Diana o la caja de los truenos
Diana abri¨®, jugando, la caja de los truenos y se encontr¨® con que el juego se hab¨ªa vuelto peligroso
?Un cuento de hadas que termin¨® mal? Bastante m¨¢s turbio que eso, si se escudri?a, con la cabeza fr¨ªa, las interioridades de la extraordinaria aventura de Diana, princesa de Gales, cuyo tr¨¢gico desenlace ha provocado una conmoci¨®n mundial. Ni la muerte del presidente Kennedy, con la que algunos la comparan, lleg¨® a repercutir en tantas personas como las que, en los cinco continentes, gracias a la ubicua televisi¨®n, han seguido todos los pormenores del macabro final de la historia que se inici¨® hace 16 a?os, cuando la bella heredera del octavo conde Spencer (arist¨®crata oscuro y casi en la ruina), una veintea?era rubia, t¨ªmida y con la silueta a¨¦rea de un elfo, se cas¨®, observada por cientos de millones de televidentes enternecidos, con Carlos, el futuro monarca de la Gran Breta?a.
La princesa, que parec¨ªa salida de un poema de Rub¨¦n Dar¨ªo, ten¨ªa todos los atributos de que est¨¢n hechas las princesas de Hollywood y de las a?oranzas de los rom¨¢nticos (pero no las de la realidad brit¨¢nica) -era bell¨ªsima y sencilla, de ojos l¨¢nguidos y una sonrisa angelical- y fue entronizada, desde el primer momento, como uno de los iconos medi¨¢ticos de nuestro tiempo. Con una imprudencia tan grande como su belleza, Diana acept¨® encantada ese papel y lo explot¨® a fondo, creyendo, la ingenua, que era compatible con aqu¨¦l para el que hab¨ªa sido elegida por la Casa Real (en un error tan monumental como el cometido por aquellos remotos ancestros que firmaron la Carta Magna y aceptaron ser unas inexistencias decorativas): la de pr¨®xima reina de Inglaterra. Desde luego, nadie hubiera imaginado entonces -y Diana menos que nadie- que lo que parec¨ªa al principio el juego desenfadado y simp¨¢tico de una princesa que quer¨ªa ser moderna y no se resignaba a llevar la aburrida vida de posma de sus pares en el palacio de Buckingham, iba a provocar la m¨¢s seria crisis de la monarqu¨ªa brit¨¢nica desde los tiempos de Cronwell.
La funci¨®n de la monarqu¨ªa en Gran Breta?a puede ser comparada a la de un antiqu¨ªsimo museo lleno de augustas momias, a las que la inmensa mayor¨ªa del pueblo brit¨¢nico ve¨ªa con afecto, curiosidad y cierto orgullo, como s¨ªmbolo de su rica historia, de su tradici¨®n e instituciones democr¨¢ticas, y, tambi¨¦n, de esa idiosincrasia exc¨¦ntrica, formalista y lib¨¦rrima que ha sido hasta tiempos recientes algo as¨ª como el signo de la identidad nacional albi¨®nica. Ahora bien, para que las momias sean respetables, misteriosas, inquietantes y sagradas, hay que mantenerlas -como las mantienen las pir¨¢mides a orillas del Nilo o en las selvas mayas, y los entierros prehisp¨¢nicos de los desiertos de Nazca y Paracas, o como las manten¨ªa el palacio de Buckingham hasta la llegada de Lady Di y, peor todav¨ªa, de su impresentable cu?ada Fergy, la duquesa de York- en la penumbra y a distancia, rodeadas de la discreta escenograf¨ªa de los museos, sin exponerlas a la luz ni al manoseo de las incautas muchedumbres. Porque, bajo los fuegos del sol y en media plaza p¨²blica, a merced de la curiosidad y el morbo colectivos, las momias se desintegran o aparecen como lo que son: unos esqueletos agujereados y chamuscados por el tiempo, que provocan la carcajada o el disgusto, no la adhesi¨®n ni el respeto populares.
En Buckingham Palace, en Balmoral, en Windsor, en Saint James, en la mansi¨®n de Highgrove, Diana descubri¨® (?qu¨¦ mal educaba a la nueva generaci¨®n la aristocracia inglesa!) que la nobil¨ªsima Casa de los Windsor estaba hecha de la misma estofa que las familias plebeyas y sujeta a id¨¦nticas sordideces y vulgaridades. As¨ª, por ejemplo, su real marido no la quer¨ªa y se hab¨ªa casado con ella por obligaci¨®n, pues no pod¨ªa hacerlo con su verdadero amor, la inagraciada Camilla Parker Bowles, esposa de un sufrido oficial, con la que manten¨ªa unos amores ad¨²lteros que, por lo dem¨¢s, no ten¨ªa la menor intenci¨®n de interrumpir. En vez de reaccionar ante esta cruda desilusi¨®n como deben hacerlo las princesas y como lo hicieron tantas de sus flem¨¢ticas predecesoras -apasion¨¢ndose por la jardiner¨ªa, la equitaci¨®n o los perros de raza- la lastimada Diana cometi¨® el sacrilegio de reaccionar como una mujer de carne y hueso: sufriendo, resinti¨¦ndose y tom¨¢ndose la revancha.
