Yacar¨¦ (5)
El cazador solitarioPor LUIS SEP?LVEDA
ESPERO QUE EL DETECTIVE se quede abajo -murmur¨® el piloto del helic¨®ptero.Chielli lo mir¨® con adem¨¢n despectivo, y moviendo el toscano que colgaba de su boca gir¨® el cuerpo ofreci¨¦ndole la parte trasera de su anatom¨ªa.Enseguidase dirigi¨® hacia la torre en ruinas. Contreras indicaba algo en el suelo.
-Es m¨¢s que una corazonada,comisario. La primera vez que vine vi esos restos de p¨¢jaros y se los atribu¨ª a los perros o a la escopeta del portero. Luego, al pensar en la torre, me molest¨® que no hubiera lagartijas. En los muros de la casa se ven algunas, pero aqu¨ª no. ?Una ruina de piedras sin lagartijas?
-Es imposible trepar sin una escalera coment¨® Arpaia.
-Para nosotros, tal vez. Pero un individuo que ha trepado a los ¨¢rboles antes de saber caminar puede ser ¨¢gil como un gato, por muy adulto que sea. Est¨¢ arriba, se lo aseguro.Chielli avis¨® que el helic¨®ptero estaba preparado, y que, como siempre, a ¨¦l lo marginaban de la diversi¨®n.
Las aspas giraron, la nave empez¨® a alzarse y los arbustos quisieron tenderse sobre el suelo. Contreras, sujeto al cable que lo levantaba por los sobacos, sinti¨® que sus pies se alejaban del c¨¦sped.
Tal como le indicaran al piloto, el helic¨®ptero alz¨® a Contreras por sobre la torre, pero a varios metros de ella. A una se?al del investigador, lo acercaron hasta que sinti¨® que nuevamente ten¨ªa suelo firme bajo los zapatos. Contreras se liber¨® de la cuerda y orden¨® al helic¨®ptero que se alejara... -
Ah¨ª estaba el cazador. Aunque estaba sentado y cubr¨ªa cabeza y espalda con una piel de yacar¨¦, dejaba suponer que su estatura era la de un ni?o de diez a?os. Junto a ¨¦l hab¨ªa una corta cerbatana, dos cuencos de barro, un pu?ado de telara?a apelmazada, una bola de resina, y numerosos restos de p¨¢jaros y lagartijas. Una fila circular de piedras de colores e insectos tornasolados rodeaban su lugar de descanso,, como una m¨ªnima atalaya. Ah¨ª estaba. Con las piernas cruzadas y la mirada ausente, el cazador solitario se alejaba de aquellos ¨¢rboles in¨²tiles, y de aquellos hombres capaces de desafiar la noche sin talismanes protectores.
Contreras se acerc¨® con cautela, rode¨® aquella figura hasta quedar de frente. Entonces se acuclill¨®. Bajo la mand¨ªbula del yacar¨¦ que le cubr¨ªa la cabeza vio un rostro de edad indefinible, con los p¨®mulos decorados por tres filas de lunares rojos. Ten¨ªa los ojos abiertos, pero sus pupilas estaban cubiertas por un barniz sin brillo.El investigador estir¨® una mano y le toc¨® un hombro. Eso bast¨® para que el peque?o hombre se desplomara. Contreras lo toc¨® entonces la frente. El cazador ard¨ªa de fiebre.
Cuando el helic¨®ptero estaba a punto de dejar la camilla con el cazador en manos de los sanitarios que esperaban abajo, un grito del detective Chielli hizo que todos volvieran la cabeza. A escasos metros y sentado en su silla de ruedas, Carlo Ciccarelli apuntaba una Walter nueve mil¨ªmetros, buscando un blanco qu¨¦ , no ve¨ªa, pero que se reflejaba en sus negras gafas de ciego.
El manotazo de Chielli le hizo crujir los huesos del brazo y la pistola cay¨® sobre el c¨¦sped.
-?Bestia! ?Iba a hacer justicia, iba a vengar a mi socio!
Dos carabineros terminaron llev¨¢ndose al col¨¦rico inv¨¢lido.-Es UN CUADRO COMPLICADO. Adem¨¢s de la pulmon¨ªa padece de una aguda desnutrici¨®n y se encontraba casi deshidratado. No podemos administrarle m¨¢s que suero porque ignoramos si su organismo resistir¨ªa alg¨²n tipo de antibi¨®ticos. Sin dudas que se trata de un adulto, pero nos gustar¨ªa saber qu¨¦ edad tiene -inform¨® el doctor Cacucci, de la unidad de cuidados intensivos.
