La dama del alba
La dama del alba. Tal es el t¨ªtulo de una obra de Alejandro Casona, el dramaturgo que, como tantos otros compatriotas, tras la conflagraci¨®n civil, durante una larga temporada alejado permaneci¨® de su pa¨ªs como ¨²nica forma de continuar viviendo en libertad. Recuerdo asistir al teatro a la reposici¨®n de sus obras, durante la d¨¦cada de los sesenta, donde los espectadores, al tiempo de rendirle homenaje, recib¨ªan como contrapartida el mejor regalo que Casona les pod¨ªa ofrecer: el magn¨ªfico castellano que en todas ellas utilizaba.Es la dama del alba una se?ora de r¨ªgida presencia -vestida de negro nos la figuramos- y de sonrisa fr¨ªa, hier¨¢tica, solemne. Cumplidora con su deber desde que el mundo es mundo, trabaja a destajo por los cinco continentes de forma omnipresente, sin descansar un solo instante, abrazando a todos los mortales que con ella se encuentran casados desde su nacimiento y con quienes, de forma implacable, con ellos emprende el viaje sin retorno que supone la consumaci¨®n de su matrimonio, cuando el momento llega. Es ¨¦ste un viaje para el que todos sabemos que tenemos billete, si bien con la incertidumbre de la fecha de su inicio, lo que impide preparar con la debida antelaci¨®n el equipaje, pues siendo confiados como somos, vemos todo ello como algo lejano y remoto.
Cuando esto escribo, repicando est¨¢n todas las campanas de Espa?a. Una semana hace que la dama del alba llev¨®se consigo a un hombre joven, lleno de vida y de ilusiones que a su pueblo -un pueblo peque?o del Pa¨ªs Vasco- serv¨ªa desde su puesto de concejal y cuyos nombres ning¨²n bien nacido olvidar¨¢. Ermua se llama el pueblo. Miguel ?ngel se llamaba, se llama, el edil.
Si bien la dama del alba realiza su trabajo sin contemplaci¨®n alguna y con puntualidad matem¨¢tica, impresi¨®n da en el caso que a todos nos ha conmovido de que quiso dejar para mejor ocasi¨®n la culminaci¨®n de su tarea. Por la forma en que Miguel ?ngel fue sacrificado, dir¨ªase que desde ese mismo instante ten¨ªa que haber abrazado a la fr¨ªa se?ora. Pero sabedora ella de que su desaparici¨®n no era sino aberrante, hizo un gui?o y mirando hacia otro lado dej¨® en manos de los hombres la posibilidad de remediar lo que irremediable parec¨ªa. No pudo ser. A pesar del esfuerzo realizado, la tregua s¨®lo dur¨® unas horas y la dama cumpli¨® al fin con su deber.
Sorprendente resulta comprobar ante la reacci¨®n que en toda Espa?a se ha producido, que quienes siendo verdugos o colaboradores de los que ¨²nicamente a trav¨¦s de pistolas y metralletas saben hablar, afirmen que as¨ª tienen que actuar, pues siendo v¨ªctimas de una represi¨®n fascista, de esa forma -aclaran- se ven obligados a luchar para conseguir la libertad de su pueblo oprimido. No deja de ser toda una novedad. En efecto. Los nazis jam¨¢s llamaron nazis a sus v¨ªctimas, fueran ¨¦stas jud¨ªos, gitanos, deficientes mentales, enemigos pol¨ªticos... Ahora, sin embargo, no s¨®lo secuestran -un recuerdo a Ortega Lara, culpable de no se sabe bien qu¨¦ cr¨ªmenes, dicen-, matan o justifican el asesinato, sino que, adem¨¢s, insultan.
De otro lado, la reacci¨®n ante la barbarie ha de estar en todo caso presidida por la mesura y la prudencia como ¨²nica forma de marcar la diferencia entre unos y otros, evitando caer en tentaciones que no s¨®lo dificultar¨ªan la anhelada pacificaci¨®n, sino que da?ar¨ªan a la propia democracia. Frente a la provocaci¨®n, el aislamiento pol¨ªtico. Frente a la injusticia y el crimen, el inexorable rigor de la ley. Buen ejemplo dar¨¢ de todo ello la sociedad vasca, apoyada sin duda por el resto de los conciudadanos.
Pi¨¦nsese que la grandeza del Estado de derecho, frente a quienes destruirlo pretenden, est¨¢ en que los asesinos, cuando sean capturados -y antes o despu¨¦s ello suceder¨¢- ser¨¢n juzgados y tendr¨¢n la posibilidad de defenderse. Por contra, ellos no brindaron tal posibilidad ni a Miguel ?ngel ni a ninguna de sus v¨ªctimas. Es el triunfo de quienes tienen la raz¨®n frente a los que, todav¨ªa hoy, poseen la ¨²nica fuerza de la que pueden alardear: la de las armas.
Los ciudadanos de la vieja piel de toro han aprendido que todos estamos inmersos en la batalla por la libertad. Han posiblemente comprendido el mensaje que, en forma de aviso para navegantes, lanzara en Alemania, en los a?os treinta y en pleno apogeo del nazismo, Bertolt Brecht: "Primero vineron por el vecino de arriba, que era jud¨ªo, / ?pero yo no era jud¨ªo! / Despu¨¦s vinieron por el vecino de abajo, que era socialista, / ?pero yo no era socialista! / Despu¨¦s vinieron por el vecino de al lado, que era comunista, / ?pero yo no era comunista! / Despu¨¦s vinieron a por m¨ª... ?pero ya era tarde!".
El protagonista de la obra de Casona, cuando se da cuenta de qui¨¦n es realmente la dama del alba y que viene a llevarse a su nieta, con angustia le implora y le ruega: "?No te la lleves a ella que s¨®lo tiene siete a?os, ll¨¦vame a m¨ª que tengo setenta!". La dama sonr¨ªe y con frialdad le responde: "?Esos son precisamente los que ya no tienes!". Tal vez, no lo s¨¦, tiene raz¨®n. Y tal vez, ya no ten¨ªa veintinueve Miguel ?ngel. Ni ten¨ªan los que al parecer ten¨ªan el senador Casas, Fernando M¨²gica, Gregorio Ord¨®?ez, Tom¨¢s y Valiente... y tantos y tantos otros, mujeres y hombres, civiles y mil¨ªtares, ni?os. ?Tambi¨¦n ni?os? S¨ª, ?ni?os tambi¨¦n!
Todos hemos, en definitiva, de comprometernos en la defensa de la libertad que tanto nos cost¨® conquistar. La aut¨¦ntica libertad, no la que ellos dicen defender. Cuando justifican lo injustificable, invocando c¨ªnicamente esa palabra tan hermosa por la que merece la pena vivir y morir, se acordar¨¢ la dama del alba de Mme Roland -a la que acompa?aba a la espera de cumplir con su tarea y con ella consumar el inevitable matrimonio- que, cuando se dirig¨ªa hacia el pat¨ªbulo para ser guillotinada, en plena Revoluci¨®n Francesa, en un momento de desesperaci¨®n grit¨® de forma desgarrada, al considerar injusta su condena: "Libertad, libertad, cu¨¢ntos cr¨ªmenes en tu nombre se cometen!".
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.