Como un susurro
Dicen algunos sabios que la oscuridad y los cementerios son almas parejas. Que desconf¨ªan de los vivos y que callan en su presencia.Sin embargo, existe un peque?o cementerio que un d¨ªa quebrant¨® las normas y que renunci¨® para siempre a la oscuridad.
Es un recinto bastante bien conservado y plagado de senderos, discreto, con muros de tres metros, sepulturas sencillas, con mensajes, con alg¨²n epitafio aislado.
Quince o veinte ¨¢rboles brotan en su suelo y sortean a duras penas las tumbas, quiz¨¢ dos centenares, api?adas en racimos, casi enmara?adas, lo que provoca saturaci¨®n en algunas zonas.
En una esquina se encuentran los ni?os, espacios diminutos, cunas de juguete; de ladrillo, de m¨¢rmol o de tierra.
En otra esquina, un cipr¨¦s solitario, y entre ambas, un desorden bien calculado, ante el que s¨®lo cabe retroceder por el sendero, elegir uno nuevo y seguir probando suerte.
Este lugar ha de tener un nombre, una historia, un pasado, pero ahora vive desorientado, ya que se encuentra en medio de una autopista.
No a la derecha de una autopista, ni a la izquierda de una autopista, ni m¨¢s lejos o m¨¢s cerca, sino dentro de una autopista: en la de A Coru?a, concretamente en el kil¨®metro 20, junto a la desviaci¨®n de Las Rozas, y es interesante observar hasta qu¨¦ punto se esparranca la carretera en este lugar (como un patinador que abriera las piernas para eludir un obst¨¢culo) y c¨®mo el trazado se rehace en el acto, una vez superado el contratiempo.
Pero all¨ª sigue el cementerio, tratando de esconderse, de ganar intimidad entre sus muros.
Se siente acorralado: por el asfalto, los radares, los humos de unos autom¨®viles que le echan el aliento a 150 kil¨®metros por hora. Decenio a decenio los ha visto mejorar, anta?o eran carretas y hoy, b¨®lidos fugaces, con infinitos recursos t¨¦cnicos. Jam¨¢s medita en silencio, jam¨¢s le llegan las sombras porque, al anochecer, d¨ªa tras d¨ªa, y sin excepci¨®n, se encienden las farolas de la autopista y mil haces de luz distintos recorren de lado a lado su intimidad. S¨®lo debajo de los ¨¢rboles y junto al muro que da al Sureste, se le distinguen sombras y ninguna es muy profunda.
Aqu¨ª, en el kil¨®metro 20, se mece la vida y avanza la noche. Este cementerio no descansa, vive a contrapelo y abandon¨® a su compa?era, pero la luz de la autopista no le impide intimidar. En ¨¦l se respira un aire denso y cargado, que invita a mostrarse furtivo: a moderar el paso. "Ssh.... Descansan los muertos ...... susurran los fuegos fatuos, y los intrusos, sobrecogidos, obedecen y siguen marchando en fila india por los senderos.
Entretanto, la noche acecha en el exterior y no se siente segura: merodea, se da ¨¢nimos y amaga un paso decisivo. Pero no se arrima a los muros, como si le fallara el temperamento. No puede entrar, aunque ara?e la puerta.
Curiosa historia de amor: la noche es enorme y fuerte, y muy sana; y, sin embargo, un peque?o desgarro la mantiene en vilo: le duele este cementerio, no poder tocarlo, su melancol¨ªa, su encanto, y se aferra a los recuerdos, a aquellos tiempos en los que las carreteras y las tumbas no se arriesgaban a darse de bruces.
Aparece la luna entre las nubes y ruge un cami¨®n cisterna. Como un demonio incendiario. Un sonido de mal gusto, cuando se est¨¢ acompa?ando a los muertos. Los lugares hablan, no cabe duda, y ¨¦ste nos dice la verdad: que existe la muerte, porque a menudo la ve llegar. Y que no es blanca, ni dulce, ni negra, ni eterna, sino tan s¨®lo un suspiro.
Ella surge, sencillamente, buscando compa?¨ªa, por mandato del azar, y luego emprende el vuelo hacia su reino.
As¨ª piensa el cementerio, mientras nos ve partir, y en ese instante retumba otra vez la autopista. Pasan autom¨®viles, autobuses inmensos, camiones de maderos.
Y las bombillas no se funden.
Pobre amigo: se lo trag¨® la N-VI y se qued¨® sin sombras, pero entre dos carriles, sin amante y sin destino, como si ser cementerio estuviera penado, como si hubiera ruido de fondo.
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