En la cama, con el rostro medio cubierto por la m¨¢scara de ox¨ªgeno y una aguja de suero conectada a un brazo, el cazador solitario parec¨ªa a¨²n m¨¢s peque?o. Arpaia y Chiell¨ª lo miraban en silencio.
-Voy a hacer una llamada. Estar¨¦ en el pasillo -dijo Contreras.
Marc¨® el n¨²mero del hotel Manin y pidi¨® que le dieran con su cuarto. Ornella estaba todav¨ªa all¨ª.
-Pens¨¦ que se hab¨ªa cansado de m¨ª -exclam¨® al reconocer la voz de Contreras.
-Todav¨ªa no, y de usted depende que eso no ocurra jam¨¢s. Escuche con atenci¨®n; ?adem¨¢s del antrop¨®logo asesinado, conoce a alguien m¨¢s que sepa de los aran¨¦?
-S¨ª, conozco a una persona que sabe de ellos.
-Bien. Venga con ella al hospital de urgencias, a la unidad de cuidados intensivos.
Por qu¨¦? ?Le ha ocurrido algo?
-No me canse, Ornella Contreras, y colg¨®.
Mientras esperaban, Arpaia y Contreras soportaban las ganas de fumar observando el paseo fren¨¦tico del detective Chielli. A grandes trancos desplazaba su humanidad de un extremo a otro del pasillo, con el toscano apagado colgando de la boca. A ratos se contaba los dedos, cercior¨¢ndose de que eran diez, o se jalaba las orejas para comprobar que todav¨ªa las llevaba pegadas a la cabeza.
-?Siempre es as¨ª? -consult¨® Contreras.
-A veces es peor, pero es un buen tipo -respondi¨® Arpaia.
-?Qu¨¦ le pasa? ?Est¨¢ nervioso? -insisti¨® Contreras.
-Creo que est¨¢ pensando. Cada uno lo hace como mejor puede -sentenci¨® Arpaia.
El detective Chielli segu¨ªa gastando el lin¨®leo del pasillo. Ahora, a la comprobaci¨®n de tener dedos y orejas hab¨ªa agregado los botones del saco. De pronto detuvo el paseo, se dio un palmetazo en la frente y trotando fue hasta donde estaban Arpaia y Contreras.
-Jefe, ese peque?ito no es el que trat¨® de matar a Carlo Ciccarelli. Tal vez sea el que le incrust¨® el dardo envenenado a Vitorio Brunni, pero anoche ese hombre no ten¨ªa fuerzas para soplar la cerbatana. Adem¨¢s, si se ocultaba en lo alto de la torre, ?por qu¨¦ arroj¨® restos de p¨¢jaros? Creo que sirvi¨® voluntariamente de se?uelo. El quer¨ªa ser encontrado, luego de grandes dificultades, pero encontrado.
-Carajo. Tiene raz¨®n Chielli.
Ese hombre realiz¨® una maniobra evasiva para proteger a otro -indic¨® Contreras.
-Gordo. Siempre dije que eras algo m¨¢s que culo -celebr¨® Arpaia.
-Y el otro no ha de andar lejos -agreg¨® Contreras.
-Las bodegas de Marroquineras Brunni est¨¢n junto a la Villa de Cicarelli -dijo satisfecho el detective Chielli.
Los dos polic¨ªas salieron del hospital a la carrera, y Contreras maldijo la tardanza de Ornella. Quince minutos m¨¢s tarde la vio llegar sola, inmune a la decepci¨®n que se dibuj¨® en su rostro.
-Le ped¨ª algo muy importante, Ornella.
-Y he cumplido. ?Para qu¨¦ me cit¨® aqu¨ª?
-?D¨®nde dej¨® al conocedor de los aran¨¦?
-Yo soy. Me he quemado los ojos estudi¨¢ndolos -dijo Ornella, y con gesto indic¨® la puerta que Contreras bloqueaba.
El cazador segu¨ªa sin reaccionar, sumido en el profundo pozo de la fiebre. A ratos entreabr¨ªa la boca y la m¨¢scara de ox¨ªgeno se empa?aba.