No era una chica culta ni de muchas luces, pero, a partir de este momento, demostr¨® tener un instinto verdaderamente genial, incomparable, superior al del pol¨ªtico m¨¢s avezado y carism¨¢tico, para servirse de esos innobles medios de comunicaci¨®n de los que tanto se quejar¨ªa en su ¨²ltima ¨¦poca y los que, de alg¨²n modo, acabar¨ªan mat¨¢ndola. Su venganza consisti¨® en destronar al pr¨ªncipe Carlos y, por extensi¨®n, a toda la familia real, en el coraz¨®n del p¨²blico y en conquistar, para ella sola, gracias a su elegancia, simpat¨ªa, hermosura, gestos cuidadosamente estudiados -a veces de insigne frivolidad y a veces de estupenda solidaridad humana con los desvalidos- en todos los rincones del planeta, una popularidad que pronto rebas¨® la de los m¨¢s conspicuos ¨ªdolos musicales y cinematogr¨¢ficos: ni Michael Jackson ni Madonna en el presente, ni Brigitte Bardot o Marilyn Monroe en el pasado, alcanzaron un endiosamiento parecido.
Dicho de este modo, tal vez este an¨¢lisis pueda parecer cruel. No lo es. Como a todo el mundo, me apena la muerte atroz de la encantadora Diana, princesa de Gales, en la flor de su edad, luego de haber vivido un per¨ªodo dificil¨ªsimo de tensiones y traumas familiares y personales. Sin embargo, lo ocurrido con ella no es s¨®lo personal. Es, tambi¨¦n, institucional y cultural y ese aspecto de su tragedia no debe ser soslayado. Sin propon¨¦rselo, sin sospechar los catacl¨ªsmicos efectos que tendr¨ªa para la instituci¨®n hasta entonces m¨¢s incuestionada de la sociedad brit¨¢nica, Lady Di, en una operaci¨®n dictada por una indiscernible mezcla de despecho, frustraci¨®n, inconsciencia y frivolidad, logr¨® elevarse en la consideraci¨®n p¨²blica muy por encima de la instituci¨®n mon¨¢rquica que la hab¨ªa decepcionado y humillado, con la que hab¨ªa entrado en una sorda pugna, y desprestigiarla y restarle m¨¢s cr¨¦dito ante sus s¨²bditos de lo que lograron jam¨¢s los republicanos brit¨¢nicos. Esto puede parecer absurdo, y en cierto modo lo es; pero no cabe la menor duda de que si, por primera vez en el siglo, una encuesta hecha hace menos de dos meses revel¨® que m¨¢s de la mitad de los encuestados hab¨ªan dejado de considerar v¨¢lida a la monarqu¨ªa en el Reino Unido, ello fue en gran parte una involuntaria haza?a de la princesita resentida.
Habr¨¢ quienes dir¨¢n: ?en buena hora! ?gracias, Diana, por haber contribuido a socavar una instituci¨®n tan obsoleta y apolillada como la faja de ballenas y el cors¨¦! ?sta es una posici¨®n pol¨ªtica perfectamente leg¨ªtima. Pero no era la de Diana, desde luego, que nunca actu¨® guiada por principios ideol¨®gicos ni formul¨® opiniones pol¨ªticas, salvo las ¨²ltimas semanas de su vida, cuando sus felicitaciones al Gobierno de Toni Blair por apoyar la prohibici¨®n de las minas antipersonales y sus cr¨ªticas a los conservadores por oponerse a ella, provocaron una tempestad en el Parlamento, donde se le record¨® que la madre del futuro monarca del reino, princesa mantenida por los contribuyentes brit¨¢nicos, no puede tomar partido en los debates c¨ªvicos. Si alg¨²n reproche debe hac¨¦rsele es, precisamente, el haber asumido una conducta p¨²blica sin tener conciencia cabal de la magnitud social y pol¨ªtica de lo que hac¨ªa ni de las consecuencias que ello tendr¨ªa.
