ªan por la vida sus vecinos. Aquellos chistes describ¨ªan a los belgas como previsibles, pedestres, bondadosos, circunspectos, bovinos y, sobre todo, hu¨¦rfanos de imaginaci¨®n.En todos estos a?os, cada vez que los belgas se las arreglaban para ocupar los primeros planos de la actualidad y demostrar -ellos tambi¨¦n- la falacia y el estereotipo que representan las supuestas psicolog¨ªas nacionales, ya sea debido a las feroces querellas ling¨¹¨ªsticas entre valones y flamencos que han estado, varias veces, a punto de desintegrar su pa¨ªs, o, ¨²ltimamente, por el macabro deporte del asesinato y la pedofilia combinados practicado por alguno de sus ciudadanos, que llen¨® las calles de Bruselas de manifestantes enfurecidos protestando por la complicidad y negligencia de las autoridades policiales y judiciales con esos horrendos sucesos, aquellos chistes sol¨ªan reaparecer en mi memoria, acompa?ados de remodimientos retrospectivos.
?Poco fantaseosos, los naturales de ese chato pa¨ªs cuyos montes son, como cantaba Jacques Brel, las agujas de sus catedrales? En los campos de la pol¨ªtica y del delito, por lo pronto, han demostrado ser tan excesivos, disparatados y feroces como el que m¨¢s. ?Y en pintura? Apenas un tr¨ªo de sus artistas -Magritte, Ensor y Delvaux- han fantaseado y so?ado, ellos solos, m¨¢s que colectividades enteras de pintores de los pa¨ªses m¨¢s inventivos a lo largo del siglo que termina.
La obra de los dos primeros la conoc¨ªa bien: la de Delvaux, en cambio, a pedazos, en exposiciones limitadas o en reproducciones que jam¨¢s dan una idea cumplida del original. Ahora, gracias a la restrospectiva organizada por el Museo Real de Bellas Artes, de Bruselas, que, con motivo del centenario de Paul Delvaux. (1897-1994), re¨²ne una cuarta parte de su obra (incluidos dibujos, grabados y medio centenar de carnets), ya s¨¦ por qu¨¦, si tuviera que quedarme con uno del gran tr¨ªo, el elegido ser¨ªa Delvaux. Fue el m¨¢s obsesivo de los tres, el que sirvi¨® m¨¢s disciplinada y lealmente a sus demonios, el que logr¨® congeniar mejor el pacto contra natura entre academicismo formal y delirio tem¨¢tico que es el denominador com¨²n del terceto y de tantos simbolistas y surrealistas.
Nadie hubiera sospechado, leyendo la biograf¨ªa de este hijo y hermano de abogados, que en las fotograf¨ªas de infancia aparece, escoltado por nodrizas en uniforme y sumido en caperuzas con pompones de ni?o mimoso, con la misma cara pasmada que tendr¨¢n m¨¢s tarde las se?oras desnudas que se exhiben en sus cuadros entre templos griegos, que este v¨¢stago apacible de la burgues¨ªa belga, estaba' dotado de una capacidad on¨ªrica tan desmedida ni de una irreverencia tan discreta pero persistente cara a los valores y principios enfermizamente conformistas del medio en que naci¨®. Cuando sus padres le dijeron que la se?orita Anne-Marie de Martelaere (Tam), de la que se hab¨ªa enamorado, no le conven¨ªa, les obedeci¨®. (Pero sigui¨® am¨¢ndola y un cuarto de siglo m¨¢s tarde, al encontrarla de nuevo, se cas¨® con ella). Y no se atrevi¨® a entrar a la academia de pintura hasta que su familia se resign¨® a que fuera artista, ya que hab¨ªa dado pruebas inequ¨ªvocas de su ineptitud para ser abogado o arquitecto.
Toda la vida de Delvaux -una vida larga, mon¨®tona y minimalista en todo lo que no fuera pintar- est¨¢ marcada por este respeto exterior a las convenciones y a las formas, por un conformismo con lo establecido y la autoridad que s¨®lo se eclipsaba cuando cog¨ªa los l¨¢pices y pinceles, acto m¨¢gico que, se dir¨ªa, con prescindencia de su voluntad, lo emancipaba de familia, medio social, pa¨ªs, y lo entregaba atado de pies y manos a una servidumbre m¨¢s insolente y creativa: la de sus obsesiones.
?stas fueron pocas y est¨¢n bien documentadas, en su pintura y en su vida. Porque a Delvaux le ocurrieron apenas un pu?ado de cosas interesantes, aunque, eso s¨ª, les sac¨® un provecho extraordinario. Lo desalumbraron las historias de Jules Verne que ley¨® de ni?o y medio siglo m¨¢s tarde estaba todav¨ªa rememorando en sus fantas¨ªas pl¨¢sticas al ge¨®logo Otto Lidenbrock y al astr¨®nomo Palmyrin Rosette del Viaje al centro de la tierra. Los esqueletos humanos que bailoteaban en las vitrinas del colegio de Saint-Gilles, donde curs¨® la primaria, no desertaron jam¨¢s de su memoria, y fueron los modelos de la bell¨ªsima serie de Crucifixiones (y de las innumerables calaveras que deambulan por sus cuadros) presentadas en la Bienal de Venecia en 1954. Ellas escandalizaron tanto, que el cardenal Roncalli (el futuro Juan XXIII) censur¨® la exposici¨®n.
