La orden del amanecer
Tal vez el mayor m¨¦rito de esa pel¨ªcula, reci¨¦n estrenada de Francesco Rosi, La tregua, sea el de descubrir el nombre de Primo Levi a mucha gente que no lo conoc¨ªa, y el de hacer que muchos de sus lectores antiguos, al regresar del cine, busquemos el libro en casa para recordar y comparar, y nos hallemos otra vez sumergidos en su escritura incomparable, en su vigor tremendo de verdad. Primo Levi se suicid¨® hace diez a?os justos, un poco antes de cumplir setenta: no s¨¦ si voluntariamente, la pel¨ªcula es una conmemoraci¨®n de esa fecha dolorosa, tan pr¨®xima a¨²n. Vi¨¦ndola el otro d¨ªa en el cine yo me preguntaba qu¨¦ habr¨ªa pensado Primo Levi al confrontar los recuerdos de su viaje inmenso a trav¨¦s de la Europa destrozada por la guerra con las im¨¢genes que aparec¨ªan en la pantalla, al compararse a s¨ª mismo, a quien hab¨ªa sido en el invierno y la primavera de 1945, con ese actor que lleva. su nombre en la pel¨ªcula, John Turturro, y que interpreta con perfecta dignidad a un Primo Levi no s¨¦ si parecido f¨ªsicamente al verdadero, pero s¨ª posible, y muy veros¨ªmil. El hombre joven, extraviado, casi vuelto un fantasma por las enfermedades, el hambre y el terror, el resucitado de la niebla y del barro y las tinieblas infernales de Auschwitz que aparece en la pel¨ªcula, es el mismo al que conocimos leyendo las p¨¢ginas de La tregua, igual que son id¨¦nticas las primeras im¨¢genes que surgen delante de nosotros en el libro y en el cine. Cuatro soldados rusos a caballo, viniendo como de la nada, de la nada gris del invierno polaco, se detienen al otro lado de las alambradas del campo: "Nos parec¨ªan asombrosamente corp¨®reos y reales", escribe Levi, "suspendidos sobre sus enormes caballos, entre el gris de la nieve y el gris del cielo, inm¨®viles bajo las oleadas de viento h¨²medo y amenazador del deshielo".Creo que la pel¨ªcula ha sido m¨¢s o menos descalificada por los cr¨ªticos de cine, pero como est¨¢ uno acostumbrado a que esos mismos cr¨ªticos, tan severos con ella, sean indulgentes y hasta entusiastas con pel¨ªculas que son obvias nader¨ªas o desatados mamarrachos, la cosa carece por completo de importancia. A diferencia de ellos, uno tiende a ser prudente, y procura no calificar de obra maestra o de cl¨¢sico de nuestro tiempo una pel¨ªcula de ahora que le haya gustado mucho, en primer lugar porque, seg¨²n dec¨ªa Balzac, las grandes pasiones son tan raras como las obras maestras, y tambi¨¦n porque s¨®lo puede llamarse cl¨¢sica a una pel¨ªcula que ha superado con ¨¦xito la prueba sucesiva de su permanencia a lo largo de unas cuantas generaciones.
La tregua, desde luego, no creo que sea una pel¨ªcula extraordinaria, pero es mucho mejor que casi todas las obras maestras y todos los cl¨¢sicos de nuestro tiempo que nos ha deparado el ¨²ltimo trimestre, y tiene a la vez la virtud de que su fracaso parcial es el resaltado de un prop¨®sito en gran medida imposible: el de hacer cine, es decir, ficci¨®n, con los l¨ªmites m¨¢s atroces de la experiencia humana, que est¨¢n m¨¢s all¨¢ de las facultades de la imaginaci¨®n, y de los que tal vez s¨®lo puede dar cuenta verdadera el documental estricto o el relato literal de la memoria. Lo que cuenta Primo Levi en las primeras p¨¢ginas de La tregua, lo que vieron los soldados rusos tras las alambradas del campo reci¨¦n abandonado por los alemanes, lo hemos visto nosotros en el terrible blanco y negro de algunos documentales de entonces, pero la ficci¨®n, el cine, es sencillamente incapaz de representarlo:
"Cuando llegaron a las alambradas se pararon a mirar, intercambiando palabras breves y t¨ªmidas, y lanzando miradas llenas de extra?o embarazo a los cad¨¢veres descompuestos, a los barracones destruidos y a los pocos vivos que all¨ª est¨¢bamos".
Para la pregunta de Adorno sobre si era posible escribir poes¨ªa despu¨¦s de Auschwitz est¨¢ la respuesta afirmativa y sobrecogedora de los poemas de Paul Celan. Pero yo no veo claro que la ficci¨®n pueda ofrecer respuestas semejantes, que tengan la verdad y la hondura insoportables y a la vez salvadoras de la poes¨ªa de Celan o de la prosa de Primo Levi. La otra noche, en la oscuridad espl¨¦ndida del cine -cada vez que volvemos a los cines nos damos cuenta de c¨®mo tergiversa y domestica las pel¨ªculas la pantalla del televisor-, era f¨¢cil dejarse llevar por la emoci¨®n y el impacto de algunas im¨¢genes, por la fuerza de la m¨²sica, de las cosas terribles que nos estaban siendo recordadas, y como yo tiendo avergonzadamente a conmoverme m¨¢s de la cuenta, hab¨ªa veces en que la presi¨®n sobre el pecho amenazaba con llegar a convertirse en la temida humedad de las l¨¢grimas. La tregua es una pel¨ªcula muy bien hecha, hist¨®rica y pol¨ªticamente mucho m¨¢s honrada que La lista de Schindler, donde Steven Spielberg acertaba a convertir el campo de exterminio en un parque tem¨¢tico tan repleto de sustos como Eurodisney o como Jurassic Park, pero en el que acaba prevaleciendo, lo mismo que en ellos, un jubiloso alivio de final feliz: los jud¨ªos veneran a su benefactor, el alem¨¢n bueno, mientras el alem¨¢n malo, el torvo psic¨®pata que ten¨ªa la culpa de todo, recibe su merecido, unos segundos antes de que ascienda la m¨²sica y aparezcan en la pantalla las letras del The end.
Una de las cosas que explica La tregua es que ese final n¨ªtido y reparador no existe. Acabada la guerra, clausurados los barracones y los hornos crematorios, queda un mundo devastado a una escala de destrucci¨®n que no hab¨ªan conocido nunca los ojos humanos, una Europa por la que deambulan millones de supervivientes sin porvenir y sin pa¨ªs, en trenes que no parece que vayan a llegar nunca a ninguna parte, o caminando por carreteras desventradas por las bombas y flanqueadas por restos humanos y chatarras b¨¦licas. Al cabo de muchos a?os, cuando las huellas exteriores de la destrucci¨®n han desaparecido, el final sigue siendo imposible, y Primo Levi lo cuenta en la ¨²ltima p¨¢gina de su libro con un sereno dramatismo que no cabe en esa pel¨ªcula, y acaso en ninguna otra. En su casa tranquila, en su cama confortable, a salvo de todo, un sue?o lo devuelve al infierno: "Oigo sonar una voz muy conocida; una sola palabra que no es imperiosa, sino breve y dicha en voz baja. Es la orden del amanecer en Auschwitz, una palabra extranjera, temida y esperada: a levantarse, WStawac". Quiz¨¢ lo que comprendi¨® Primo Levi hace diez a?os justos fue que el ¨²nico final posible de aquella larga tregua era la muerte.
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