Cuando la realidad rompe a hablar
Hay ideas que cortan la respiraci¨®n, ideas ante cuya mera menci¨®n parece como si todo debiera detenerse. Hay otras, en cambio, que se acomodan a lo existente con una total plasticidad, que se dir¨ªa que han sido pensadas para mejor engrasar el dispositivo de lo real, para hacer m¨¢s eficaz su funcionamiento y m¨¢s confortable nuestra instalaci¨®n dentro de su maquinaria. Y hay otras, en fin, que nacieron con voluntad de ruptura y han devenido, por diversos azares, argumentos para la continuidad, para que lo que siempre hubo persevere en su ser.Tal es el caso de esa idea, con la que nos hemos acostumbrado a convivir, seg¨²n la cual no existen valores, ni ideales, ni grandes discursos legitimadores, ni concepciones globales de la vida, el mundo o la historia. La pr¨¢ctica totalidad del pensamiento actual lleva tiempo acampada en ese territorio. No hay persona culta que se sobresalte cuando se alude a ello, ni siquiera que d¨¦ el m¨¢s ligero respingo ante un comentario al respecto. Incluso podr¨ªamos decir que es de buen tono una inicial referencia a nuestras incertidumbres te¨®ricas: el pre¨¢mbulo ha llegado a convertirse en algo as¨ª como la justa dosis de posmodernidad con la que resulta obligado revestirse. Es, puestos a intentar resumirlo, la nueva normalidad en materia de pensamiento.
Probablemente fue ¨²til en su momento este cuestionamiento radical, completo y acabado, de las creencias heredadas. Una cierta dosis de determinaci¨®n iconoclasta siempre es saludable: nos coloca frente a la evidencia del car¨¢cter humano, hist¨®rico, de nuestros productos, incluyendo en este cap¨ªtulo las propias ideas. Pero cumplida esa funci¨®n, desarrollada esa eficacia, reactivado el recuerdo de la verdadera esencia de las cosas, demorarse en semejante escepticisino, en la narraci¨®n de la obsolescencia completa de todo discurso que no sea el de la descripci¨®n de la propia perplejidad, pierde aquel car¨¢cter saludable, incluso regenerador, que ten¨ªa en su origen para mutar en simple esterilidad, en inane complacencia en la propia penuria.
No se plantea esta cuesti¨®n para que reparen en ella, ponga
mos por caso, historiadores de las ideas o soci¨®logos de la cultura. Son otros en realidad los m¨¢s directamente concernidos por todo esto. Hay ¨¢mbitos en los que la cuesti¨®n que se dibujaba es vivida, de forma muy intensa, como un problema real. Tal ocurre con un sector importante del profesorado de asignaturas de filosof¨ªa, especialmente en sus primeros niveles. Buena parte de dicho sector, por razones que nos costar¨ªa demasiado reconstruir, se form¨® en los convencimientos y en los estupores que se?al¨¢bamos al principio. Se les insisti¨® tanto en la falta de fundamento de sus propias ideas, en el (viejo, por cierto) programa de la tabula rasa o, a la inversa, se les previno tanto (por sospechoso) ante cualquier intento neofundamentador en materia de pensamiento, que en el momento en que han de tomar la palabra, en que deben mostrar ante otros lo que verdaderamente creen acerca de la naturaleza profunda de su propio discurso, a menudo experimentan la sensaci¨®n de que no les resulta posible dar ni un paso, porque toda palabra ser¨ªa una pala bra de m¨¢s.
Por supuesto que hay formas de esquivar la dificultad sin correr demasiados riesgos, esto es, sin plantear el problema en cuanto tal en su radicalidad. Se puede, por ejemplo, buscar refugio en una de esas seudohistoriograf¨ªas al uso que se aplican, con fruici¨®n a desentra?ar el funcionamiento de los aparatos o de las pr¨¢cticas educativas, generando la sensaci¨®n de que nada hay m¨¢s all¨¢ de la perfecta descripci¨®n de la formalidad del mecanismo, de tal manera que, una vez cumplimentada esta tarea, cualquier cuesti¨®n relacionada con el contenido devendr¨ªa perfectamente superflua. Pero una estrategia de este tipo lo que hace es endosar a otra realidad -sea la del poder, sea la del Estado o sea cualquier otra la dificultad que no se atreve a abordar. Es una estrategia discursiva para no pensar lo que importa.