Hacia 1929, en una feria popular junto a la Gare du Nidi, de Bruselas, encontr¨® una barraca que, con el pomposo t¨ªtulo de El Museo Spitzner, exhib¨ªa, entre deformidades humanas, a una Venus de cera, que, gracias a un ingenioso mecanismo, parec¨ªa respirar. No dir¨¦ que se enamor¨® de ella, porque en un caballero tan formal aquellas barbaridades que hacen los personajes de las pel¨ªculas de Berlanga resultar¨ªan inconcebibles, pero lo cierto es que aquella imagen lo exalt¨® y tortur¨® por el resto de sus d¨ªas, pues la fantase¨® una y otra vez, a lo largo de los a?os, en la misma pose entre truculenta y misteriosa con que aparece, a veces ba?ada por un sol cenital y lujurioso, a veces medio escondida por la azulina y discreta claridad de la luna, en sus cuadros m¨¢s hermosos. El Museo Spintzer le ense?¨® (lo dir¨ªa en su extrema vejez) "que hab¨ªa un drama que pod¨ªa expresarse a trav¨¦s de la pintura, sin que ¨¦sta dejara de ser pl¨¢stica".
En sus carnets y cartas figuran todos los hechos decisivos que engendraron los motivos recurrentes de su mitolog¨ªa: las estaciones de tren, las arquitecturas cl¨¢sicas, los jardines sim¨¦tricos, y, por supuesto, aquella exposici¨®n en B¨¦lgica, en mayo de 1934, de Minotaure, donde vio por primera vez ocho paisajes "metaf¨ªsicos" de Giorgio de Chiri-co. La impresi¨®n lo catapult¨® a confinarse en una aldea valona Spy, de la que no sali¨® hasta haber logrado pintar espacios como los del italiano, terriblemente vac¨ªos pero llenos de algo amenazante e invisible, sorprendido por el pincel un instante antes de materializarse.
Pero probablemente la m¨¢s importante experiencia en la vida de Delvaux -y jurar¨ªa que tan tard¨ªa como el asumir su vocaci¨®n de pintor- debi¨® de ser descubrir que, debajo de aquellas abrigadas ropas que las cubr¨ªan, las mujeres ten¨ªan unas caderas, unos muslos, unos pechos, un cuerpo que cifraba, mejor que ning¨²n otro ser u objeto aquello que los surrealistas andaban persiguiendo con esplendorosos sustantivos: lo m¨¢gico, lo maravilloso, lo po¨¦tico, lo intrigante, lo turbador, lo fant¨¢stico. Ellos lo buscaban; ¨¦l lo encontr¨®. No hay pintor contempor¨¢neo que haya homenajeado con m¨¢s devoci¨®n, delicadeza y fantas¨ªa el cuerpo femenino, ese milagro que Delvaux nunca se cans¨® de exaltar y del que seguir¨ªa dando testimonio, a sus noventa y pico de a?os, con el mismo deslumbramiento infantil, aunque ya con trazos temblorosos.
Sus primeros desnudos, a finales de los a?os veinte, tienen restos de psicolog¨ªa. Luego, se depuran de emociones, sentimientos y rasgos particulares y fundan en una sola forma, que, siendo gen¨¦rica, no deja nunca de ser intensa y camal. Generalmente rubia, de grandes ojos embelesados por alguna visi¨®n, de formas m¨¢s bien opulentas, sin que jamas una sonrisa venga a aligerar la sever¨ªsima concentraci¨®n de su rostro, la mujer de Delvaux. parece imitar a las estatuas, en esos jardines sin aire, al pie de aquellas columnas griegas o en sus estaciones desiertas. Basta echarle una mirada para saber que es inalcanzable e intocable, un ser sagrado, capaz de despertar el deseo ajeno pero incapaz de experimentarlo, aun en aquellas contadas ocasiones en que otra silueta -masculina o femenina- finge acariciarla. S¨®lo cuando muda en ¨¢rbol, pez, flor o esqueleto parece c¨®moda. ?ste es un mundo sin hombres, pues cuando ellos aparecen se advierte de inmediato que est¨¢n de m¨¢s. Lo dijo Andr¨¦ Breton: "Delvaux ha hecho del universo el imperio de una mujer, siempre la misma. Es verdad. Pero, tambi¨¦n hizo de ¨¦l un lugar incre¨ªblemente diferente al que conocemos y habitamos, riqu¨ªsimo en insinuaciones y sugerencias de todo orden, que conmueve e inquieta porque, a la vez que ingenuo, fr¨¢gil, sorprendente, parece esconder algo maligno y estar a punto de eclipsarse en cualquier momento, como los paisajes que visitamos en el sue?o.
En los alrededores del Museo Real de Bruselas est¨¢ el barrio de Sablon, lleno de anticuarios, galer¨ªas de arte y caf¨¦s y restaurantes con terrazas que se desbordan sobre las veredas y aun los adoquines de la calzada. Es un d¨ªa domingo con sol radiante y cielo azul marino, excelente para almorzar al aire libre, una carbonnade, por supuesto, y beber cerveza de barril, que los nativos de esta tierra preparan espesa y espumosa. En las mesas que me rodean hay familias de valones y flamencos que hacen todo lo posible por parecerse a los personajes de esos malvados chistes que los franceses atribuyen a los belgas y hacerme creer que son discretos, educados, bien vestidos, formalitos hasta la invisibilidad. Pero, a m¨ª, esas apariencias no me enga?an. ?Despu¨¦s de haber pasado tres horas con Paul Delvaux? Jam¨¢s de los jamases. Ya s¨¦ que detr¨¢s de esas fachadas tan benignas y convencionales se ocultan tentaciones tremebundas, audacias ins¨®litas, inicuos monstruos, y que todos esos enloquecidos fantaseadores que fueron un Ghelderode, un Maeterlinck, un Ensor, un Magritte, un Delvaux, practicaban, para esconderse mejor, esa misma estrategia de mostrar caras de buenos vecinos, de burgueses tranquilos que sacan a mear a su perro, con puntualidad religiosa, todas las ma?anas.copyright Mario Vargas Llosa, 1997.
copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SA, 1997.
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