Es peligroso abrir la caja de los truenos, a menos de que se tenga la voluntad de convocar una tormenta. Diana la abri¨®, jugando, y se encontr¨® de pronto con que el juego se hab¨ªa vuelto serio y peligroso. Sola, confundida, en medio de una tempestad de rayos, centellas y trombas de agua, opt¨® por la fuga hacia adelante, mostrando as¨ª, al final de su vida, una audacia insospechada. Sus amores hab¨ªan sido cat¨¢strofe tras cat¨¢strofe, empezando por su marido, el pr¨ªncipe trist¨®n y con orejas a lo Pluto al que por lo visto am¨® de veras (en 1982 intent¨® suicidarse por ¨¦l). Su profesor de equitaci¨®n, el capit¨¢n James Hewitt, su primer amante fue un ofidio mercenario, que la traicion¨® vendiendo su historia a la carro?a publicitaria. Ahora, despu¨¦s de escarceos sentimentales con un deportista y un m¨¦dico paquistan¨ª, parec¨ªa haber encontrado un amor m¨¢s firme, el playboy Dodi al Fayed.
No hay raz¨®n, alguna para poner en duda la pureza de sentimientos que el hijo del potentado egipcio, due?o de Harrod's de Londres y del Hotel Ritz de Par¨ªs, inspir¨® a Diana Spencer. Seg¨²n el testimonio de sus amigas m¨¢s pr¨®ximas, la delicadeza y prodigalidad de Dodi sedujeron a la princesa, quien declar¨® que las ¨²ltimas vacaciones en el Mediterr¨¢neo, en el yate de la familia Al Fayed, hab¨ªan sido las mejores de su vida. Ahora bien. Es imposible no, detectar en estos amores, asimismo, una soberbia estocada final a ese establishment brit¨¢nico y a esa "fucking family" ("familia de mierda") de su conversaci¨®n telef¨®nica, grabada por la chismograf¨ªa period¨ªstica, con el misterioso gal¨¢n que la llamaba Squidgy (pulpito). Probablemente, no hay ning¨²n otro ser viviente al que el establecimiento brit¨¢nico deteste m¨¢s que al egipcio Mohamed al Fayed, uno de los principales contribuyentes del Reino Unido, donde reside hace m¨¢s de treinta a?os y donde ha forjado su fortuna, al que, en un acto de flagrante injusticia, el Gobierno de John Major neg¨® la nacionalidad brit¨¢nica. El odio a Al Fayed de la clase dirigente expresa, tambi¨¦n, algo de racismo; pero, sobre todo, la indignaci¨®n por la insolencia que tuvo aqu¨¦l al poner en evidencia la corrupci¨®n de un pu?ado de parlamentarios tories, a los que ten¨ªa en su n¨®mina -a unos les pagaba en cash y a otros con fines de semana en el Ritz- para que hicieran a los ministros, en el Parlamento, preguntas que conven¨ªan a sus intereses. ?Cabe imaginar una humillaci¨®n y rev¨¦s m¨¢s contundentes para este establishment que, por el casamiento de Diana, princesa de Gales, Mohamed al Fayed se convirtiera en abuelo pol¨ªtico del pr¨ªncipe Guillermo, futuro rey de Gran Breta?a?
El espantoso accidente de la noche del s¨¢bado 30 de agosto, en un t¨²nel a orillas del Sena, en el que Diana y Dodi perecieron en un b¨®lido enloquecido que trataba de distanciarse de los paparazzi carro?eros (creados por la estupidez y el esnobismo de una cuantiosa masa de compradores de prensa amarilla) que los persegu¨ªan en motos, ha liberado a la corona y a la clase dirigente brit¨¢nica de ese puntillazo. No hay que concluir de ello que los dioses son mon¨¢rquicos y conservadores y castigan a las bellas muchachas que juegan con fuego y, jugando jugando, ponen en peligro el status quo. No. Hay que concluir que ese imponderable que es la muerte y que golpea en el momento menos pensado, desbarata a veces las f¨¢bulas que los seres humanos urden para escamotear la realidad, y reordena los destinos individuales y colectivos de la manera m¨¢s inesperada y, muchas veces, poco justa.
En todo caso, aquellos a quienes la bella princesa desafi¨® e hizo pasar tantos apuros y estuvo a punto de derrotar, han sabido guardar las formas (ellos s¨ª saben esas cosas): la han llorado con la sobriedad debida, orado por su alma, cubierto de flores, le abrieron las puertas de la abad¨ªa de Westminster, donde s¨®lo admiten a sus prohombres y hero¨ªnas, y nadie, ni el m¨¢s severo observador, podr¨ªa jactarse de haber escuchado escapar de uno solo de esos chaqu¨¦s y trajes de luto nobiliarios el m¨¢s m¨ªnimo suspiro de alivio. Como dijo el primer ministro Tony Blair (?ah, esos pol¨ªticos!): "Princesa del pueblo, descansa en paz".
Mario Vargas Llosa, 1997.Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SA, 1997.
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