-?Dios m¨ªo! ?Lo han herido? -exclam¨® al ver al peque?o hombre.
-No. Tiene pulmon¨ªa, desnutrici¨®n, y est¨¢ deshidratado. ?Es un aran¨¦?
Ornella asinti¨®. Se?al¨® que las pintas que adornaban su rostro eran los distintivos del cazador y pidi¨® ver las cosas que llevaba encima.
-Est¨¢n en el cuartel de polic¨ªa. El comisario Arpaia dispuso que las llevaran para all¨¢.
-Vamos. Es muy importante ver sus pertenencias para saber m¨¢s de ¨¦l. ?D¨®nde lo encontraron?
-En la Villa de Ciccarelli, en la parte m¨¢s alta de una vieja torre.Ornella Brunni se llev¨® las manos a la boca antes de preguntar:
-?Cubr¨ªa su cuerpo con una piel de yacar¨¦?
-S¨ª, ?qu¨¦ significa eso?
-Que es el se?uelo del cazador. Los anar¨¦ imitan muchos h¨¢bitos de los yacar¨¦s. Por ejemplo, cuando sienten que se acerca un felino, uno de ellos se bota en la playa y hace de se?uelo. El felino ataca, seguro de la sorpresa cae sobre el yacar¨¦ y le clava los dientes en la nuca. Muere. El felino, excitado por el sabor de la sangre empieza a desgarrarlo ah¨ª mismo y, confiado, lo va devorando. Ese es el momento esperado por los otros yacar¨¦s que entretanto lo han rodeado cort¨¢ndole cualquier posibilidad de fuga.
-?D¨®nde aprendi¨® todo eso?
-Guido Vincenzo, adem¨¢s de antrop¨®logo, era mi compa?ero.
-Lo siento, Ornella. ?Todav¨ªa quiere ir al cuartel de polic¨ªa?
-No. Y creo que lo m¨¢s acertado ser¨ªa ir a la Villa de Carlo Ciccarelli -Indic¨® mir¨¢ndolo desde Ia soledad de sus ojos verdes.
Tuvieron que emplear largos minutos hasta convencer al ropero de la escopeta de que la vida del amo estaba en peligro, mandara callar a los mastines y les abriera la puerta. Contreras cogi¨® la mano de Ornella y as¨ª corrieron por la alameda de ¨¢rboles desnudos. Los sorprendidos guardaespaldas les segu¨ªan dando ¨®rdenes de alto que ellos ignoraban, hasta que llegaron al gran campo de c¨¦sped.
Contreras ya conoc¨ªa el ritual: el guardaespaldas m¨¢s fornido haciendo girar la silla de ruedas que ocupaba Carlo Ciccarelli con una Walter nueve mil¨ªmetros en las manos. Luego el otro hombre que corri¨®, dej¨® un magnet¨®fono sobre el pasto y regres¨® a situarse tras la silla de ruedas. Del aparato escap¨® una voz masculina, pero Ciccarelli no orient¨® el sentido auditivo buscando las fuentes sonoras antes de buscar el blanco con sus ojos yermos y disparar.
Ni siquiera alz¨® la pistola. Simplemente lade¨® la cabeza como un
inigote ante la estupefacci¨®n de los guardaespaldas, que s¨®lo reaccionaron al ver que al amo se le ca¨ªan las gafas de ciego.
El comisario Arpaia y el detective Pietro Chielli llegaron al lugar cuando a Contreras se le hac¨ªa bastante dif¨ªcil mantener a raya a los guardaespaldas impidi¨¦ndoles que movieran el cad¨¢ver.
-Tiene una marca detr¨¢s de la oreja izquierda. El dardo, como sabemos, se deshace muy r¨¢pidamente -se?al¨® Contreras.
Arpaia y Chielli echaron un vistazo al muerto. Sin las gafas negras era irreconocible, no ten¨ªa la menor expresi¨®n.
Chielli se puso de rodillas y observ¨® los ¨¢rboles cercanos teniendo la oreja izquierda del muerto como alza de mira, pero Contreras lo desanim¨®:
-No vale la pena pensar en la posible trayectoria del dardo. Lo recibi¨® mientras uno de los suyos lo hac¨ªa girar en la silla de ruedas.
Ornella y los tres hombres se miraron. El verdadero cazador solitario se ocultaba por ah¨ª, muy cerca, invisible, oculto por el camuflaje de sus lejanas costumbres.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.