Lo que importa estaba dicho de antiguo, acaso a la espera ¨²nicamente de que corri¨¦ramos el riesgo de volver a pensarlo. Que no se ense?a filosofia, sino a filosofar debiera entenderse hoy como la m¨¢xima que nos se?ala la tarea pendiente, la de restablecer la unidad entre el pensar y aquello que nos da que pensar. Tal vez en la comunicaci¨®n filos¨®fica se siga tratando de lo que siempre se trat¨® (aunque tantas veces se hiciera mal): de transmitir las ense?anzas de la propia vida. Y es que, a fin de cuentas, s¨®lo se ense?a aquello que uno cree haber aprendido con el tiempo y a trav¨¦s de la experiencia. No lo que uno sabe, la informaci¨®n acumulada o los conocimientos adquiridos, sino el destilado de la propia vida, ese escaso poco de lo que estamos ciertos. No otra es asimismo la ense?anza de los grandes autores del pasado. Saber leerlos es darse cuenta de que lo que en realidad estaban haciendo con sus textos, con sus grandes obras, era contarnos su vida, en el "sino sentido en que lectura provechosa es aquella que consigue reconocer lo que esas vidas tuvieron de fascinante, de formidable aventura personal.
Alguien podr¨ªa considerar que esto todav¨ªa se mantiene en un plano excesivamente abstracto, especulativo (o, peor a¨²n, ret¨®rico), y que, incluso en el supuesto de que se aceptara todo lo anterior, no hay forma de convertir indicaciones de esta naturaleza en propuestas aplicables. No hay forma, es verdad, si se permanece en el seno de determinados planteamientos, como puede ser, por citar uno de los m¨¢s t¨®picos, el de la tajante contraposici¨®n entre teor¨ªa y pr¨¢ctica. Dichos planteamientos -podr¨ªamos sospechar en esta ocasi¨®n nosotros- tal vez funcionen tan bien porque cumplen a la perfecci¨®n la misi¨®n entre esterilizante y oscurecedora para la que han sido dise?ados (por ejemplo, legitimar el derrotista comentario: "S¨ª, todo esto es muy f¨¢cil de decir, pero ya me gustar¨ªa verte a ti...", afirmaci¨®n a la que suele seguir el relato de una situaci¨®n particularmente tenebrosa).
Efectos parecidos desarrollan otros t¨®picos, que asimismo han obtenido una considerable fortuna, como es, por ejemplo, el de la distinci¨®n entre peque?as y grandes ideas, lugar com¨²n que suele utilizar, como supremo argumento para descalificar a estas ¨²ltimas, la constataci¨®n del c¨²mulo de horrores que a lo largo de la historia se ha llevado a cabo en su nombre. Al margen de la v¨ªa de agua que supone para este argumento la sim¨¦trica constataci¨®n de que tambi¨¦n en nombre de las peque?as ideas se han cometido en el pasado un sinfin de males (o la evidencia del inquietante aire de familia que presenta esta idea con la conocida tesis del fin de las ideolog¨ªas), lo destacable ahora es que ambos planteamientos no se cuestionan la validez de toda una serie de disyuntivas: lenguaje frente a realidad, pensamiento frente a vida, especulaci¨®n frente a experiencia...
Pues bien, acaso sea ¨¦sta la pista que merezca la pena seguir. Lo malo de un discurso filos¨®fico no es en ning¨²n caso su tama?o, y mucho menos su ambici¨®n, sino la relaci¨®n que propone con el mundo. Subrayando antes la dimensi¨®n vital de la tarea del fil¨®sofo est¨¢bamos apuntando hacia aqu¨ª. Contagiar la pasi¨®n filos¨®fica (?se trata, en ¨²ltimo t¨¦rmino, de otra cosa?) no pasa por persuadir a quienes no la conocen de que en el texto podemos encontrar tanta intensidad como en la experiencia, sino justamente por mostrar lo que en el texto hay de experiencia. La filosof¨ªa nunca se hizo de espaldas a lo real: por eso tampoco se deja transmitir as¨ª. Para el fil¨®sofo, el mundo es el espacio en el que se hace visible la teor¨ªa (en el mismo sentido en el que el cuerpo es el lugar en el que se hace visible el deseo). El fil¨®sofo empieza a existir como tal en el preciso instante en el que la realidad rompe a hablar, en el que la experiencia empieza a ser posible: por eso nada es de temer en materia de pensamiento. Los destinatarios de este papel, a los que me refer¨ª al principio, tienen derecho, claro est¨¢, a plantear la pregunta: ?hay modo de formular todo esto en t¨¦rminos de criterio? Tal vez s¨ª. Ah¨ª va uno, bien modesto: de nada vale una experiencia que nos condene al silencio. El criterio de bondad de la propia experiencia es que se deje decir.
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