El cocuyo y la esperanza
Bajo la puntual tormenta de cada atardecer en la ciudad de M¨¦xico, el pintor Jos¨¦ Luis Cuevas me hablaba, hace unos d¨ªas, de la visi¨®n que el cine mexicano daba de Espa?a al final de nuestra guerra civil. Pel¨ªculas como Los siete ni?os de ?cija, En un burro tres baturros, La barraca o La Casa de la Troya reconstru¨ªan, al otro lado del charco, la geograf¨ªa pintoresca de diferentes regiones espa?olas, con todos los acentos que Cuevas reinterpreta a la perfecci¨®n. La nostalgia del pintor se ahonda para esgrimir una carencia: "Entonces yo me daba cuenta de que una pel¨ªcula era c¨®mica porque la gente, en la sala del cine, de pronto se re¨ªa con determinadas escenas. Ahora, como veo las pel¨ªculas por el televisor, estoy verdaderamente perdido, me faltan referencias, ya no s¨¦ cu¨¢ndo tengo que re¨ªrme". Nos re¨ªmos, mientras su estudio se ilumina y tiembla con los rel¨¢mpagos y los truenos del abigarrado torment¨®n.Despu¨¦s, cuando me pide y rompe un cigarrillo por la mitad, para entregarse al vicio que no tiene, confiesa un poco m¨¢s: "En realidad, nada me hace re¨ªr". Aunque a?ade: "Bueno, s¨ª, en cuanto veo una c¨¢mara fotogr¨¢fica, me sale una sonrisa sin querer". Y en seguida admite que otras veces, en situaciones inoportunas, le da la risa floja. Habla de Marta Traba, fallecida en aquel accidente de avi¨®n, ya cerca de Barajas, junto a otros escritores que iban a hacer escala con destino a Colombia: "Con ella, era un peligro participar en un debate televisivo, en una mesa redonda o en cualquier acto oficial. Nos mir¨¢bamos y ya nos daba la carcajada. Era un espanto. Un gobernador lleg¨® a echamos de su palacio. Y ese diz que artista, el pinche Christo, se puso con nosotros hecho una furia en un programa. As¨ª, un montonal de ocasiones. Intent¨¢bamos evitarlo, pero ni modo...". Cuando supo que Marta Traba hab¨ªa muerto, Cuevas dibuj¨® un autorretrato con una l¨¢grima rond¨¢ndole por la mejilla.
Una excepci¨®n: "tampoco s¨¦ llorar. Por eso me dibuj¨¦ con esa l¨¢grima, porque creo que es la ¨²nica que he derrarnado en toda mi vida". Y, para redondear el suplicio, me cuenta su asistencia al entierro del padre de un conocido escritor mexicano: "Estaban metiendo la caja en el hoyo y, de repente, ante una observaci¨®n neutra de Juan Rulfo, que se encontraba all¨ª, a mi lado, sent¨ª que me sub¨ªa por la garganta. una carcajada indetenible; tuve que taparme el rostro con las manos, salir corriendo y esconderme entre los ¨¢rboles del cementerio". Luego, a la salida, aquel amigo reci¨¦n hu¨¦rfano se abraz¨® estrechamente a ¨¦l: "Gracias, ?t¨² s¨ª que eres un hermano de verdad!". Y ahora, al acordarse de aquello, concluye: "?Menos mal que la risa y el sollozo tienen tanto, patecido!". S¨®lo a veces.
El d¨ªa despu¨¦s de esta conversaci¨®n en medio de la tormenta, la esposa del pintor, Bertha, operada hace un a?o de c¨¢ncer, ten¨ªa que regresar de urgencia, al serle descubierto otro tumor, esta vez por fortuna benigno. Al tiempo, empezaba la pesadilla televisada, con todos los acentos, de Miguel ?ngel Blanco Garrido. Y la forma insensata de reflejarla que ha tenido un peri¨®dico de aqu¨ª, La Jornada, a cuyo nacimiento tuve la alegr¨ªa de asistir, en cuyas p¨¢ginas he escrito y en el que colaboran tantos amigos. (Muy en la l¨ªnea de esos profesores acostumbrados a que los colegas que tienen a sus ¨®rdenes cedan siempre, por la cuenta que les tiene, al habitual chantaje acad¨¦mico.) Al interesarme por el primer director de La Jornada, Carlos Pay¨¢n, elegido senador por el PRD en los ¨²ltimos y esperanzadores comicios, alguien me suelta: "A su mujer, Cristina, le acaban de descubrir un c¨¢ncer. Es irreversible; le quedan como tres meses de vida".
Ni eso. Mor¨ªa a las pocas horas. Mientras yo me acordaba, entre otras veces y otras personas recordadas -del otro lado y de ninguno que no fuera el del amor-, me acordaba muy en especial de una noche en casa de los Pay¨¢n (situada al lado de un cementerio) entre amigos, entre much¨ªsimas risas, con Cristina Pay¨¢n, antrop¨®loga y promotora cultural, haciendo arte de la cocina, del convivir y del so?ar. Aquella noche, Rigoberta Mench¨², que hab¨ªa armado pendientes y collares bajo el amparo de los Pay¨¢n en sus d¨ªas de exilio en M¨¦xico, narraba una aventura guerrillera y nocturna. En un momento dado, Cristina pregunt¨®: "?Y c¨®mo se orientaban ustedes en plena oscuridad?". A lo que replic¨® la guatemalteca: "Nos coloc¨¢bamos un cocuyo en la espalda, para que el compa?ero de atr¨¢s nos siguiera".
Entonces, a m¨ª vez, pregunt¨¦: "?Y c¨®mo se las arreglaba el primero?". Cristina Pay¨¢n, adelant¨¢ndose a Rigoberta Mench¨², quiso explicarlo as¨ª: "Al primero... acaso le bastaba con la luz de la esperanza".
Para sobreponerse, queden aqu¨ª encendidas esas dos luces: la del cocuyo y la de la esperanza.
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